Bajo los cerezos en flor, de Carolina Plou

La fascinante cultura japonesa vista a través de 50 películas. Eso es lo que ofrece Carolina Plou en «Bajo los cerezos en flor». Una aproximación singular y muy interesante. Géneros como jidaigeki, kaiju o el anime.

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TRANSCRIPCIÓN

Hola. ¿Cuánto podemos saber sobre una cultura a partir de lo que ella misma dice o lo que otros dicen? Pues examinándolo con atención, posiblemente mucho. Y con esa idea, Carolina Plou nos invita a acercarnos a Japón y su cultura a través de 50 películas. Es «Bajo los cerezos en flor».

Lo publica Editorial OUC.

Exploremos.

«Bajo los cerezos en flor», es un libro bien curioso. Ocupa un espacio ciertamente imprevisible, colándose en el hueco que hay entre un complejo libro de estudio sobre la cultura japonesa y una simple lista de 50 películas. En ese aspecto es ideal si quieres ir un poco más allá de lo habitual en lo que a cultura japonesa se refiere sin querer empantanarte en un estudio académico o sencillamente si quieres complementar lo que ya sabes.

De hecho, no dudo que «Bajo los cerezos en flor» podrá descubrirte aspectos de Japón y la cultura japonesa que no conocías y bien podría servir como punto de partida para seguir explorando.

Carolina Plou es licenciada en historia del arte especializada en arte japonés, por lo que está más que cualificada para escribir un libro así, aportando análisis y conocimientos. Es más, el libro se cierra con una muy interesante circularidad que da para reflexionar una vez que has terminado de leerlo. Más tarde lo comento.

Como dije antes, no es una simple lista de 50 películas. Hay varias sorpresas. La primera, es que no todas las películas son japonesas. La mayoría lo son, pero también hay americanas, coreanas, españolas… La segunda sorpresa es que las películas no están ordenadas por su año de producción, sino por la época histórica en la que transcurre la acción. La primera película es «Los tres tesoros», que narra el origen del mundo y con él el de Japón, y la última «Akira», que transcurre en el futuro Neo-Tokio.

Las dos sorpresas se desvanecen en cuanto comprendes que la intención del libro es intentar dar una imagen de cómo los japoneses se ven a sí mismos, de cómo ven el mundo más allá de las fronteras de su país y de cómo el resto del mundo los ve a ellos, con los consiguientes cruces e influencias culturales. El orden elegido ayuda además a que cada texto breve, unas tres páginas por película, se apoye en el anterior y pueda proyectarse hacia el futuro.

Y el resultado es excelente.

La autora aprovecha muy bien cada película. En ocasiones comenta la película en sí, a veces el contexto histórico en que se realizó, otras veces la época en la que transcurre, también su importancia fuera de la pantalla o el simple hecho de que la película en sí exista, como sucede en el caso de las coproducciones. Hay muchas grandes películas en la lista, pero también algunas que no lo son tanto pero que sirven para ilustrar algún aspecto que considera fundamental.

Por ejemplo.

«El bárbaro y la geisha» le permite comentar la historia de Japón. «El último samurai» para tratar las tensiones de la era Meiji y la persistencia de estereotipos hasta el siglo XXI. «El rito de amor y de muerte» para contextualizar a Mishima en cierta tradición japonesa. En el caso de «Seven Weeks», destaca los aspectos artísticos y experimentales de la película. El pánico nuclear está representado por «Godzilla, Japón bajo el terror del monstruo», por supuesto, para reaparecer más recientemente en «The Land of Hope». La larga serie de películas de Tora-san comenta los cambios en el paisaje urbano. «Lost in Translation» permite explorar Tokio como un tercer personaje que tiene su propio arco en la película. Y la curiosísima «Thermae Romae» es un llamativo ejemplo de Japón mirando a la antigua Roma desde un aspecto que para nosotros no podría ser más japonés: los baños. El sincretismo japonés en «La balada de Narayama» o el cambio en la percepción de los fantasmas en «Historia de fantasmas de Yotsuya». La relación con Corea con «The Admiral: Roaring Currents». «La princesa Mononoke» propicia un comentario sobre los pueblos antiguos de Japón, mientras que «Kubo y las dos cuerdas» es el ejemplo perfecto de influencia cultural de Japón en Occidente.

Y así sucesivamente, con todas las películas. Aprovechando muy bien el espacio disponible, especialmente considerando que el libro apenas supera las 200 páginas. Ofreciendo muchos apuntes culturales que se van sumando a medida que pasa de una película a otra. Y logra cerrar el libro muy satisfactoriamente comparando el japonismo, la pasión por Japón, del siglo XIX, con el neojaponismo de nuestro presente, desde el punto de vista de las formas artísticas más populares en cada caso.

