The Imaginary, de A.F. Harrold y Emily Gravett
Rudger es un niño imaginario amigo de una niña real llamada Amanda. Amanda, haciendo uso de una imaginación vivaz y casi infinita, creó a Rudger un día, dentro de su armario. Desde entonces son amigos inseparables, viviendo todo tipo de aventuras en los mundos conjurados por la imaginación de Amanda.
Le viene un poco de familia, porque la propia madre de Amanda tuvo un amigo imaginario —un lanudo perro grande que hablaba— cuando era niña. Por desgracia, ya no lo recuerda, porque hay cosas que no están hechas para los adultos.
Cosas como los compañeros de juegos imaginarios.
En cualquier caso, Amanda es una niña atrevida, deseosa de comerse el mundo, que se lanza a toda empresa como si fuese la más importante. Rudger es digamos su equilibrio. Mucho más tranquilo, dispuesto a seguirla donde sea, siempre disponible para cargar con las culpas.
Todo va bien hasta que un día aparece un misterioso hombre, Mr. Bunting, que para mantener su larga existencia se alimenta de seres imaginario. En concreto, de seres imaginarios que están empezando a desvanecerse porque sus compañeros reales empiezan a olvidarles. Y tras una serie de vicisitudes, Amanda sufre un accidente y de pronto olvida a Rudger, quien se encuentra huyendo de Bunting y a la vez viendo cómo va poco a poco difuminándose.
Comienza así la historia donde nos encontramos a otros muchos seres imaginarios, visitamos el lugar donde viven, exploramos la relación de Mr. Bunting con su propia compañera imaginaria (una niña que parece sacada de una peli de terror japonesa), conocemos las distintas formas que puede adoptar la imaginación de los niños y comprendemos por qué hay seres imaginarios mejor adaptados a un cierto niño.
A.F. Harrold no ha escrito tanto una celebración de la imaginación como un canto a la imaginación infantil y al lugar que ocupa en el desarrollo vital. En este libro, haber imaginado es mucho más importante que poder seguir haciéndolo y en ningún momento se censura a los adultos por no poder ver a los otros seres (que, por cierto, son los suficientemente corpóreos como para poder ejercer cierta influencia física en el mundo). De hecho, si hay un mensaje, sería que aferrarse al mundo infantil, por maravilloso que sea, no es sano. En todo caso, visitarlo ocasionalmente.
Las ilustraciones, de Emily Gravett, son generalmente en blanco y negro, pero usan de forma muy efectiva el color cuando resulta necesario (en ocasiones, las propias páginas pasan del blanco al negro, dependiendo de la necesidad). Esas transiciones reflejan muy bien el mundo de la imaginación infantil (donde todo lo que piensas se manifiesta de forma real) y ayudan enormemente a crear la atmósfera del libro.
Como casi todas las historias por y para niños, hay un elemento de terror. No es que realmente dé miedo, pero sí que la desaparición (o el desvanecimiento) está muy presente. Como la narración cambia el punto de vista de Rudger a Amanda, nos queda la sensación de seres que piensan sobre el mundo, por imaginarios que sean. Cuando un compañero imaginario desaparece, definitivamente sabemos que la niñez ha quedado atrás.
Como deliciosa historia sobre la infancia y la imaginación, The Imaginary es muy recomendable.