Vivimos en una cultura que odia los spoilers, es decir, odia saber como una obra (libro, película, serie) termina (o algún detalle intermedio) antes de disfrutarla. Yo, al contrario, estoy convencido de que una obra que no puedes disfrutar conociendo sus detalles, especialmente el final, es una obra que no valía la pena. Es más, creo que conocer los detalles de una obra te hace disfrutarla más.
Aquí un vídeo sobre el tema.
Como bien dice, no se lee para el final o para saber cómo acaba todo. En ese caso, bastaría con saltarse varias páginas y mirarlo directamente. No, leemos por muchas razones y saber cómo acaba todo mejora mucho tu capacidad para apreciar todos los demás detalles de una obra. Razón por la que segundas lecturas, o visionados, de buenas obras se disfrutan más. A la segunda o tercera vez aprecias mejor.
Pero como decía antes, vivimos en una sociedad spoilerfóbica, así que mi situación es algo diferente. No sólo no me importa saber cómo acaba una obra (o los detalles de lo que pasa), sino que además lo prefiero. Lo que me provoca un pequeño problema cuando alguien está intentando recomendarme algo. Yo suelo ponerme en plan “pero habla, cuéntame, dame detalles, dime por qué”, mientras la otra persona asume que no lo quiero saber y se pone a bailar intentándome no decirme justo lo que necesito para decidir si me interesa o no.
Es decir. Si una pobre descripción verbal de lo que sucede en una obra ya me impide disfrutarla, entonces la obra era muy poca cosa que no valía mi tiempo. En el mejor de los casos, esas palabras sirven para despertar el interés, porque luego las buenas obras sobrepasan con creces cualquier “esto es lo que pasa”, siempre producen otras sensaciones, generan otras ideas e interpretaciones, que el spoiler como mucho sólo podía dejar entrever. O dicho de otra forma, si una buena novela de 800 páginas se pudiese resumir en un spoiler, nadie se hubiese molestado en escribirla.
En uno de los supermercados en los que compro habitualmente han cambiado recientemente algunas de las cajas operadas por personas, sustituyéndolas por cajas de autoservicio. Considerando que han duplicado el número anterior de cajas reduciendo a la vez el número de personas necesarias para operarlas, comprendo lo que gana la empresa al hacerlo.
Lo que no me queda tan claro es lo que se supone que gano yo.
Imagino que la idea es que gano tiempo. Normalmente no hay nadie en ellas, mientras que en las cajas tradicionales se forman colas. También vas pasando las cosas a tu ritmo y las vas embolsando tú mismo, con lo que te conviertes en una especie de “empleado” temporal del súper, cosa que en teoría es más rápido.
Yo las odio.
Porque me obligan a comportarme como un robot.
El problema es que la máquina de autoservicio espera y exige que todo se haga de una forma determinada y precisa. Admite muy poca variación y en cuanto te equivocas te castiga bloqueándose totalmente y requiriendo el auxilio de un ser humano que se pasea entre las máquinas con una tarjeta mágica que sirve para indicarle que sí, que todo está bien, que no pasa nada y puede continuar.
Frustrante.
Acabas aprendiendo, claro. Acabas ejecutando tus movimientos tal y como la máquina espera, en el orden que la máquina quiere que se ejecuten. Acabas siendo un periférico más, como el lector de tarjetas o el escáner. Inexorablemente, con una paciencia infinita, con una determinación absoluta, la caja automática acaba transformándose en un engranaje más.
Tanto es así que al rato te encuentras juzgando a los otros compradores que no tienen tanta experiencia como tú. Los errores de los demás demuestran su incapacidad para determinar el procedimiento correcto. Que requieran de la asistencia de la tarjeta mágica es prueba de un fallo moral fundamental.
Luego te das cuenta de lo que estás pensando y odias a la máquina por hacerte pensar esas cosas. Piensas en fallar deliberadamente, simplemente por rebeldía, pero entonces recuerdas que te retrasarás, que tendrás que sentirte frustrado durante unos minutos y que tendrás que esperar a la tarjeta.
Mi hija tiene otra actitud, completamente diferente. Para ella ejecutar esas tareas es un juego que se le da bien, como cuando serpentea por Slither.io. Es más, al percibir mi frustración, me urge a tener en cuenta los sentimientos de la máquina, a considerar cómo se estará sintiendo ella al tener que mostrar un error. Me dice que tengo que ejecutar las tareas por consideración a la máquina. Debo aprender a ser más paciente, suele concluir.
