Hace poco leí a alguien decir “no puedo evitar ser racional”. No sólo me pareció una afirmación errónea, sino además un falsedad que sólo podía defender alguien que se creyese racional. Ese error de razonamiento debe tener muchos nombres, pero yo la llamo “la paradoja del escéptico”: creerte racional puede impedirte serlo.
En realidad, ser racional requiere mucho esfuerzo. Tanto, que pensar racionalmente es algo que no podemos hacer durante largos periodos de tiempo o en todas las circunstancias. Para ahorrar esfuerzo, la mente humana emplea todo tipo de atajos cognitivos que quizá nos sean útiles en muchas ocasiones, pero que cuando fallan degeneran en las famosas falacias de razonamiento, en esos sesgos cognitivos que no hacen equivocarnos al intentar razonar.
Por desgracia, nos cuesta trabajo saber cuándo nosotros mismos caemos en nuestro errores de razonamiento. Por tanto, reflexiones que nos parecen puro resultado de la razón pueden acabar siendo simples racionalizaciones. De eso habla Razib Khan en su The perils of “reason”, donde expone muchos de los problemas de la razón en cuanto la aplicamos a campos que no son totalmente rigurosos. Como indica, en nuestra vida diaria la razón está sometida a todo tipo de vaivenes y contratiempos. Por ejemplo, la necesidad de seguir al grupo puede pesar más que la validez de los argumentos.
Otro factor importante es que cuando razonamos en la vida diaria tendemos a no hacer explícitas todas nuestras suposiciones de partida, creencias propias cuyo origen no tenemos claro pero que tratamos como si fuesen verdades evidentes. La ceguera ante nuestras suposiciones, conscientes o inconscientes, nos impide examinar nuestros argumentos con todo el rigor deseable.
En conclusión, si bien la razón es una gran instrumento, rara vez la podemos aplicar en toda su extensión, simplemente porque no tenemos recursos suficientes para hacerlo. Si tuviésemos que examinar todo aquello que decimos, no haríamos nada más a lo largo del día. Por esa razón acabamos aceptando los que nos dicen otras personas (expertos, conocidos, amigos), confiando en que ellas sí habrán pensado al menos la parte que les toca (por eso vamos al médico).
Pero la paradoja a la que me refería al principio es un poco más insidiosa. Consiste en usar tu propia racionalidad como punto de partida del razonamiento. En lugar de analizar nuestras opiniones o afirmaciones para determinar si son realmente producto de argumentos sólidos, partimos del hecho de que somos racionales (verdad que a nosotros nos parece evidente) para concluir que nuestras opiniones son producto de la razón. Yo soy racional, yo pienso X, luego es racional pensar X.
Como se puede apreciar, no es más que otro atajo, un sesgo cognitivo más, una forma de ir más rápido y no invertir más esfuerzo del necesario. La suposición no demostrada (la creencia de que somos racionales) puede llevarnos a conclusiones muy alejadas de la verdad. Puede hacernos no prestar atención a otros argumentos y puntos de vista, hacernos no escuchar las quejas de las demás porque consideramos que nuestra racionalidad está fuera de toda duda y ya hemos alcanzado la posición correcta.
Es muy difícil eliminar los sesgos cognitivos. Como muchos, podemos reducir su impacto o hacerlos desaparecer en dominios muy específicos. Ahí la razón es la mejor herramienta. Pero si aspiramos a razonar cada vez mejor, debe llegar un momento en el que dudemos de nuestro propio uso de la razón.