Fe en los datos o cientifismo y tecnocracia

The technocrats are akin to conspiracists in that they both claim a monopoly on the sorts of political facts that should sway policy. Both groups come equipped with their own body of experts and studies to vouch for their prescriptions. And both Jones and Klein derive their legitimacy from having, through their supposed diligence and uniquely sharp analytical minds, privileged access to some set of truths of political significance. Both assume that answers to factual questions will make the necessary political action irrefutable. All that divides the conspiracist from the technocrat is the nature of the facts they fetishize.

Just the Facts

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Ursula K. Le Guin y la diversidad

Ursula K. Le Guin escribe sobre la adaptación para la televisión de su serie de Terramar, A Whitewashed Earthsea, para comentar la eliminación del cuidadoso tapiz racial de las novelas, sustituido en televisión por una uniformidad ajena al espíritu de los libros.

Most of the characters in my fantasy and far-future science fiction books are not white. They’re mixed; they’re rainbow. In my first big science fiction novel, The Left Hand of Darkness, the only person from Earth is a black man, and everybody else in the book is Inuit (or Tibetan) brown. In the two fantasy novels the miniseries is “based on,” everybody is brown or copper-red or black, except the Kargish people in the East and their descendants in the Archipelago, who are white, with fair or dark hair. The central character Tenar, a Karg, is a white brunette. Ged, an Archipelagan, is red-brown. His friend, Vetch, is black. In the miniseries, Tenar is played by Smallville’s Kristin Kreuk, the only person in the miniseries who looks at all Asian. Ged and Vetch are white.

My color scheme was conscious and deliberate from the start. I didn’t see why everybody in science fiction had to be a honky named Bob or Joe or Bill. I didn’t see why everybody in heroic fantasy had to be white (and why all the leading women had “violet eyes”). It didn’t even make sense. Whites are a minority on Earth now —why wouldn’t they still be either a minority, or just swallowed up in the larger colored gene pool, in the future?

Te hace pensar en lo poco que se preocupan los autores de ciencia ficción por ese aspecto del futuro. Buscan la verosimilitud tecnológica, pero rara vez aspiran a esa consciencia de las formas diferentes que pueden adoptar las sociedades. Es agradable saber que autores como Ursula K. Le Guin lo tienen se lo toman tan en serio.

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Robot & Frank

Esta película tiene un detalle muy bueno: el robot es siempre una máquina. Es el propio robot el que insiste continuamente en su artificialidad, como si supiese de nuestra tendencia a dotar a los objetos de sentimientos e intenciones humanas y estuviese enmendándola por adelantado. Desde ese punto de vista, el robot en todo momento se limita a cumplir con su programación y las emociones presentes son siempre del humano. El mismo título lo refleja.

Siendo el humano, Frank (que Frank Langella dota de todo tipo de matices), un señor ya muy mayor que vive en una comunidad remota y no recibe más que esporádicas visitas de su hijo (mientras la “amantísima” hija parece contentarse con preocuparse en la distancia, que es una forma siempre muy cómoda de preocuparse). Como el hijo es consciente de los problemas de memoria de su padre, que la demencia está destrozando, y del lamentable estado en el que vive, le regala un robot para que le ayude a cuidarse.

Y eso hace el robot, cuidar de Frank. Cuidarle y mantenerle activo. Pero resulta que Frank era un ladrón y comprende de inmediato que el robot puede ser una gran ayuda para retomar esa actividad. Idea con la que el robot está de acuerdo.

De tal forma este peculiar dúo dinámico se enfrenta a un mundo que va desapareciendo y está siendo sustituido por otro diferente. Aunque la situación, saben todos, no es sostenible. Frank proyecta su visión de las cosas sobre el robot, el cual, siguiendo fielmente su programación, la devuelve como si fuese un espejo, pero la aventura tiene que acabar en algún momento.

Y ya está. Con eso se contenta la película, con establecer esa situación inicial. En ese aspecto la encontré extrañamente poco dedicada a su idea inicial, como si al haberla establecido ya hubiese perdido todo el interés. Hay algunas comparaciones entre el deterioro de la memoria de Frank y la propia memoria electrónica del robot, pero no van muy lejos. Se nos plantea algún giro argumental que supuestamente es sorprendente, pero que tampoco añade demasiado. Y los hijos de Frank son pocos más que objetos que sirven para destacar éste o aquel elemento de la trama.