Para mí, esas maquinitas son una fuente de frustración. Para ella, no son más que otra forma de interaccionar con el mundo, una de las muchas en las que se embarca cada día.
A Henry Ford se le atribuye la cita “Si hubiese preguntado qué querían, me habrían dicho que un caballo más rápido”. En referencia, claro, a sus clientes, a su famoso modelo T y a la producción en serie de automóviles.
Por supuesto, como es habitual en estos casos, Henry Ford nunca dijotal cosa. Sin embargo, la frase por apócrifa que sea (y con todas sus detalles problemáticos) se ha convertido es una especie de grito de batalla, repetido una y otra vez, de la innovación, indicando la necesidad de romper con lo anterior para poder crear algo mejor en lugar de limitarse a mejorar un poco lo que ya hay preguntando a tus clientes. Uno puede intentar crear un caballo más rápido, pero el cambio radical de inventar el automóvil es mucho más conveniente y permite muchos otros usos que no habíamos considerado o eran imposibles. O al menos, esa es la lógica.
Es muy simpático que ahora la “innovación” en el automóvil sea precisamente una mejora de lo que hay, en lugar de lanzarse a dar con una solución nueva. Sí, el coche autónomo tendrá muchas ventajas (posiblemente incluso de seguridad), pero en última instancia ganaremos espacio en los garajes para dejar las calles exactamente como ahora, igual de llenas de vehículos cargando gente de un lado a otro. Mejoraremos algunas cosas para dejar sin tocar uno de los peores problemas de los coches. Y lo que es peor, ni nos planteamos otra posible solución que no pase por cambiar lo que ya tenemos.
Por eso el coche autónomo es, en el fondo, simplemente un caballo más rápido, una versión mejor de lo que ya hay. Es lo que quieren seguir vendiendo los antiguos y nuevos criadores de caballos. Es lo que llamamos “innovación”.
Para muchos de nosotros, Rembrandt no es más que un nombre. Un pintor famoso que siempre se menciona. Algunos reconocerán sus cuadros (unos más, otros menos). En muchos casos, Rembrandt será sobre todo una forma de pintar, un conjunto concreto de rasgos. Rembrandt es, en suma, prácticamente virtual para nosotros. Es una idea, un constructo, que tenemos en la cabeza.
Lo que explica “The Next Rembrandt” (también Too Rembrandt to Fail: Dutch Bank 3D Prints “New” Old Master). Durante 18 meses, un equipo multidisciplinar de ingenieros, científicos, informáticos y expertos en arte enseñaron a un ordenador a pintar un cuadro de Rembrandt. Para ello reunieron una ingente cantidad de datos, analizando todos los cuadros de Rembrandt que pudieron, para que el algoritmo extrajese todos los elemento numéricos relevantes. Separación de los ojos, por ejemplo (“típicos ojos de Rembrandt” dicen en un momento), el tipo de pincelada o la ropa. Luego, el ordenador generó un cuadro, no una simple imagen, porque está impreso en 3D para dar también la sensación de relieve que tendría un cuadro real.
Como dice uno de los responsables del proyecto, el cuadro no es una imitación de Rembrandt aunque el resultado es 100% Rembrandt. En cada paso del proceso, el ordenador tomó la decisión más probable. Por tanto, suena a que es el Rembrandt más genérico posible. De hecho, ya decidieron que el cuadro, guiándose por lo más habitual, sería un retrato de un hombre de raza blanca con pelo facial. Tendría entre 30 y 40 años, iría vestido de oscuro, con collarín y sombrero. Miraría a la derecha.
No tengo mayor problema con la afirmación de que es un Rembrandt. ¿Por qué no iba a serlo? El proceso de generación ya garantiza que cumpla todo lo que el algoritmo (y por tanto las personas que lo diseñaron) considera importante en un cuadro de Rembrandt, que es básicamente como lo juzgaríamos nosotros de tenerlo delante (o en la sardónica versión de Hyperallergic: “Too Rembrandt to Fail”). No decidieron que el ordenador crease, no sé… el cuadro de una lata de sopa en el estilo de Rembrandt, o una vista de los rascacielos de Manhattan como la podría haber visto Rembrandt. No, al contrario, es exactamente lo que esperaríamos ver en un Rembrandt, y así es fundamentalmente como reconocemos las cosas y la colocamos en su casilla.
