Los lectores se creen superiores a los que no leen. Lo simpático del asunto es que encima la sociedad les da la razón. No importa lo que leas, porque el simple hecho de leer ya te dota de una cierta aura, como si por tu hobby —no muy diferente a jugar al fútbol o a hacer regatas con barquitos de papel— fueses partícipe de todos los secretos del universo. Ser escritor es todavía mejor. Si dices que eres escritor —aunque no hayas escrito nada mejor que aquella lista de la compra del 13 de noviembre de 1995 donde hiciste rimar “macarrón” con “salazón”— ya puedes ir a cualquier parte con el pecho bien hinchado que nadie cuestionará tu derecho a decir tonterías y que estas salgan cuidadosamente reproducidas en todos los medios. Incluso te aplaudirán mientras declaras tu superioridad con respecto a tu público. Es como ser político, pero sin la sospecha continua sobre tu labor. Es más, si haces algo ilegal, puedes garantizar que la intelectualidad local te defenderá porque la gente de la cultura tiene derechos que los demás no poseemos.
Se trata, en suma de una de esas situaciones lamentables de la condición humana que nos lleva a juzgar el libro por sus tapas —¿lo pillan?— y a la persona por su coche, su ropa, su dinero o el título que se sacó en la universidad. El hábito sí que hace al monje.
La sensación de superioridad es tan grande que incluso te inventas enemigos, porque ya se sabe que nada vales si nadie te persigue. Pero, ¿cómo sentirse superior a otros lectores? He aquí un problema mucho más peliagudo. Podría pensarse que basta con echar en cara al otro no haber leído este o aquel texto que nosotros consideramos fundamental, tan importante que si no lo has leído tu vida en esta tierra ha sido un infortunio, un fracaso mayúsculo y sin remisión. Por desgracia, si haces tal cosa, los demás podrás contraatacar con textos similares con igual o mayor pedigrí incuestionable. Si los demás no son verdaderos lectores por no haber leído los clásicos de Grecia y Roma, esos demases podrán contraatacar recordándote que tú de literatura china ni idea (recordándonos que los libros que hemos leído son una gota comparados con los libros que jamás leeremos). No hay más que recordar la cara de tonto que se nos queda a casi todos cuando la academia Sueca escoge para su galardón a un autor desconocido, de un país que juraríamos que ha salido de una novela de ciencia ficción y que escribe en una lengua que sólo pueden leer sus parientes cercanos.
Es mucho más simple, cómodo y, para que nos vamos a engañar, efectivo atacar el hábito. Si el hábito hace al lector, el hábito también lo puede deshacer. Basta con declarar que los demás leen mal. Si has leído mal, no importa que hayas leído toda la literatura universal, porque el provecho que has extraído de esa lectura no solo será nulo, sino que lo más probable es que de provecho nada y te hayas causado un daño irreparable. Hay muchas formas de hacerlo, pero una muy efectiva es negar el hábito lector a aquel que no lee en papel, o a quien considera que la lectura en una pantalla puede ser tan fructífera —o cómoda— como la tradicional. Basta atacar la forma de leer y negar la “lectoridad” a esos individuos.
Pero lo más sorprendente de esta situación es que incluso se adapta a los tiempos. Uno pensaría que “no eres lector si no lees en papel” quedaría reservado a viejos carcamales o individuos similares. Sin embargo, con algo de ingenio se puede uno modernizar e incluso jóvenes que no han perdido los dientes de leche pueden atacar a los demás sin entrar en ninguna sustancia. Basta con hacer distingos entre pantallas y declarar que sólo es “leer” hacerlo en un tipo de pantalla determinada y que el uso de cualquier otra pantalla es un peligroso desviacionismo, como mucho un simulacro dañino de la actividad real.
Lo que viene a ser un ejemplo más de que cuanto más cambian las cosas…