Personalmente, he aprendido muchas cosas leyendo este libro. Empecé con cierto escepticismo, pero el formato y la calidad de los comentarios me ganaron al final. Así mismo, me quedo con una lista enorme de películas para ver. Unos ejemplos son: «Vida de Oharu, mujer galante», «Hara-kiri», «Scabbard Samurai», «Zatoichi», «La isla de Giovanni», «Los niños de Hiroshima», «El ahorcamiento» o «Despedidas».

Y algún descubrimiento francamente curioso. Como el mediometraje «El cartero de Alpartir», que puedes ver en YouTube. Una joven japonesa decide ingresar en un convento de clausura en España y los habitantes de Alpartir se vuelca en cumplir su sueño. Luego, el cartero del pueblo viaja a Japón a entregar a los padres de la joven las cartas y postales con mensajes de acogida enviadas desde todo el país. Una historia bien curiosa que se dramatiza en ese mediometraje. Como dice Carolina Plou, es una película interesante como reflejo del contexto social en dos países que en ese momento se estaban recuperando económicamente.

¿Pero tú qué piensas? ¿Te parece una buena forma de aproximarse a la cultura de otro país? Deja tus opiniones, comentarios y recomendaciones. Y recuerda, si te interesa ver más vídeos sobre lecturas que valen la pena, ya sabes: suscríbete. Hay un botón por ahí debajo.

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La muerte del comendador (Libro 1), de Haruki Murakami

El regreso de Haruki Murakami a la novela larga: La muerte del comendador (Libro 1). Una apasionante y enigmática historia sobre arte, soledad, responsabilidad personal y pozos en el jardín…

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https://www.youtube.com/watch?v=rew64vQDabI

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Hola. Un mundo extraño, enigmático, irreal, vacío. ¿Un hombre sin rostro que pide que pinten su retrato? ¿Un personaje que sale de un cuadro? ¿Una campanilla que suena en la noche? Tienes suerte, «Matar al comendador» te lleva de regreso al universo de Haruki Murakami, en una reflexión sobre el arte, la responsabilidad, la soledad, el tiempo y la transformación.

La publica Tusquets Editores con traducción de Fernando Cordobés y Yoko Ogihara.

Venga, vamos, que hay pozos por explorar.

Antes de empezar, este es el libro 1 de 2. El siguiente volumen se publicará traducido a principios de 2019. Por tanto, por ahora hay que leerlo como si esto fuese todo y preguntarse qué tipo de libro es y cómo encaja en la obra de Murakami.

Pues bien, «La muerte del comendador» es fascinante, reflexiva, y deliciosamente extraña, con ese punto surrealista que uno nunca sabe por dónde va a salir. Es Murakami en plena forma, explorando muchas de sus constantes y también metiéndose en territorios nuevos. Tras unos primeros capítulos que muestran con maestría la desintegración de un matrimonio, se adentra en una historia de metamorfosis y regeneración. Cubre además una enorme variedad de tema que se entretejen y se reflejan entre sí. Como se entretejen y se reflejan entre sí la mayoría de los personajes. Manifiesta alguno de los tics molestos de Murakami, pero pasan bastante desapercibidos en el conjunto.

No me puedo resistir. Esta es mi oportunidad. Hablemos de todo eso…

Un poquito del argumento.

Un prestigioso pintor de retratos, de 36 años, sin nombre en la historia, se lanza a un vagabundeo por el norte de Japón cuando su mujer anuncia que quiere divorciarse. A pesar de tener un amante, la mujer tomó la decisión por un sueño que tuvo.

Nuestro vagabundo acaba recalando en Odawara, en la casa del que fuera un famoso pintor de pintura tradicional japonesa, Tomohiko Amada, ahora un señor de 92 años ingresado por demencia senil. La casa se la ha prestado un amigo de la facultad de Bella Artes, hijo del famoso pintor. Es una casa llena de discos de ópera en la que destaca poderosamente la ausencia de cualquier cuadro.

Vale, hay un cuadro. Que descubre un día en el desván, envuelto y bien guardado, lejos de la vista de cualquiera. El cuadro se llama «La muerte del comendador».

Si estás familiarizado con Murakami ya habrás pillado algunos elementos habituales. El personaje carece de nombre y es narrador en primera persona de la historia, porque esta es ante todo su historia personal. Lo del personaje sin hombre es algo que Murakami hacía en sus primeras novelas y que recupera en esta.

Pero en japonés hay varias formas de referirse a uno mismo y Murakami usa dos de ellas. En la serie de novelas del Rata, el yo que habla es “boku”, que normalmente se usa para hombres. En «El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas», el narrador se refiere a sí mismo como “watashi”, que es más formal. Y ese “watashi” es el que conecta esta novela con el febril mundo inconsciente de «Un despiadado país de las maravillas».