Pero tampoco hay mucho más. Parece estar intentando hacer un comentario sobre nuestra relación con la tecnología y también sobre la memoria como nuestro ancla en el mundo. Pero en ambos casos el tratamiento es muy apagado, como si la película tampoco tuviese ganas. Al final, el truco de introducir el robot se convierte sobre todo en eso, en un truco.

Eso sí, admito que eso de dejar claro que el robot es una máquina es algo que muy pocas películas se atreven a hacer (casi todas convierten a los robots en seres humanos un poco raros). Con eso ya se sitúa en el terreno de lo interesante.

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Bandazos por el tiempo: Looper, de Rian Johnson

A Looper le gustaría ser otra película. No es que la película que efectivamente es esté mal. Se trata de un thriller del futuro cercano con una delicada atmósfera de desesperación y que logra aprovechar el paisaje y la puesta en escena, con dos buenas interpretaciones de dos actores que dan vida al mismo personaje. Hay tiros, explosiones y una resolución razonablemente satisfactoria en lo que a la trama se refiere. Por ser, es también un comentario simple pero efectivo sobre la memoria como fuente de nuestra sensación de ser alguien.

No está mal haber logrado esas cosas.

Hay muchas películas que no llegan ni a eso.

Pero por desgracia, Looper aspira a más, e invierte dos horas en intentar elevar esos mimbres. El resultado es una construcción que es incapaz de soportar el peso de todo lo que se le echa encima.

Sobre todo, quiere ser el equivalente cinematográfico de “Todos vosotros zombis” de Robert Heinlein, una muestra tan absolutamente perfecta del viaje en el tiempo, un ejercicio de engarce tan preciso que se convierta en la versión definitiva. Por desgracia, no le ayuda nada tener una versión del viaje en el tiempo bastante incoherente y arbitraria, y que la lógica ferrea precisa para el fin que busca esté totalmente ausente del guión. Es comprensible que fuese necesaria alguna forma de viaje en el tiempo para poder enfrentar a un personaje joven con su versión mucho más madura, pero casi hubiese sido preferible haber recurrido a la magia.

(En el futuro de la película, que ya de por si transcurre en el futuro, el asesinato es imposible porque sí. Por tanto, los criminales del futuro usan máquinas del tiempo para enviar a sus enemigos al pasado y hacer que allí los maten otros individuos llamados Loopers. Como algún que otro Looper tiene la descortesía de vivir hasta el futuro de los criminales, éstos lo capturan y lo envían al pasado para que su versión anterior lo mate, cerrando así el loop y completando el chiste. Pero en ocasiones, el viejo (que es más sabio por viejo que por diablo) logra escapar y trastoca la pobre vida del joven que se ve sometido a todo tipo de bandideces. Sin embargo, misteriosamente, eso no cambia ningún detalle del futuro. Los cambios sólo se producen cuando conviene a la trama).

(Es un hecho universalmente aceptado que los villanos de película siempre hacen las cosas de la forma más alambicada posible. Un Goldfinger tras capturar a James Bond no lo mata de inmediato, sino que invierte grandes cantidades de dinero y recursos en cargárselo empezando por los genitales, preso sin duda de algún frenesí freudiano. De la misma forma, a cualquiera se le pueden ocurrir 20 formas de emplear una máquina del tiempo para cargarse a alguien sin tener que involucrar a terceros. Pero si los villanos de cine pensasen, la mayoría de las películas no existirían).

También quiere ser mejor reflexión sobre la naturaleza de nuestra existencia de lo que es realmente. Quiere ser como aquel cuento de Borges, que a orillas del Ródano, y en unas pocas páginas, enfrentaba el ardor juvenil de un Borges revolucionario con la quietud de un Borges ya anciano y ciego. En este punto, Looper logra más de lo que ofrece el guión, porque los actores (sobre todo Bruce Willis con esa férrea desesperación en la cara) se encargan de añadir mucho de lo que falta.

Y por querer, incluso quiere ser más que la historia que está contando. No contenta con el viaje en el tiempo o con el choque de personalidades, se cruza con un episodio de The Twilight Zone: niño superpoderoso en un campo de maíz, cuya situación, bastante incoherentemente, está relacionada con todo lo que está sucediendo aunque se tenga que ir al cuerno la causalidad.

