El día de mañana o el alegre fin del mundo
Tamaña injusticia se comete en esta película. Verán, en el cartel aparecen los nombres de actores, guionistas, directores, montadores, fotógrafos, etc… personas que no sólo no han hecho nada por la calidad de la película, sino que llegan a esfuerzos inhumanos por destrozarla (en particular, uno se pregunta qué le habrá hecho el director al guionista para merecer semejante espantajo de historia). Habría que tachar con prontitud los nombres de esos traidores del cartel y poner el de los verdaderos héroes: hasta el último mono del equipo de efectos especiales. Esos individuos demuestran tener más conocimientos sobre narrativa, tensión dramática y espectáculo que el padre putativo de la historia. En lo demás, El día de mañana es de lo peor de 2004 (compite por ejemplo con Troya, Yo, robot, El bosque y Melinda y Melinda).
Esta película está formada por dos impresionantes escenas de efectos especiales, y una corte de escenas más pequeñas que exhiben aspectos del cambio climático. Las dos escenas en cuestión son la destrucción de Los Ángeles (tornados) y Nueva York (agua y hielo). Las dos son asombrosos ejemplos de dosificación narrativa, de tensión, de emociones contenidas, las dos reflejan perfectamente la magnitud de la tragedia. Las más cortas sirven para entrever una hipotética película mucho mejor que habría nacido si el equipo de efectos especiales hubiese tomado el control de toda la producción: los soldados británicos congelados instantáneamente al ir a rescatar a la familia real, la granizada sobre Tokio, los astronautas contemplando los frentes tormentosos… Buscando dos o tres ciudades más a destruir, hubiese quedado una película cojonuda.
Por desgracia, alguien en la reunión de producción de El día de mañana decidió que había que contar algunas historias humanas. Reflexionemos un momento. En esta película mueren miles de millones de personas, el hemisferio norte acaba completamente cubierto de hielo, y el mundo se ve sumido de la noche a la mañana en un cambio climático que destruye la civilización tal y como la conocemos. Ante ese escenario, ¿de verdad debería interesarnos si el chico le va a decir a la chica que la quiere o no? ¿Si llegará o no llegará la ambulancia para rescatar al niño enfermo? ¿Qué conclusión podemos sacar de que un padre decida ir caminando de Washington a Nueva York a rescatar a su tierno retoño en medio de la mayor tormenta que el mundo haya conocido?
Que los asistentes a esa reunión estaban tontos ese día queda claro en un simple detalle. Cuando alguien dijo «Vamos a inyectar tensión dramática metiendo unos lobos en Nueva York» el sentido arácnido de los presentes no saltó a la estratosfera. Recordemos: mayor catástrofe natural que el mundo haya conocido. ¿Hacían falta lobos?
Con esa concepción del dramatismo, no es de sorprender que los personajes no ya sean planos, sino que clarísimamente poseen personalidad negativa. Absorben la personalidad de todo aquello que les rodea y dejan el mundo convertido en un lugar aburrido y miserable. Tan carentes de empatía que no piensan en ningún otro ser humano que pueda estar en peligro; de pronto hablan de un hermano, de pronto el hermano se olvida como si no hubiese existido jamás. Sólo se salvan dos:
Un hombre de negocios japonés, que bebe en chiringuito, a quien le suena el teléfono justo cuando empieza a caer granizo. El hombre corre por la intersección, buscando donde protegerse, y cuando parece que va a conseguirlo… Es curioso que un minuto se pueda contar tanto sobre una persona, lo suficiente como para que te interese tu vida y te preguntes por sus circunstancias.
El otro es Ian Holm. Uno de esos actores británicos espléndidos que tan pronto te hace de enano panzudo como de cenicero. Vamos, uno de esos actores que si entrase en un plato y el director le dijese «Haz de avutarda coja», el hombre interpretaría a la mejor avutarda del mundo, envidia de aves gruiformes por doquier. Aquí más o menos. Le dijeron, «Haz de climatólogo escocés» y el hombre hace lo que puede.
Con lo dicho, comprendan que incluso me sorprenda que se hayan molestado en rodar las escenas con personajes humanos. La descompensación entre lo que le sucede al mundo y las vicisitudes de esos integrantes de una mente colmena es tan grande que no hay color. La película hubiese ganado mucho cortando la mayor parte de ese metraje. Aparte de ahorrarnos como cuatrocientos veintisiete clichés.
Pero lo peor de El día de mañana es que tiene final feliz. Sí, como me oyen. No, no, la catástrofe es inevitable, pero la verdad es que la llevan con una alegría y optimismo que ya los querría Pollyanna para sí. A ver, esos astronautas que miran con tanta tranquilidad la tormenta, ¿no se dan cuenta de que están muertos, de que nadie va a subir a buscarlos? ¿Cómo es posible que el Presidente de los Estados Unidos esté tan feliz después de que haya perdido todo su territorio y ahora presida un campo de refugiados? ¿Sólo porque encontraron a cuatro supervivientes mal contado? Han muerto cientos de millones, por Dios. Y además, ¿nadie se ha dado cuenta de que muchas de las principales bolsas del mundo están ahora enterradas bajo cientos de metros de hielo, que se encuentran en la mayor depresión económica desde el paleolítico superior?
Incluso la estatua de la libertad se mantiene en pie. Cubierta de hielo, eso sí, pero en pie, como representante que es del espíritu americano. ¿Recuerdan El planeta de los simios (la buena)? Pues sí, las comparaciones son odiosas.
Lo mejor: Las impresionantes secuencia de efectos especiales.
Lo mejor (II): Las pullas políticas. Especialmente los americanos entrando ilegalmente en Méjico.
Lo peor: Hay escenas con personajes reales.