Del rechazo a la tecnología

El rechazo de la tecnología como un todo es un mito (hay enlaces más adelante). Desde el momento en que el ser humano es un animal que no puede sobrevivir durante mucho tiempo sin alguna forma de tecnología, aunque sea la más simple, el rechazo total es imposible. Somos animales tecnológicos lo queramos o no, y como mucho podemos intentar decidir cómo va a ser nuestra relación con la tecnología, que partes estamos dispuestos a aceptar y qué partes no.

Cosa que a nuestra sociedad no se le da nada bien. Nuestro mundo moderno parece haber aceptado una falsa dicotomía: a un extremo la aceptación casi sin condiciones de cualquier avance tecnológico, al otro, el rechazo total a la tecnología, sin ninguna gradación entre esas opciones. Tanto es así que hemos acabado aceptando también una especie de autonomía tecnológica, como si los avances técnicos fuesen inevitables, como si su extensión no se pudiese controlar de ninguna forma y como si la única reacción posible ante ellos fuese la rendición incondicional.

Tanto hemos asumido ese fatalismo tecnológico que incluso lo usamos como argumento, como si de un principio fundamental se tratase, allí donde ni siquiera debería intervenir, allí donde una discusión de qué es mejor para la sociedad sería mucho más conveniente y fructífera. La supuesta inevitabilidad de las novedades tecnológicas se emplea como justificación para callar cualquier voz crítica. Muchas veces he leído a defensores de la copia de bienes culturales en la red que eso es un proceso puramente tecnológico, algo que ahora se puede hacer y que por tanto es inevitable e insistir en lo contrario es ir contra los tiempos. Me entristece porque es un caso en el que los argumentos del tipo “qué sociedad queremos tener” serían mucho mejores y más fundamentales.

Dado que nuestra relación con la tecnología puede ser totalmente sumisa, me ha fascinado tanto encontrarme con The Tech-Savvy Amish y Amish Hackers sobre la relación de la comunidad Amish con la tecnología moderna. Si lo que sabes sobre los Amish, como es mi caso, es lo que has visto en las películas, te vas a llevar una sorpresa. Lejos de ser personas que rechazan la tecnología, en realidad se trata de comunidades que mantienen una relación continua, compleja y tremendamente reflexiva con los adelantos tecnológicos. Su posición inicial es decir “no” y luego, si procede, evaluar, analizar, probar y con el tiempo comprobar si algún nuevo desarrollo encaja con su forma de vida o no.

Los Amish invierten más tiempo en pensar sobre los avances técnicos del que empleamos nosotros que vivimos totalmente inmersos en ellos. Para nosotros, un cambio tecnológico es casi parte del entorno, algo que sucede como un fenómeno casi natural, como fluyen los ríos o crecen los árboles, mientras que para ellos es un proceso lento y reflexivo de aceptación o rechazo. Mientras nosotros aceptamos la lluvia con resignación, ellos deciden si vale la pena que llueva.

En nuestra sociedad, cualquier propuesta de limitar alguna tecnología es recibida casi automáticamente con acusaciones de neoludismo sin pararnos a pesar qué nos convendría más. Y no deja de ser curioso, porque según What the Luddites Really Fought Against ni siquiera los luditas eran luditas. Ellos también comprendían bien adónde se dirigían ciertos avances y ciertos usos de esos avances, y aspiraban a construir una sociedad mejor: “They confined their attacks to manufacturers who used machines in what they called ‘a fraudulent and deceitful manner’ to get around standard labor practices”. No estaban contra todas las máquinas, y las que aceptaban las sabían usar muy bien.

Quizá hay algo que podríamos aprender de Amish y luditas.

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El discreto encanto de la hipocresía

Nos gusta la hipocresía. Nos gusta, aclaro, en los demás. En los otros la hipocresía nos parece un defecto que cunde, porque si algo nos alegra es la acusación de hipocresía.

Un individuo pasa unos años defendiendo la idea de que es malo robar bancos, que es algo que nadie debería hacer. Un buen día ese mismo individuo va y roba un banco. Por alguna extraña malformación de la lógica humana (que a lo mejor hunde sus raíces en el paleolítico y la necesidad de mantener el tejido social) lo que nos molesta de verdad no es el robo del banco, sino la pasada insistencia en que eso era algo que no se debía hacer. Tanto que en ocasiones parece que la hipocresía supera en gravedad a casi cualquier crimen. Y si no es así, como mínimo todo crimen empeora si hay hipocresía de por medio. “Al menos lo admite” lo consideramos un atenuante.

Posiblemente no sea realmente una malformación de la lógica humana, sino una de esas situaciones donde lo que creemos que debería interesarnos no coincide con lo que realmente nos interesa. Nuestro amor por la acusación de hipocresía probablemente indique que nos interesa más poder depositar la confianza en los demás que los actos que puedan cometer. Es decir, nos importa sobre todo que si el individuo A dice que va a hacer Z, pues cuando llegue el momento de actuar haga efectivamente Z. Tener ciertas garantías de que podemos fiarnos del comportamiento de los demás (aunque sea negativamente: sabemos que él miente) probablemente sea un elementos importante para la supervivencia en condiciones extremas.

