Qué duro es ser joven

Leyendo la columna titulada ‘Millennials’: dueños de la nada me vienen a la cabeza dos reflexiones habituales que son así como gordas y también toda una constelación de pequeñas ideas.

Entre las pequeñas ideas, que resulta un poco triste que se dedique tanta inteligencia a escribir un texto así. También que después de tantos siglos no hayamos aprendido que cuando una persona de cierta edad se pone a escribir algo de estilo “es que los jóvenes de hoy”, debería parar inmediatamente e irse a hacer otra cosa, porque el resultado no va a ser bueno. O lo absurdo que resulta que por el simple hecho de haber nacido en un periodo de veinte años el mundo injustamente insista en meter en el mismo saco y tratar de la misma forma a individuos muy diferentes –unos están todavía en el instituto, otros salieron hace una década de la universidad– como si todos participasen de la misma mente colmena.

Parece que inevitablemente la edad trae cierto anquilosamiento que le impide a uno ver más allá y solo te permite recurrir a lo fácil. No me alegra comprobarlo una vez más, porque estoy a punto de cumplir los 50. Pero supongo que no tiene sentido negarlo.

Mi primera reflexión mayor es que debe ser duro ser joven en el mundo moderno. Es decir, todos hemos pasado por eso, y a los jóvenes en todas las épocas se les consideraba peores que las ratas que diseminaban plagas. Se joven es ser blanco, forma cómoda de asignar culpas sin necesidad de pensar o hacer uso de otras facultades cognitivas (y, por supuesto, mucho más seguro que meterse con algún otro grupo más merecedor que podría tener poder o similar). Pero hoy en día la cosa suena todavía peor. El desarrollo de internet y las redes sociales en particular permiten que ese discurso fácil se repita una y otra vez. De mí generación decían lo mismo, pero no tan repetida y machaconamente como se habla de los millennials.

La otra es que debe ser duro levantarse un día y comprobar que el mundo ya no te pertenece. O al menos, ya no te pertenece de la misma forma. El centro, el lugar generador de novedad, es de otros; de otros que encima, en su profunda villanía, no se molestan ni en pedirte permiso primero, haciendo caso omiso de la nobleza de tus canas. De nuevo, nos ha pasado a todos y algunos somos incluso capaces de aceptarlo y disfrutarlo. Pero para muchos, es claramente la última humillación de la realidad, un derrocamiento de una posición absoluta que creían inamovible. Perder el puesto que uno creía merecer por derecho provoca ira, está claro, y esa ira hay que descargarla contra alguien.

Los jóvenes son siempre un blanco fácil de las frustraciones de los adultos.

La naturaleza humana es así, imagino, y supongo que no me sorprende. Lo que me sorprende, y mucho, es que los periódicos sigan insistiendo en publicar ese tipo de textos. Aunque en realidad, quizá es que simplemente conocen bien a su público.