El bucle eterno
Hay películas que me gustan y películas que me disgustan; películas que adoro y películas que aborrezco; películas que me parecen buenas y películas que me parecen malas; películas bien hechas que no me interesan en absoluto y películas simplemente pasables que me interesan mucho… Y más allá de todas estas categorías, y de otras muchas que supongo que todos tenemos montadas en nuestra cabeza, hay una categoría muy extraña que no sé muy bien cómo definir: El bucle eterno.
¿Qué quiero decir con eso de «el bucle eterno»? La explicación breve sería películas que vería en bucle una vez tras otra, pero el asunto es un poco más complicado que eso…
Veamos… Por mucho que me fascine una película, no soy capaz de terminar de verla y volver a verla, o verla tres veces en un día, o en una semana, o en un mes, ni siquiera en un año. Obviamente, hay películas que he visto docenas de veces, pero en diferentes momentos de mi vida, en diferentes circunstancias, con diferentes personas, no una vez detrás de otra de manera compulsiva. Incluso cuando escribo algo sobre alguna película o trabajo con ella para un remix o cualquier otro tipo de pieza, es muy, muy raro que la vea dos veces seguidas entera, porque me aburro enseguida de todo, incluso de lo que me gusta. Para mí esto es una verdad universal, salvo por dos excepciones, y lo más curioso de todo es que se trata de dos películas que considero muy irregulares.
A mí sólo me ha sucedido con una película: Primer, de Shane Carruth. La terminé de ver e inmediatamente la volví a empezar.
Por lo demás, tengo con las películas la misma relación que ella explica: me cuesta volver a verlas. No es que no vea dos veces la misma película, o más, pero no es algo que me salga naturalmente y habitualmente viene dictado por las circunstancias (que otra persona quiera verla y me apetezca hacerle compañía, por ejemplo). Tiene que pasar mucho tiempo, años incluso, para que me entren ganas de repetir una película.
Pero relacionándolo todo con lo sublime, una idea más que apropiada para lo que discute, yo sí que mantengo mi propia relación (y aquí me voy desviando): la del universo cerrado. Es decir, aquella película que me da la sensación de haber viajado a otro universo, realmente a otro lugar completamente ajeno a mi mundo habitual.
De hecho, sólo hay una película que me haya producido ese efecto. No me lo causan las películas de ciencia ficción o fantasía –que habitualmente me parecen demasiado “realistas” (negándose, habitualmente, a aceptar su propia alteridad e insistiendo continuamente en anclarse en nuestro mundo en un proceso llamativo de autonegación)–, que parecerían las candidatas ideales para ese fenómeno.
No, la película que me provocó ese efecto de mundo autocontenido, de enfrentarse realmente a lo sublime (que para mí tiene más connotaciones de Burke, y por tanto está más cercano al hecho de mirar al infinito) fue El año pasado en Marienbad de Alain Resnais. Verla fue sentirse lo que indiqué antes, una traslación inmediata y sin concesiones a otro universo, a un mundo tan cerrado en ese jardín, en ese edificio desmesurado, entre esas personas que parecen robots, que cualquier huida es totalmente imposible. Estoy convencido de que intentar salir por la izquierda de Marienbad implica volver a entrar por la derecha.
Lo que voy a conectar de inmediato con otra reflexión que hace: la estética noise. Yo también cuando escucho a Merzbow tengo justo esa sensación de algo que está anegando completamente mi cerebro, algo que encaja a la perfección y lo fija totalmente:
Menciono el noise porque creo que hay en él (o al menos en una parte de él que a mí me interesa particularmente) una especie de atropello mental y emocional que no te permite ningún tipo de huída, al contrario que la mayoría de la música o cualquier otra forma de arte, de las que habitualmente te puedes abstraer fácilmente. Con música noise tipo Merzbow o Haswell & Hecker no puedes elegir entre estar o no estar, porque su intensidad es tal que está por encima de lo orgánico.
Para mí, mucha de la música convencional bien podría ser la banda sonora de los Teletubbies: algo que puedes escuchar pero que en última instancia es irrelevante. Y de hecho, la música clásica que más me gusta –las suites de Bach, por ejemplo– comparte con el noise justo esa característica personal: impedir que mi cerebro escape.