Por tanto, descubrir la hipocresías nos hace más precavidos, lo que siempre es conveniente (lo ideal, claro, sería descubrir también nuestras propias hipocresías, pero tal introspección nos resulta casi imposible y rara vez agradecemos que los demás señalen nuestras propias contradicciones). Y como guinda, al lanzar la acusación sentimos ese estremecimiento de placer al haber demostrado, aunque sea momentáneamente, que somos superiores a alguien.

Por desgracia, una vez concluido que alguien no merece nuestra confianza, la repetición de la acusación no nos aporta nada e incluso nos puede impedir ahondar en las causas de los problemas que tenemos y en la búsqueda de soluciones. Nuestra lógica se manifiesta realmente malformada cuando consideramos que la hipocresía es una demostración lógica, una forma de determinar la verdad o falsedad de ciertas posturas, como si la hipocresía fuese un elemento más de una cadena de razonamientos. Por desgracia, eso es un razonamiento falaz. Que el individuo del ejemplo anterior robe no quiere decir que su postura en contra del robo fuese errónea. Su hipocresía nos indica simplemente un fallo personal como ser humano, ya porque no sepa controlar sus impulsos, ya porque es un mentiroso o ya por cualquiera de las muchas razones que influyen en el comportamiento humano y nos hacen actuar de forma contraria a nuestros intereses. Nos indica que no podemos fiarnos del todo, que tenemos razones para sospechar, que todo lo que nos había dicho podría ser falso, pero no es una demostración en sí misma, más bien es, como mucho, el punto de partida de una investigación.

Como vivimos en un mundo que es cada vez más complejo, como nos enfrentamos a problemas de difícil resolución, que exigen mucha paciencia, muchos conocimientos y mucho esfuerzo, haríamos bien en aprender a desconfiar de la acusación de hipocresía. Su encanto nunca desaparecerá, porque efectivamente lanzarla nos resulta muy satisfactorio, pero cuando nos descubrimos repitiéndola deberías ser capaces de parar un momento y reflexionar sobre todo aquello que nuestra fascinación con la hipocresía nos impide ver.

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James Bond

No sé en qué momento comprendí que se habían hecho películas de James Bond antes de que yo naciese y que se seguirían haciendo películas de James Bond después de mi muerte.

Me asombrosa la espectacular longevidad cinematográfica de ese personaje. Es como si fuese un deber de la especie producir cada pocos años una nueva película de lo que a fin de cuentas no es más que un asesino en ocasiones difícil de distinguir de los malos a los que se enfrenta (alguien dijo de él que no era más que un “funcionario del asesinato”, pero está claro que esa descripción pretende ante todo meterse con los funcionarios). Con apenas unos retoques de guión, James Bond podría ser el loco megalómano decidido a conquistar el mundo siguiendo el proceso más alambicado posible, mientras que Drax sería el héroe igualmente decidido a detenerle.

¿Hicimos un pacto con alguna deidad primigenia surgida de las profundidades del océano? ¿La Tierra se salvará mientras siga habiendo nuevas películas de James Bond, como si sacrificásemos cada poco tiempo algo de nuestra cordura? ¿O se trata de todo lo contrario? ¿La sucesión de esas películas tiene como fin adelantar en la medida de lo posible la destrucción del mundo?

No sé. Supongo que al principio eran películas muy baratas de producir y, lo más importante, lograron ejecutar con éxito el cambio de actor. Una vez que queda establecido que el personaje permanece pero el rostro va cambiando, James Bond cobra vida mitológica por sí mismo y el futuro se vuelve libre por completo. Quizá de haber hecho en su momento una jugada similar con Indiana Jones hoy tendríamos ya 20 películas del arqueólogo. En cualquier caso, esa variedad de rostros ha dejado mi parte preferida de la serie: Una Diana Rigg con la que George Lazenby se casa, Sean Connery venga y Roger Moore llora.

Imagino que en el fondo James Bond refleja una estado de permanente paranoia, nuestra convicción de que siempre hay un enemigo extraordinario a las puertas y que por tantos precisamente de un protector igualmente sobrenatural. Eso explicaría por qué James Bond ejecutó tan hábilmente el paso de un entorno de guerra fría, que parecía su lugar natural, y hoy campa a sus anchas por nuestro mundo. En el fondo, James Bond no es muy diferente a Batman con su Joker o a Superman con su Lex Luthor, un superhéroe más, una reflejo de la creencia de que somos fundamentalmente incapaces de resolver nuestros problemas y requerimos de la ayuda de un ser superior. Y tampoco sé de qué me asombro, porque yo soy también el que dice que Sócrates no era más que un 007 de la filosofía y que los sofistas eran su Spectra. James Bond es como una metáfora conveniente, una especie de manifestación del campeón eterno o algo así: si hay un miedo desmesurado e incontrolable, ahí está James Bond para domarlo.

