Constantinopla 1453: El último gran asedio, de Roger Crowley

Una ciudad a caballo entre dos continentes, dos religiones, dos culturas. Su caída marcó el mundo. Eso es lo que cuenta Roger Crowley en «Constantinopla 1453: El último gran asedio»

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TRANSCRIPCIÓN

Hola. Una ciudad milenaria a caballo entre dos mundos, dos religiones, dos formas de concebir la sociedad. Una ciudad codiciada por todos y cuya caída marcó un final y un renacimiento. Es «Constantinopla 1453: El último gran asedio», de Roger Crowley.

Lo publica la editorial Ático de los libros con traducción de Joan Eloi Roca.

No, ya no podemos volver a Constantinopla.

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Me encanta este libro. Me gustó mucho cuando lo leí por primera vez hace unos años. Y me ha vuelto a encantar en esta nueva lectura.

Pero antes de seguir… gracias a Ático de los libros por enviarme el ejemplar para reseñar. Pero como digo siempre, el libro es de la editorial, pero las opiniones y comentarios son exclusivamente míos.

«Constantinopla 1453: El último gran asedio» es un libro ágil, informativo, fascinante, muy bien contado, que no deja un momento de pausa y que sabe abrirse más allá de los límites del conflicto que cuenta. Reflexiona sobre cambios tecnológicos y políticos, sobre las transformaciones de las poblaciones y de las culturas, sobre organizaciones y jerarquías.

En el centro, claro, la ciudad de Constantinopla. Constantinopla, la nueva capital del Imperio Romano, en su momento la ciudad más grande y rica del mundo, una ciudad que exhibía su poder ante todos. Constantinopla justo en la confluencia de dos continentes, rodeada por mar en tres de sus lados, y protegida en el otro por una impresionante muralla que la había defendido durante mil años. Constantinopla, el último representante del cristianismo en territorio del islam.

Ciudad saqueada en 1204 por la cuarta cruzada, convertida en una mísera sombra de lo que fue, capital de un imperio cada vez más reducido. Pero aún así, todo un símbolo, la heredera de Roma, el recordatorio de una época que ya no existía. Quien poseyese Constantinopla poseería el mundo. Razón por la que la ciudad estaba acostumbrada a ser asediada periódicamente. Una ciudad con ahora una población tan reducida que algunos de sus barrios, tras las murallas, eran a todos los efectos pueblos separados.

Y así fue como el joven sultán Mehmed II, con solo veintiún años y acompañado de un descomunal ejército, se plantó ante ella el mes de abril de 1453, en lo que sería el último asedio contra la ciudad. 53 días después, Constantinopla caía bajo el poder del Imperio Otomano.

Roger Crowley cuenta toda esta historia con un estilo asombrosamente vívido, pasando de un acontecimiento a otro con ritmo perfecto, manteniéndote interesado mientras baraja múltiples versiones de un mismo detalle (las crónicas son dispersas y en ocasiones contradictorias) para hacerte sentir como si realmente estuvieses allí. De la política de la Europa cristiana pasa hábilmente a un detalle personal e íntimo para luego darnos una muestra del genio organizativo del sultán o del enorme ingenio defensivo de la bizantinos.

A mí en el colegio me contaron la caída de Constantinopla como el inicio del Renacimiento. Por supuesto no es así, y esos procesos históricos rara vez dependen de una única causa. Pero si es cierto, como este libro deja muy claro, que ese hecho en concreto es tremendamente simbólico de un mundo que ya estaba cambiando y de equilibrios que ya se estaban desplazando. Vamos, si hasta hay una canción.

Por ejemplo, los ejércitos en sí.

Hoy tenemos una imagen muy en blanco y negro. Pero esos dos ejércitos eran mucho más multiculturales de lo que podría pensarse. Había muchos cristianos en el bando musulmán, y musulmanes en el bando cristiano. Por otra parte, era una batalla medieval, y el grado de brutal violencia es el de una batalla medieval. Sin embargo, el grado de organización y ejecución era impresionante. El ejército otomano requería de los recursos de todo un imperio, moviendo materiales de un lado a otro para preparar el asedio.