Otra cosa diferente es preguntarse si ese cuadro es algo que Rembrandt hubiese pintado. Pero la persona que pintó esos cuadros murió hace casi 400 años y nunca sabremos qué decisiones hubiese podido tomar. En momentos distintos de su vida hubiese pintado ese cuadro de formas diferentes, y no sabemos si justo en ese caso hubiese decidido cambiar la pincelada o algún otro elemento. En cualquier caso, si hubiese pintado ese cuadro, ahora sería parte de la base de datos y su aportación adicional habría modificado un poco el resultado creado por el ordenador.
A lo que voy.
En su época, Rembrandt fue una persona, con todos las peculiaridades, manías y arbitrariedades que eso implica. En la nuestra, Rembrandt es una idea y “The Next Rembrandt” parece ajustarse fielmente a ella. No dudo que colgado en una exposición nadie notaría que no lo pintó Rembrandt. También es seguro que no es el cuadro que Rembrandt pintaría de estar vivo ahora, pero no es eso lo que vamos a ver al museo.
Lo que no tengo claro es de que la creatividad de ese cuadro nuevo sea la de Rembrandt, como afirma uno de los responsables. Parece más bien la creatividad de todo un equipo de personas que lograron extraer los hechos salientes (para ellos) de un cierto corpus de obras. Da más bien la impresión de que muchas personas fueron creativas y cedieron parte de esa creatividad al ordenador.
Por tanto, eso de que el ordenador entrará en el terreno de la creatividad cuando empiece a producir arte por sí mismo (acompañado de la muy desconcertante condición: “and artwork that we actually like”) me resulta un poco extraño. ¿Por qué en ese momento y no ahora? Entiendo que el algoritmo es perfectamente definido y conocido, al estar escrito por una serie de personas, pero ¿implica eso que el algoritmo no está siendo creativo? Suena más bien a que como en nuestro caso la creatividad nos parece una caja negra, asumimos que todo lo que podemos explicar deja de ser creativo.
Lo que no parece estar sucediendo es que la máquina esté expresando su propia subjetividad. No está creando arte para sí misma, sino una forma genérica para fácil consumo humano (algo que los seres humanos, añado antes de que nos sintamos superiores a las máquinas, hacemos continuamente y sin que nos remuerda la conciencia). ¿Cómo sería arte creado por máquinas para máquinas? No hablo de obras que se rindiesen a la subjetividad humana sino que al contrario aspirasen a expresar un punto de vista radicalmente alienígena. ¿Cómo sería un Rembrandt realmente mecánico?
Aun así, el ordenador es por el momento más instrumento que creador, pero no dudo que ese segundo papel irá incrementándose con el tiempo. Resulta imposible concebir qué tipo de obras veremos cuando llegue ese momento, pero seguro que será muy interesante e instructivo. Y yo, por mi parte, doy la bienvenida a nuestros nuevos artistas, los ordenadores.
Cuando entró en el corral y vio como el gallo ponía un huevo supo que aquel no sería un buen día.
Poco después, cuando el sol ya casi había surgido definitivamente de detrás del elevado pico cubierto de nieve, oyó a una gallina cantar como si fuese el gallo. Más tarde, vio a un perenquén entrar y salir siete veces, las contó, de su madriguera en una pared vetusta que llevaba allí desde siempre. Mientras trabajaba en el campo, dejando que el camello fuese trazando los surcos, una bandada de cuervos voló sobre su cabeza.
Y así, poco a poco, como suceden estas cosas, fue acumulando más portento: al ir a beber se le cruzó un cojo, escuchó lejano el canto de un peroluís, recordó, finalmente, que antes de despertar había soñado con una boda y que en ayunas había visto una araña.
Por si todo eso fuese poco, además era día trece.
El peso de tanta prueba le reafirmó el profundo convencimiento de que aquel habría de ser un día extraño. Recogió lo útiles de labranza, guardó al camello, entró en casa y se metió en la cama.
Su esposa, María, lo encontró de esa guisa, con la manta hasta el cuello y los ojos fijos en la pared, murmurando algún ensalmo que de niño había aprendido de su madre. “¿Qué te pasa, cristiano?” preguntó ella y Gregorio le contó lo que le había sucedido esa mañana, repasando punto por punto todo el memorial de agravios, y remató el relato con un “me voy a morir hoy” quejumbroso.