Pero hay un par de variaciones.

También suele ser habitual que el protagonista de Murakami despierte de una especie de impasse, siendo ese “despertar” el punto de partida que impulsa la trama de la novela. Pero en «La muerte del comendador», al menos en este primer libro, lo que se cuenta es la historia de ese impasse, de ese largo paréntesis que dura 9 meses. Eso es prácticamente lo primero que se nos dice, antes de revelarnos, también desde el principio, que volverá con su mujer. La novela está contando ese angosto desfiladero. Un poco como sucedía en «Tokio Blues», donde ya sabíamos al empezar que el narrador sobreviviría a la historia.

Y elucubra como te apetezca con el hecho de que el proceso lleve nueve meses. Yo no me voy a meter.

También es normal que Murakami arranque con la mayor de las cotidianidades, estableciendo un entorno muy realista antes de saltar a la parte más extraña y fantástica. No aquí. Todo lo que he contado viene después de un breve prólogo donde se plantea un curioso desafío. Una entidad sin rostro le pide al narrador que pinte su retrato. ¿Cómo pintar el retrato de alguien que no tiene rostro? El protagonista tiene la rara habilidad de fijarse continuamente en las caras y recordarlas, para usarlas como puerta de acceso a la subjetividad de cada uno. ¿Pero sin cara…?

El resto de lo que se cuenta es bastante cotidiano, y los elementos más extraños podrían fácilmente interpretarse como alucinaciones o engaños deliberados. Tanto es así que aún sabiendo que no es ese tipo de novela, casi se podría leer como el relato de un desconcertante trastorno psicológico.

El protagonista ha perdido todas las ganas de pintar y pasa el día dando clase y enrollándose con mujeres casadas, más listas que él. También nos cuenta su vida. Nos habla de su hermana, Komichi, que murió a los doce años por un problema de corazón y lo mucho que la vio reflejada en Yozu, su mujer, y luego en una adolescente de trece años que aparece en medio de la novela. Adolescente que podría ser o no ser la hija de Wataru Menshiki, un misterioso millonario que vive solo en una lujosa casa al otro lado del valle. Millonario que es una especie de versión de Gatsby y que un día insiste en que el famoso retratista le pinte a él. A watashi no le apetece nada hacerlo, pero paga muy bien. La única condición es posar para el cuadro, aunque nuestro artista siempre ha trabajado de memoria.

Y está el cuadro del desván.

El cuadro llamado «La muerte del comendador» resulta ser una escena violenta que parece representar la parte de la ópera «Don Giovanni», cuando el protagonista epónimo mata al comendador. Pero trasladada a la era Asuka, allá por el siglo VII. Es un cuadro extraño, porque hay sangre y violencia, y una incongruente cabeza que asome por una trampilla del suelo, cuando a Amada lo que le gustaba eran las escenas tranquilas y armoniosas ambientadas en la historia antigua del país.

Aunque no siempre fue así. De hecho, de 1936 a 1939 vivió en Viena con la intención de dedicarse a la pintura europea. Pero algo sucedió y tuvo que huir de Europa. ¿Perseguido por los nazis? ¿Se involucró en algún grupo de resistencia? Sea como sea, regresó a Japón y reapareció como pintor tradicional.

Curiosamente, watashi empezó pintando abstracto en la facultad, porque era lo que le gustaba. Se puso a pintar retratos porque daba dinero. Y la verdad es que tiene mucho talento para ello, porque sabe pintar lo que hay bajo la piel de las personas, sabe pintar vidas y no rostros. Impulsado por Wataru Menshiki, redescubre su interés por la pintura, pero con un estilo cambiado, diferente, una metamorfosis del anterior. Menos pecuniario, digamos. Menos mueble.

Tampoco es la primera vez que Murakami hace comentarios políticos. «La caza del carnero salvaje» no es más que una larga crítica al pasado bélico de su país y tanto «Baila, baila, baila» como «Al sur de la frontera, al oeste del sol» contienen muchas referencias a todo lo negativo del crecimiento económico de Japón. Pero rara vez se remonta tanto en el tiempo, rara vez lo conecta tan explícitamente con la historia antigua de Japón.

Y rara vez hace referencias tan explícitas a la literatura de su país. Ya he comentado los ecos de «El gran Gatsby», que queda puramente al nivel de lo que lector puede apreciar y la hermana Kamichi está conectada con Alicia. Pero explícitamente se menciona a Ueda Akinari y su libro «Cuentos de lluvia de primavera», y más adelante a Ōgai Mori y su «La familia Abe». Es más, los propios personajes comentan las similitudes entre la historia de Akinari “El lazo de las dos vidas” y lo que está sucediendo en la trama de la novela. Es como si el propio Murakami estuviese reclamando el sitio que le corresponde en la tradición literaria de Japón.