Hay dos formas de ser ambicioso y fallar. Una es haber sido tan ambicioso que el fracaso se vuelve glorioso y gana a más de una victoria. La obra se eleva hasta el sol y da un poco igual que la cera de las alas se funda y el autor se desplome contra el suelo, porque la grandeza de la intención siempre quedará ahí.

La otra es simplemente querer meter más, cargando una base que en ningún momento se va a elevar ni un centímetro más del suelo por muchos detalles que añadas. En ese caso, lo habitual es que dentro de esa masa haya una buena obra esperando a salir, una obra que se descubriría eliminando lo que sobra o lo que simplemente no vas a tratar bien.

Eso es exactamente lo que le sucede a Looper: es una película que si se disfruta es a pesar de todo lo que hace por impedírtelo.

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Pepe, de Carlos Giménez

A Carlos Giménez le caía muy bien Pepe —el dibujante José González, famoso sobre todo por su versión de Vampirella—, tanto, que ha decidido dedicarle una biografía en cómic (con éste como primer tomo). Pero tan bien le caía que es lícito plantearse si más que biografía no estaremos ante una hagiografía. El mismo autor no hace nada por despejar ese temor cuando declara al empezar que José González era «un hombre excepcional», dictamen que no deja de repetirse, con variaciones, a lo largo de la obra.

Por suerte, Carlos Giménez es Carlos Giménez, el mejor narrador que ha dado el cómic español. Nadie mejor que él para encuadrar este primer volúmenes entre dos momentos que definen completamente su versión del personaje. El primero de ellos, un niño vestido de flamenca que canta en un balcón de la Barcelona de 1946. El segundo, una inversión de tal calibre que disipa cualquier duda sobre la capacidad de Carlos Giménez para mantener el equilibrio entre la admiración y, lo que parece, una comprensión cabal del hombre.

Entre esos dos momentos, una serie de anécdotas que poco a poco van dibujando a un José González con tal cantidad de talento innato que no puede hacer nada mal, que incluso hace bien lo que está haciendo mal (como cantar en inglés). Tanto talento en realidad, que ni siquiera tiene que prestar atención a lo que hace. Un hombre generoso, inconstante, caprichoso, genial en su relación con los demás pero que también podía ser inconscientemente cruel. Para algunas cosas una fuerza de la naturaleza y para otras una especie de niño grande.

Y tras esas anécdotas, presentadas en orden cronológico, el volumen también refleja la transformación misma de España, un elemento importante al tratar de un personaje cuya homosexualidad declarada le situaba directamente fuera de la sociedad y por lo que se te podía aplicar la ley de «vagos y maleantes». Por esa razón, podría pensarse que Carlos Giménez ha vuelto al universo de Los profesionales. Pero Pepe, cubriendo muchos de los mismos momentos, hace lo posible por alejarse de esa obra anterior. No se usan los nombres reales de las personas, pero tampoco los nombres que se usaban en Los profesionales. Pepe es sobre todo la historia de Pepe.

Sé que hay quien pone objeciones al método impresionista escogido por Carlos Giménez y lamentan la ausencia de una línea menos episódica. Yo sin embargo creo que es casi imposible definir a una persona en una biografía, y que por mucho que lo intentes el ser humano real se te escapará por entre los huecos, independientemente del método que uses. En el caso de Carlos Giménez, la estructura por la que opta es justo la que sabe manejar extremadamente bien y es evidente que cree que la selección de momentos va ofreciendo una imagen aproximada de Pepe, nos va permitiendo tener un modelo mental, aunque no totalmente preciso, de quién era.

Y creo que lo consigue. Este primer álbum es un excelente comienzo con un Carlos Giménez entregado a lo que cuenta.

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Twitter y la negatividad

Un interesante estudio, Twitter Reaction to Events Often at Odds with Overall Public Opinion, que sin duda no será demasiado sorprendente. Dice:

The lack of consistent correspondence between Twitter reaction and public opinion is partly a reflection of the fact that those who get news on Twitter – and particularly those who tweet news – are very different demographically from the public.

Básicamente, los usuarios de Twitter son un grupo autoseleccionado, formado por aquellos dispuestos a invertir su tiempo en ese servicio y también aquellos que pueden permitirse los medios tecnológicos para seguirlo. También se da el caso de que los menores de edad pueden participar en Twitter y, si nos centramos en un país, personas de otros lugares. No es por tanto de extrañar que el tono de Twitter no coincida con el de la sociedad en general.