María sopesó la cuestión durante unos momentos. Bien era cierto que Gregorio, como ya había anotado el día de la boda cuando uno por uno todos sus familiares se lo susurraron al oído, tenía las orejas pequeñas y eso evidenciaba una muerte pronta. También era cierto que los acontecimientos de la mañana que había relatado eran preocupantes. No tanto cada uno de ellos, ya que individualmente podían ser producto de la simple mala suerte, sino por su insistente cadencia, su machacona terquedad en manifestarse una y otra vez. Cuando el mundo quiere decirte algo puede que sea sutil, pero siempre es insistente.
Sin embargo, porque María era ante todo una mujer práctica que se tomaba los mensajes del más allá muy en serio pero prefería tener los pies pisando bien el más acá, era preciso asegurarse.
Su primer paso fue llamar a una sobrina suya que acababa de parir un hermoso nano. No fue complicado, porque el suyo era uno de los pueblos más pequeños de la Isla de los Perros y prácticamente le bastó acercarse a la puerta, dar unas voces y dejar que los vecinos fuesen transmitiendo el mensaje. Al poco la joven se presentó en casa y pudieron dar comienzo presto a la prueba. Tras casi nada de espera pudieron obtener un vaso con la orina del presunto moribundo y en ella vertieron unas gotas de la leche de la nueva madre.
Las dos mujeres, una más preocupada que la otra y la otra sobre todo dejándose llevar por la novelería y deseando escapar un poco de casa, observaron atentamente el líquido durante unas horas (con alguna salida ocasional para dar usos más normales a la leche). Pero la espera no les valió de nada: estaba claro que la leche se negaba a cuajar.
Mala señal, mala señal.
Las mujeres, algo desesperadas y también un poco envalentonadas, optaron por otras medidas más drásticas.
El mudo Gregorio seguía con la vista fija en la pared blanca, por lo que no hubo problema en coger el naife y acercarse hasta él sin que sospechase nada. Con jeito, y sin oposición del pobre hombre que parecía totalmente perdido, le hicieron un corte en el pulgar. Procedieron entonces a dejar caer una gota de esa sangre en un vaso de agua.
No sucedió lo que hubiesen querido que sucediese. Horrorizadas, pero ya también resignadas, vieron a la gota de agua disolverse en la superficie, en lugar de descender segura hasta el fondo. Constataron así lo temido: todo apuntaba a que Gregorio moriría ese mismo día.
A estas alturas, como era de esperar, el pueblo de goleores ya se había arremolinado alrededor de la puerta de Gregorio y María. No a todos les movía el morbo y las ganas de presenciar las novedades, escasas en el pueblo. Algunos eran amigos de siempre de Gregorio y se habían acercado sinceramente preocupados. Estaba allí Pedrín el Pintarrojas, por ejemplo, que había venido acompañado de unas sardinas a modo de presente. También se había acercado Pancho el del Pescao, quien, curiosamente, no tenía nada que ver con la pesca y ejercía la profesión de zapatero remendón. Pepe el del Alpiste sí que se dedicaba al cuidado de pájaros, que teñía de vivos colores para vender como aves exóticas a los adinerados de la capital, y también se había interesado por la situación.
En cualquier caso, es fácil imaginar que allí todos ofrecían sus remedios y posibles soluciones. Cada uno seguía su tradición, la de su pueblo, la de su iglesia o simplemente lo que fuese que hubiesen aprendido de sus padres en aquellos momentos en los que la enfermedad o el descuido exigía los cuidados de los progenitores. Todos estaban de acuerdo en que era una oportunidad única eso de estar sobre aviso, porque se tenía la opción de aplicar remedios que serían imposibles si la situación se hubiese desarrollado de improviso.
María no acababa de creer que nada de aquello sirviese de algo. Pero en vista de que Gregorio seguía en la atenta contemplación de la pared encalada y no parecía dispuesto a ocuparse de la situación, ella estaba más que dispuesta a ejercer el mando e ir moviendo todos los hilos.
Primero trajeron a un animal a la casa, con la idea de intentar confundir a la muerte y lograr que ésta, debidamente desorientada, se llevase a una bestia en lugar de la otra. Ataron al perro, pues se trataba de un perro, a la pata de la cama y allí lo dejaron sentado. El perro, que no acababa de entender demasiado bien que hacía allí, se puso a dar vueltas a la pata de la cama hasta que las cuerda con que le habían atado estuvo completamente enrollada, y al pobre animal no le quedó más remedio que acomodarse con la cabeza algo inclinada porque ni desenrollarse sabía.