Es más, ese cuento —que es una crítica despiadadamente satírica de la religión— le deja camino para hacer referencias al budismo, sobre todo a una práctica ascética extrema que permitía la momificación en vida para seguir meditando durante la eternidad. E inevitablemente algunos personajes manifiestan rasgos monacales. El misterioso Wataru Menshiki posee el autocontrol que la cultura popular atribuye a un monje zen. Y watashi es un personaje pasivo no porque se esté dejando llevar por la depresión como el boku en «Baila, baila, baila», sino porque ha decidido entregarse al flujo de la existencia y participar en lo que sea que la vida arroje frente a él.

De hecho, Menshiki y watashi se presentan explícitamente como dobles e inversiones uno del otro, hasta el punto de que Menshiki vive en la diagonal de la casa de Tomohiko Amada. Se establece una complicidad entre ellos que no es fruto de entenderse, porque Menshiki prácticamente no cuenta nada de su pasado, sino que nace de una especie de sintonía o predestinación.

El humor de esta novela es divertido y grotesco, en ocasiones combinado con la crítica. No es de extrañar si recuerdas que «Don Giovanni», a pesar de sus tragedias, es una ópera bufa que no vacila en rimar “Plutón” con “bribón”. En el caso de Murakami, uno de los personajes sale del cuadro y lo hace con el mismo tamaño que tiene en la pintura. Solo el protagonista puede verle, detalle que no impide que lo inviten a cenar. Luego ese mismo personaje de un poco más de medio metro explica que se trata de una idea y que haber adoptado otra forma podría haber violado alguna marca registrada. De igual manera, en uno de los momentos más divertidos, el protagonista descubre que sus cuadros, a efectos fiscales, son considerados muebles de oficina.

En última instancia, el gran tema de este libro es la creación artística. No es vano este primer volumen se titula “Una idea hecha realidad”. Un juego más entre la trama y el tema, porque es evidente que en la narración hay ideas manifestándose y que algunas más están llamando a la puerta.

Hubiese sido demasiado fácil haber puesto a un escritor, así que Murakami recurre a un pintor, alguien que también vive a medio camino, que en su proceso de reflexión encuentra una forma de pintar que no es las de una escuela determinada. Es difícil no ver el camino de watashi como el del propio Murakami.

El arte en esta novela, que se aprovecha de la incapacidad para definir la pintura japonesa, no es tanto crear como revelar lo que ya existe, conectar con ese mundo que hay ahí al lado. Ese mundo de ideas estremeciéndose y deseando nacer, ansiando existir. Se da a entender que algunos personajes ya son conscientes de ese mundo y pueden acceder a él, pero al artista solo le queda usar la pluma o el pincel.

El arte es insinuación y metáfora, es dar con conexiones extraña y en cierto modo inexplicables, como las que en la mente de watashi unen a Yozu y a Komichi. El arte es una búsqueda de la verdad que a veces conduce a la soledad. En ocasiones es tropezar con lo siniestro, aunque uno buscase lo armonioso. El arte, al menos en esta novela, es provocar un cambio de perspectiva que lo transforma todo. Es el arte un espejo en el que no sabíamos que podíamos mirarnos.

Pintar es entender. Y watashi es un personaje con ese inefable poder.

El ritmo es ligeramente diferente. Parece un Murakami habitual, pero no lo es. Hay un cambio sutil en la longitud de la escenas, una mesura cuidada, una cadencia buscada deliberadamente, una breve aceleración episódica que dota a la narración de una música particular, un pulso extraño y sutil, como si la novela en sí fuese el fluir que controla la vida de watashi en la casa, esa corriente de acontecimientos en la que se deja flotar.

Es difícil hacer predicciones, pero si el segundo volumen mantiene el nivel de este, no dudo que «La muerte del comendador» pueda pasar a mi ranking personal de las mejores obras de Murakami. Disfruté enormemente de su lectura, mi ejemplar está lleno de post-its con notas y es seguro que la releeré. Si crees que este vídeo ha sido largo, no sabes lo que me he tenido que controlar para que no lo fuese todavía más. La de notas que se me han quedado en el suelo. Son después de todo más de 400 páginas llenas de ideas y temas que darían para muchos análisis.

El narrador innominado es uno de los mejores creados por Murakami y su relación con Wataru Menshiki me encanta. Y eso sin mencionar la presencia fantasmal de Tomohiko Amada y su estremecedor cuadro.

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