Pero eso no explicaría por qué, como dice el texto, el signo de los comentarios va cambiando, oscilando entre izquierda y derecha según el tema. Eso indicaría que no hay una homogeneidad política en Twitter aunque uno podría pensar que sí hay cierta homogeneidad social. Para explicarlo hay que recurrir a otra observación, que se hace casi de pasada, relativa a la negatividad de Twitter: son más habituales los comentarios negativos que los positivos (en este caso, con respecto a las elecciones en Estados Unidos, aunque a mí me parece una tónica general de Twitter que observo desde el principio). Por tanto, es más fácil que alguien comente a la contra, es decir, cuando el tema de discusión le molesta. Si el tema de actualidad te parece bien, es menos probable que no te esfuerces en comentar tu satisfacción. No es más que una simple variación de la tendencia que lleva a los periódicos a considerar las noticias negativas como más relevantes que las positivas.

En cualquier caso, me quedo con esa negatividad y no dejo de pensar que es parte del diseño de Twitter. Un servicio en el que basta con escribir un par de frases, donde tienes una clara limitación de caracteres, es difícil expresar un pensamiento pausado y reflexivo. Todos sabemos que en cuanto quieres expresar algo en Twitter que tenga cierta complejidad debes recurrir a simplificar tu idea y a quitar palabras, operación de ajuste que fácilmente conduce a hacer que el mensaje acabe sonando más extremo de lo que pretendías.

Así mismo, el límite de 140 caracteres ofrecen una barrera de entrada muy baja. Es fácil llegar a Twitter, despachar lo que te molesta en pocas líneas y salir corriendo. Si los seres humanos tenemos ya una gran tendencia a la queja, no es de extrañar que un servicio así pueda exacerbarla. Su misma brevedad parece indicar su intrascendencia, por lo que no debemos pensar demasiado en las consecuencias de lo que escribimos.

Aunque tampoco conviene dejarse llevar y pensar que la solución es obligar a escribir al menos 500 palabras, creyendo que así potenciaremos otro tipo de pensamiento. Lo que sucedería en ese caso es que la gente que no tuviese tiempo se abstendría y el servicio se llenaría de personas con ganas y tiempo suficiente como para escribir largas parrafadas de odio, como sucede en mucho foros.

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The Ancient Guide to Modern Life, Natalie Haynes

Le voy a atribuir a Borges (porque me suena habérselo leído a él) la idea de que es tan erróneo creer que nuestra época es diferente a las anteriores como creer que es igual a las anteriores. Natalie Haynes dedica The Ancient Guide to Modern Life a ilustrar esa observación, a mostrar lo mucho que nos parecemos a los antiguos y también lo que nos distingue. Aunque se escora más bien hacia los parecidos, más que nada porque nuestra tendencia actual es considerar que nosotros somos los primeros en enfrentarnos a problemas que es realidad han persistido durante siglos.

Debo aclarar, sin embargo, que «ancient» en este caso se refiere a Grecia y Roma, dejando de lado cualquier otra civilización antigua. Queda para otro libro compararnos con la China, la India o el mundo árabe de la antigüedad. No es realmente una limitación (o al menos, no es una gran limitación), pero sí que me gustaría leer esa otra visión.

The Ancient Guide to Modern Life está escrito con gran sentido del humor, pero no es un libro que pretenda ser gracioso. Todo lo contrario, su fin es muy serio, y en el fondo se trata de una larga carta de amor a la antigüedad clásica y a algunas de sus grandes obras, animándonos a acerarnos a ella. Comentar la corrupción en la Roma satirizada por Juvenal (nosotros que creemos haber inventado el abuso de los cargos públicos) es en gran medida recomendar la lectura de ese autor, aunque sólo sea como correctivo, como método de situar nuestros problemas en perspectiva (por ejemplo, es asombrosa lo antigua que es la contraposición entre la vida de campo y la vida de ciudad). Y también lo contrario, comprobar lo alejados que nos encontramos en cuestiones de moral y comportamiento, y como algunas soluciones que en su época se consideraban perfectamente aceptables hoy nos resultan aberrantes.