Como segunda medida, alguien propuso volver a orientar la cama, porque todos sabían, o eso dijo el origen de la idea, que la muerte sólo te lleva si se coloca en la cabecera, mientras que si se sitúa a los pies no tienes nada que temer. Demuestra la confusión de la situación el que les llevase varios minutos de esfuerzos de varios hombres y mujeres empujando cada uno la cama de un lado al otro el comprender que daba un poco igual dónde caía el cabecero o no. Allí donde estuviese, estaría, y la muerte no tendría problemas en dar con él.
La tercera medida fue muy bien recibida. Se trataba nuevamente de un engaño, pero en esta ocasión de tipo más festivo. Se juntaron los que pudieron en el chaplón de la casa, encendieron una fogalera justo enfrente, se trajo vino, queso de cabra, pan y chorizo de Teror. No había ninguna obra, pero pronto empezaron los cantos y la noche se llenó de folías y canciones de viejos y viejas.
El propósito de la operación era doble. Por un lado, hacer creer a la muerte que allí donde la gente estaba tan animada era imposible que se estuviese muriendo nadie. Por otra parte, si se producía lo peor, la parte del velatorio dedicada a honrar al difunto ya estaría en marcha.
A todo esto, Gregorio seguía oculto en la cama. Como de vez en cuando se le acercaba alguien a preguntarle “¿Me conoces Gregorito?” y oía también la fiesta del exterior, no podía evitar sentir que por algún salto extraño del tiempo se encontraba ya en Carnavales. Pero no había mascaritas y tampoco vientres hinchados de pescado. No, debía ser por él. Sí, por él.
María se le acercó y le dio un beso en la frente.
Pasadas unas horas, mientras los timples rasgaban la noche y las alegres plañideras se turnaban para entonar las rimas correspondientes, Gregorio murió, todavía mirando a la pared, apenas exhalando su suspiro. Nadie vio entrar o salir a la muerte, porque siempre va oculta e invisible.
Poco después dieron las doce de la noche.
No fue, sin embargo, una transición tan brusca como podría suponerse. Al extraño día de Gregorio le quedaban todavía sorpresas, siendo una de ellas encontrarse en su cuarto, mirándose a él mismo en la cama, ya muerto. En realidad, razonó Gregorio, sigue habiendo sólo uno de nosotros. El otro ya está muerto y por tanto ya ha dejado de existir. Yo debo ser su espíritu o fantasma, y por tanto con legítimo derecho a identificarme como Gregorio.
Aunque estaba claro que tal reafirmación de su yo no iba a servirle de mucho, porque evidentemente nadie podía verle. En cuanto comprobaron su muerte, la fiesta cambió de carácter y Gregorio se encontró rodeado, atravesado y en general arrempujado de gente que se dedicaba ahora a preparar un entierro.
Desde la posición de tranquilidad que le daba el haber pasado a mejor vida, vio como pedían un ataúd, cómo preparaban su cuerpo, cómo llamaban al sacerdote (cosa que, pensó, ya podrían haber hecho cuando todavía le quedaba vida terrenal). También se pusieron a decidir quién cargaría con el féretro y en qué tartana lo llevarían. Pancho se ofreció a usar su camión. Pero al final optaron por cargarlo entre varios amigos e ir a pie. En el caso de Pepe, que siempre iba cambado y por tanto escorado ligeramente a la derecha, decidieron que portaría la parte menos complicada del féretro.
Y así, poco a poco, lo decidieron todo. Un ajetreo tranquilo, le pareció a Gregorio, un apresurarse por algo que bien podía esperar unas horas. Sucedía todo con precisión de reloj, sin mayores problemas y sin dificultades que la buena voluntad no pudiese resolver. Comprobó aliviado que sus amigos, vecinos, familiares y demás implicados habían decidido sin realmente hablarlo que María no se ocupase de nada, que la viuda nueva se limitase a soportar el dolor sin tener encima que ocuparse de la intendencia.
De tal forma pasó Gregorio su primera noche en ese lugar incierto entre la vida y la muerte.