Las naciones europeas, por su parte, eran ya más cercanas a nosotros de lo que podrían pensarse. Estaban más preocupadas de sus intereses comerciales que de cualquier otra cosa y también de su propia seguridad inmediata, recelando sobre todo unas de las otras (enemistades, por cierto, que se repetían en la propia ciudad de Constantinopla). La religión, dejando de lado el tema de la unión de las iglesias, parecía una cuestión secundaria. Como dice el autor, eran naciones ya demasiado seculares. La diplomacia, que para muchos era cuestión de vida o muerte, es una constante en esta historia.

De hecho, los genoveses tenían todo un asentamiento, Gálata, frente a Constantinopla, supuestamente neutral. Una neutralidad más bien imperfecta.

Pero a mí personalmente lo que me fascina de este libro es que cuenta una historia que más allá de su enormidad geopolítica y humana es también tremendamente tecnológica.

La triple muralla de Constantinopla era un primor. Era la defensa perfecta y había protegido a la ciudad hasta ese momento. Pero frente a ella, el ejército otomano se plantó con los mayores cañones de la época, unas impresionantes obras de ingeniería que habían requerido conocimientos de muchas naciones y que exigían un grado de organización impresionante. Se rompían con su uso y debían ser reparados o modificados sobre la marcha. Todo un contingente de especialistas debía desplazarse con ellos.

Esos cañones disparaban proyectiles que oscilaban entre los 90 y los increíbles 700 kilos en el caso del supercañón diseñado por el húngaro Urbano, que ya había ofrecido sus servicios a Constantinopla (que carecía de recursos económicos y materiales). Se estima que la ciudad recibió 5.000 cañonazos, que exigieron 25 toneladas de pólvora. Hay una combinación de guerra antigua y moderna en esta historia. Como todo lo relacionado con la caída de Constantinopla, hay algo de mundo que muere y mundo que nace, algo de periodo de transición. Todos lo que prestaban atención sabían que la ciudad caería en algún momento. Si no hoy, mañana.

Por supuesto, los cañones no fueron el único elementos. Se asediaba, se asaltaba con torres, se cavaban túneles bajo las murallas, se inventaban métodos para localizar esos túneles, se tendía una cadena para cerrar el Cuerno de Oro, las flotas luchaban y los barcos se trasladaban por tierra…

Pero más allá de eso, si consideramos la capacidad de organizarse como una tecnología, una forma de hacer las cosas, este asedio es tremendamente fascinante. A mí me encantan los procedimientos, disfruto muchísimo descubriendo cómo se hacen cosas que parecen sencillas. Y Roger Crowley no defrauda en ese aspectos. Más de una vez durante la lectura, como sin duda me pasó la primera vez, tuve que detenerme para admirar el ingenio que le echaban.

Y en el centro de este libro lo que hay es una ciudad, a la que su autor claramente le tiene mucho cariño. La que fuera Bizancio, luego Constantinopla y que finalmente cambiaría su nombre a Estambul. Pasa eso con las ciudad. Incluso Nueva York se llamaba Nueva Amsterdam.

Fue capital de sucesivos imperios. Pero curiosamente, como indica el propio autor, en cierta forma tuvo que caer para poder renacer. Mehmed la convirtió en una ciudad multicultural, a caballo entre dos continentes, donde convergían innumerables rutas comerciales. Una ciudad mucho más tolerante de lo que era habitual en la época. A pesar de ser un trauma para Occidente, dice el autor:

«La caída también liberó la ciudad del empobrecimiento, el aislamiento y la ruina».

Y añade que los conquistadores:

«Supieron insuflar nueva vida a una ciudad asombrosa y bella, distinta a la Ciudad de Oro cristiana, pero hecha de colores no menos brillantes».

«Constantinopla 1453» es un libro que sabe moverse con agilidad entre las distintas facetas de lo que cuenta, que ofrece una visión amplia del conflicto y de la política de la época, que entra en lo personal cuando es necesario y pasa a lo global cuando hace falta. Una gran lectura.

Y si quieres otro libro sobre una época fascinante y cambios tecnológicos incesantes, entonces te dejo este vídeo sobre «El ojo del observador», los cambios en la forma de ver el mundo en la República Neerlandesa del siglo XVII.

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Gracias y hasta la próxima.