Ya hable de la democracia ateniense, de los fallos de los gobernantes, del culto a los famosos, de los problemas económicos o las grandes peleas provocadas por acontecimientos «deportivos», Natalie Haynes deja claro que los humanos llevamos siglos quejándonos básicamente de lo mismo, rara vez pensando en lo mucho que hemos cambiado y lo mucho que hemos avanzado. Viene a decir que debemos ser conscientes del pasado porque muchos de los errores de hoy ya los cometimos muchas veces antes, pero también para poder mirar con esperanza y optimismo al futuro. Después de todo, algunas cosas hemos hecho bien en los últimos 2.500 años, muchos cambios han sido claramente para mejor; no estamos necesariamente condenados a repetirnos. Digamos, más bien, que el pasado es un lugar al que debemos volver no tanto para buscar respuestas como para plantearnos preguntas.

El libro acaba con la recomendación de leer los clásicos, comentando que Internet hace que ahora mismo sea increíblemente fácil acceder a esos textos (uno de esos aspectos donde nuestra época se puede considerar extraordinaria). Me uno a la sugerencia, porque en esas ocasiones en las que me he acercado a los clásicos de Grecia y Roma, lo he pasado muy bien. Leer a los clásicos es como entrar en otro mundo. Un mundo que fue real y del que todavía podemos disfrutar.

Libros 2013

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Cómics 2013

Lo que hay:

    Febrero

  • Pepe de Carlos Giménez
  • Marzo

  • Pepe 2, de Carlos Giménez
  • The Fate of the Artist, de Eddie Campbell
  • 99 ejercicios de estilo, de Matt Madden
  • Septiembre

  • La isla de los cien mil muertos, de Jason y Fabien Vehlmann
  • Horizontes lejanos, de Santiago Valenzuela
  • Escala real, de Santiago Valenzuela
  • Limbo sin fin, de Santiago Valenzuela
  • Extramuros, de Santiago Valenzuela
  • Capital de provincias del dolor, de Santiago Valenzuela
  • Plétora de piñatas 3, de Mauro Entrialgo
  • All-Star Superman, de Grant Morrison y Frank Quitely
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El lugar de la investigación

Hace poco, un amigo y yo llegamos a la conclusión de que en el caso de tener que elegir entre museos y hospitales, optaríamos sin dudarlo por los hospitales. No es que no nos gustes los museos. Sin duda para él son un gran lugar y para mí, en Santiago no hay lugar más interesante que el CGAC. Pero al igual que en la vida de cada uno debemos elegir a qué dedicar nuestros esfuerzo, en la vida social rara vez hay recursos para todo y que en ocasiones no nos queda más remedio que elegir dedicarlos a unas cosas más necesarias en detrimento de otras que no lo son tanto.

Y así sucede con la investigación científica. Por mucho que la historia del bosón de Higgs me interese, también me parece lícito preguntarme si es ético invertir todo ese dinero –cosa que, sí, lo admito ya mismo, también puede uno plantearse referido a otras muchas actividades– en el enorme conjunto de dispositivos requerido para ese descubrimiento. Quizá, me planteo, estando en la obligación de elegir, habría sido mejor invertirlo en alguna otra actividad, por mucho que el Higgs satisfaga la curiosidad intelectual de muchos de nosotros. Quizá haberse quedado con la duda hubiese sido lo correcto si a cambio ganamos algo mejor.

Por eso me ha gustado tanto la reflexión de José Manuel Sánchez Ron titulada Elogio de la ciencia “no tan grande”, sobre todo al plantear un objetivo claro para toda sociedad:

Ahora que la física de altas energías ha vuelto a conseguir la popularidad que tuvo en otros tiempos, conviene resaltar la importancia de esa otra ciencia no tan grande, una ciencia absolutamente necesaria para conservar lo que para mí es sin duda lo mejor de Europa: el Estado de bienestar, en el que todos sus ciudadanos puedan acceder libremente a bienes como la educación y la sanidad, y no se vean desamparados si carecen de trabajo o son ancianos.

Los científicos son personas y como tales, en tiempos de crisis caen –como caería cualquiera– en el «¿qué hay de lo mío?», de preocuparse más de sus investigaciones y presupuestos que de los problemas de lo sociedad. En esas ocasiones, lo mejor es dar un paso atrás y plantearse seriamente qué es mejor para todos.

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