Guayota, el demonio, era un perro enorme de largo pelaje negro como la noche, como la tinta más oscura, como el corazón de un asesino o como cualquier otro símil que le venga uno a la miente. Vivía Guayota en lo más alto del volcán Echeyde, que dominaba por completo el centro de la isla. Es más, podría decirse que el Echeyde y la isla eran uno y sólo uno. La boca del volcán era la entrada directa al infierno, pero a Guayota ya no le gustaba tanto después de aquel desafortunado incidente que le había dejado atrapado durante siglos en el interior del volcán. No, ahora Guayota prefería estar fuera, correr con los tibicenas o sentarse en la nieve. Aunque en realidad, de lo que más disfrutaba Guayota era de seguir a los neveros, en su obstinada labor de trepar hasta allá arriba, recoger nieve y llevarle de nuevo a los pueblos para darle el uso adecuado. A Guayota toda la operación se le antojaba pintada de claros ecos de Sísifo. Tanto esfuerzo para recoger nieve que luego acabaría en una caja para conservar alimentos unos días. Nieve que finalmente se fundiría y habría que reponer, iniciando nuevamente el ciclo. Los humanos eran, le parecía, seres extraños, embarcados en extraños rituales. Quizá fuese su corta vida, pensaba, ya que siendo él inmortal todos los aspectos de la existencia le resultaban razonablemente similares.
Pero hoy había trabajo.
Se había producido una muerte en un pueblo de la isla. Era preciso ir a comprobar si el difunto merecería el infierno. Le resultaba un poco extraño que les cosas fuesen así. Igualmente podría otro ente supraterrenal haberse ocupado de decidir si el difunto merecía otra cosa, y en el caso de ser material de infierno enviárselo a él. Pero no, el infierno era la opción inicial. Quizá tal organización fuese un juicio sobre el carácter último de la humanidad.
Daba igual.
Guayota comenzó a correr Echeyde abajo. Su forma negra se movía rauda sobre la nieve, tan oscura sobre el blanco que parecía más bien una mancha de tinta que fuese rodando por un papel que sin embargo no lograba manchar. Guayota sintió el frío en la cara, pero estaba más que acostumbrado. Algunos tibicenas, canes menores de la Isla de los Perros, le siguieron juguetones durante parte del trayecto. Sin embargo, se detuvieron en cuanto la montaña perdió la nieve y dio paso a una vegetación más normal. Pero Guayota siguió su camino.
Recorrió senderos polvorientos, con el paisaje oscilando rápidamente entre el rigor del volcán y la suavidad del bosque verde de plantas suculentas. Podría haber ido más rápido, pero a Guayota en realidad no le molestaban estos paseos. Le gustaba la distracción, le gustaba pasearse por entre los humanos, le gustaba mirar las almas de los difuntos y, ocasionalmente, le gustaba cargar con alguno de vuelta al Echeyde. Ahora que lo pensaba, quizá por esa razón éste era su trabajo.
Entro en el pueblo a eso de las once, justo cuando partía el cortejo fúnebre de la casa. Habían sido muy rápidos. Guayota se mantuvo inicialmente a distancia, observando. Las ropas eran tan pobres, los semblantes tan serios y adustos. Sin embargo, Guayota sabía que luego se dedicarían a beber y a celebrar la vida del difunto. Más tarde dormirían, porque el dolor persiste, pero la carne es débil y no puede sostenerlo continuamente. Con el tiempo, el muerto se convertiría en leyenda, y en las tabernas y bares, con un vaso de aguardiente en las manos, contarían aquella vez que el muerto perdió al camello o cuando presa de una borrachera acabó dormido entre aulagas. Su vida se convertiría en fábula.
Habían llegado a medio camino del camposanto cuando Guayota se acercó al fin. Se movió por entre los presentes, su enorme forma deslizándose casi sin problemas por entre las piernas. Todos le veían, porque, por supuesto, no era invisible, pero todos hacían como que no le veían, porque eran precavidos. Guayota era el mal, el demonio, y hay cosas que es mejor hacer como que no están. No es que el enorme perro lanudo y negro tuviese nada contra ellos. Cumplía su función, nada más, y para él mal y bien eran categorías arbitrarías. Le había tocado una como podría haberle tocado otra.
Vio a la viuda, toda vestida de negro de arriba a abajo. Contenía las lágrimas, quizá porque ya había llorado más que suficiente, y miraba al infinito. Caminaba a pasos lentos, apoyándose en los brazos de sus cuñadas, también vestidas de negro. El féretro iba detrás, cargado con más o menos cuidado. El muerto pesaba poco, estaba claro, y aquello era como enterrar una sardina.