Las películas, como era de esperar, han ido cambiando con el paso del tiempo, ajustándose a la época. Por ejemplo, la primera casi no parece una película de James Bond, aunque contiene buena parte de los elementos. Ahora intentan hacerlas más “realistas”, lo que no significa realmente más realistas sino más bien más grises y con cortes de cámara más rápidos. Si intentasen hacer una película realistas sobre un espía probablemente acabaríamos viendo dos horas de un individuo escuchando conversaciones telefónicas. No, a mí el que me gusta es el James Bond desmesurado, el absurdo, el payaso, el casi surrealista. Me gusta el James Bond que saca a un malo que lanza su mortal bombín o un mercenario con dientes de acero. Me encanta Pierce Brosnan corriendo mientras un tremendo rayo destroza el hielo a su alrededor. Nadie supera a Pierce Brosnan en capacidad para mantenerse serio rodeado del absurdo más completo.

Pero el detalle que realmente me llama la atención de las serie es que sus malos sean casi siempre millonarios. De hecho, si hay una constante en la serie es que James Bond se enfrenta a Ciudadano Kane, a veces literalmente. ¿Por qué los millonarios productores de la serie se empeñan en poner de malo a un individuo con el que ellos mismos podrían coincidir en un cóctel? Por una parte será admitir que intentar conquistar el mundo no es una tarea para pobres (todavía hay clases), que hacen falta unos mínimos recursos y que por tanto un millonario es la persona más indicada. Por otra parte, quizá se trate de una concesión en plan “los ricos tienen mucho dinero, pero si los dejas intentan conquistar el mundo y se revelan como malas personas”. Una puesta al día del clásico “los ricos también lloran”.

José Luis Garci tiene un cuento de ciencia ficción donde hace morir a James Bond, ya retirado, en la luna. Era uno de esos sueños de la intelectualidad de la época, cuando James Bond representaba sobre todo a un bando ideológico concreto. Quién le iba a decir que no sólo James Bond no murió, ni en la luna ni en ningún otro cuerpo celeste, sino que parece haber encontrado la forma de sobrevivirnos a todos.

Un día les hablo de Flint.

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Sin Chris Marker

El año pasado, comentando un libro sobre su figura, dije de Chris Marker (el gran artista que falleció ayer tras cumplir los 91 años y que jamás hizo nada por desmentir el mito de que había nacido en Ulán Bator. Porque, francamente, si alguien dijese de ti que habías nacido en Ulán Bator, ¿querrías corregirle?) «Si admiro a alguien, admiro a Chris Marker». Declaración que hizo que algunos amigos se mostrasen confundidos, porque resultó ser menos clara de lo que yo pretendía. Pero su sentido, al menos para mí, es harto simple: tiendo a no admirar a la gente que no conozco —entre otras cosas, porque somos todos humanos y por tanto falibles, aunque la distancia difumine las imágenes—, pero si admirase a alguien desde la distancia y sin posibilidad de conocerle, ese alguien sería Chris Marker. No tanto por las cosas que hizo —por ejemplo, algunas de sus posiciones políticas, desde la perspectiva del presente, me resulta terriblemente ingenuas— sino más bien por cómo las hizo. Incluso dentro de sus ensayos filmados más de propaganda, como es el caso de La sixième face du pentagone, hay imágenes que matizan, aclaran, subvierten o ejemplifican las ideas que defendía. En cierta forma, la obra de Chris Marker descree de sí misma.

Pero admiro, sobre todo, su capacidad para interesarse por lo nuevo, para enfrentarse a retos a una edad a la que otras personas están llorando los tiempos pasados. No sólo conservó la capacidad para el incisivo e irónico comentario político, Chats perchés, sino que se atrevió con nuevas tecnologías, como cuando se puso a hacer un CD-ROM o aprovechó las nuevas cámaras para lanzarse a las calles de París o para componer ese ensayo sobre la memoria que es Sin sol. Y por lo que sé de él, habiéndole seguido en la distancia, fue así hasta el final.

Y también, por cierto, creo una de las grandes películas de ciencia ficción. Con un presupuesto inexistente, en blanco y negro, de menos de media hora de duración, compuesta exclusivamente por imágenes fijas excepto un sorprendente y momentáneo uso del movimiento, es un análisis del lugar del individuo dentro del flujo inexorable del tiempo, agitándose sobre las aguas del devenir entre el más absoluto determinismo y la capacidad fundamental de elegir:

La Jetée

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Paternidades

I’m not posting this as one of those overly proud parents boasting "Look and see what my progeny has done!" I’m posting it because as an adult, one always forgets the depth of emotion of which little children are capable. I’m posting it because I’m a little at a loss on how to best foster her talents and dreams of being a writer. And I’m posting it because I continue to be in awe of the constant surprises that come with parenthood.

En MetroDad: Portrait of the Writer as a Young Girl.

La sorpresa constante, sí.

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