Y allí estaba el difunto. Una fantasma, un alma perdida en un mundo que ya no era suyo. Guayota lo miró de arriba a abajo. Todos le vieron mirarle, aunque no pudiesen ver al muerto. La forma en que el perro movía la cabeza, cómo desplazaba las patas. Estaba claro que juzgaba, que sopesaba acciones y vidas. Guayota en la cabeza llevaba una balanza.
Gregorio miró a Guayota a los ojos. No le tenía miedo. De hecho, sentía algo de curiosidad. Mientras se movían en sincronía, todavía avanzando a la sepultura que ya estaba cavada, se preguntó qué estaría viendo Guayota. ¿Qué había hecho en su vida que mereciese tal examen? ¿Hasta qué fibra de su ser estaría analizando el demonio?
Se detuvieron. Dejaron el féretro en el suelo.
El sacerdote empezó a hablar. Una referencia a Achamán fue lo último que escuchó Guayota al darse la vuelta y alejarse de allí. Aquel hombre no era suyo y por tanto nada tenía que hacer allí.
Ya al atardecer, María durmió al fin un poco, acompañada por una de sus sobrinas. Habían traído mucha comida a la casa, para que se alimentase bien durante los siguientes días. Luego, ya se pondrían a pensar en qué hacer con su vida. ¿Irse a vivir con otro familiar? ¿Seguir en aquella casa? ¿Buscar ayuda para le huerto? ¿Venderlo todo? Eran preguntas que pertenecían al futuro. Pero sin haber tenido nunca hijos tampoco es que abundasen las opciones.
Gregorio seguía allí, observando, le parecía que por última vez, la casa en la que había vivido durante tanto años. La había levantado él mismo, con ayuda de sus amigos, bloque a bloque. La habían encalado entre todos. Esa cocina de leña la había instalado él mismo.
Miró la llama del candil, agitándose, viva. Sintió cierto miedo a la soledad, el temor a no saber qué podría hacer a partir de ahora. Miró atentamente a una de las vigas. Estaba algo agujereada.
“Hay caruncho. Habrá que poner gasoil”, dijo una voz que le tomó por sorpresa. Se giró. Era María, claro, que se había levantado. La sobrina corrió de inmediato a la cocina a calentar algo de guiso. Lo sirvió todo en un plato sencillo, con unos cubiertop y lo colocó en la pequeña mesa de madera. La cocina no era muy grande y apenas había espacio para dos personas y el fantasma.
María se sentó a la mesa, para comer, mientras le miraba como si pudiese verle. También como si se preguntase qué hacía todavía allí. Tenía razón. Los asuntos de los vivos ya no eran los suyos. Gregorio dijo “te quiero”, aunque no supo si la mujer le oyó, y se giró hacia la puerta. Miró el fechillo que estaba pasado. Recordó que era una limitación que ya no le afectaba. Salió.
Cruzó el malpaís. Extrañamente, las piedras volcánicas no le herían lo pies. Comprendió una vez más que al estar muerto, lo elementos del mundo terrenal no le afectaban.
Durante su errancia sin rumbo a la intemperie, la noche fue cediendo ante el día. Ya empezaba a clarear el horizonte. Llegó a la playa, rocosa, agreste, donde las olas pegaban con tal fuerza que levantaban enormes muros de espuma. Se sentó, escuchado el retumbar continuo de la masa de agua estrellándose.
Contempló atentamente las olas. Los dinde, esos pequeños seres alegres, se entretenían ya jugando con las olas, atravesando la espuma, dejándose atrapar por el agua. Eran, al igual que él, seres de otro plano. Comprendió que ahora él era personaje de leyenda, de mitología, que su lugar en el orden de las cosas había cambiado radicalmente.
Y comprendió que eso tampoco tenía nada de malo. Había dejado atrás una forma de vida. Ahora se iniciaba otra.
Como siempre pasaba con los seres mortales.
El sol salió definitivamente y su luz iluminó por completo la costa de piedras negras. Gregorio lo miró directamente porque una de las ventajas de su situación actual era que la potencia de la luz ya no le hacía daño. Miró de nuevo a los dindes, con su alegría natural, sus pequeños cuerpecitos disfrutando del simple placer de la naturaleza. Él debería hacer lo mismo. Se puso en pie para entrar en el agua.
Hace un tiempo alguien acuñó la idea del Borg Complex, para referirse a aquellas declaraciones que se limitan a decir, o a dar por supuesto, que toda resistencia a la tecnología es inútil. Es habitualmente, aunque no siempre siendo a veces una retórica para vender más, una filosofía derrotista que viene a decir que el ser humano está sujeto a fuerzas tecnológicas que no puede controlar.
Hoy me he encontrado un ejemplo en La cara ya es algo más que el espejo del alma, que trata sobre una empresa de reconocimiento facial. Enfrentados al hecho de que esa tecnología haría evaporarse toda posible intimidad en cuanto uno esté mínimamente cerca de una cámara, uno de los dueños de la empresa dice:
Según la filosofía de Kabakov, una persona hoy en día tiene que aceptar que va a vivir permanentemente rodeada de tecnología, que se dispone de datos en tiempo real de sus movimientos e intereses, y que eso es algo que no se puede detener de ninguna manera, lo que obliga a intentar mantener ese progreso tecnológico como un desarrollo lo más abierto y transparente posible.
Obsérvese el “algo que no se puede detener de ninguna manera”. Borg Complex en todo su esplendor.
Obra del artista digital Tobias Gremmler, muestra distintas “visiones” del kung fu empleando captura de movimiento. El proceso de abstraer y aislar los movimientos permite generar estas fascinantes animaciones.
Es un ejemplo espectacular del uso del cómic para contar. Cielos de bambú: los hombres araña que construyeron Hong Kong – Yorokobu, obra de Marcus Hurst y Juan Díaz Faes, cuenta el impacto del bambú, por sus asombrosas propiedades, en el desarrollo urbanístico de Hong Kong. Ya es fascinante de por sí esa confluencia de edificios modernos y técnicas milenarias.
Pero también es fascinante que el cómic sea una serie de gifs, demostrando un inteligente uso de la animación.
Hace ya unos años usábamos el término The Pila para hablar del montón de libros sin leer que cualquier lector mínimamente compulsivo tiene por ahí (otro ejemplo, The Pila Reordered).
La verdad es que el vicio de comprar libros e ir acumulándolos (hasta el día que comprendes con asombro que varias vidas no darían para leer todos los que tienes) es una forma bien curiosa de síndrome de Diógenes. Es como si de pequeños hubiésemos pasado muchas penalidades y jamás nadie nos comprase libros. Lo que en mi caso es totalmente falso: no recuerdo ni una sola ocasión en la que mis padres se negasen a comprarme el libro que quería.
Pero a lo que iba. Acabo de descubrir que el término en japonés para ese estado es tsundoku que suena, francamente, mucho mejor que The Pila. Si el francés es el lenguaje del amor, el japonés parece ser la lengua ideal para describir el rango completo de comportamientos humanos. Bibliomanía no suena ni la mitad de bien.
Mejor todavía, parece que tsundoku es además un juego de palabras. Traduzco:
El término se remonta a los comienzo del Japón moderno, la era Meiji (1868–1912), y se originó en un juego de palabras. Tsundoku, cuyo significado literal es pila de lectura, se escribe como 積ん読 en japonés. Tsunde oku significa dejar que algo se acumule y se escribe 積んでおく. En algún momento del cambio de siglo, a algún gracioso se le ocurrió cambiar ese oku (おく) de tsunde oku por doku (読), que significa leer. Dado que es difícil pronunciar tsunde doku, el término acabó contraído para dar tsundoku.
Sé lo que estás pensando, pero no, el dominio tsundoku.com ya está pillado. Cierto, sería ideal para un blog sobre libros. Por otra parte, tsundoku.expert me describe perfectamente y posiblemente a ti también.
El número 1 efectivamente es un poco así, más que nada porque yo leo mucho en mi iPhone e iPad (el iPad vive permanentemente junto a la cama y es mi lector electrónico). Y en cualquier caso, a estas alturas del siglo XXI decirte que tires el móvil al océano es como decirte que mandes tu hígado a la basura. Aunque pudieses, probablemente no sobrevivieses.
Pero la 4 y la 5 son las más importantes. Efectivamente, hay que hacer tiempo para leer, como haces tiempo para cualquier otra actividad que consideras importante.
Y en cuanto a la 4. Si no es por alguna obligación académica o laboral, ¿para qué querrías leer un libro que no te está gustando? Si te parece malo de verdad, tirarlo a la basura es siempre una opción. Regalarlo no. Piénsalo: seguro que jamás se te ocurriría [regalar fruta podrida](fruta podrida site:pjorge.com – Google Search).