Sólo es ficción

Sabemos ya que los amores y desamores de Internet son extremos. Como un amante incapaz de contenerse, pasamos por altibajos emocionales colectivos que en el caso de seres humanos individuales podrían requerir medicación. Me recuerda un poco a aquel momento de Buffy en el que Spike (el vampiro en ese momento sin alma) canta simultáneamente que quiere salvar y matar a la protagonista, cambiando de un deseo al otro sin inmutarse. Internet es un poco así, pero sin el pelo teñido.

Bien, hoy parece que la ha tocado a la asociación FACUA, que hasta hace dos días Twitter elevaba a los altares y proponía para 30 premios Nobel consecutivos. Pero no se les ocurre otra cosa decirle a un fabricante de videojuegos si por favor no le importaría, quizá, hacer un cambio, que lo que sale es ofensivo, en lo que debe ser una de las notas de protesta más amables y elegantes de la historia. Vamos, ni mi abuela me trataba así.

No voy a entrar en los méritos de la petición, porque estoy seguro de que ustedes podrán juzgar por sí mismos si está justificada o no, y además es irrelevante para lo que me ha llamado la atención: la defensa del videojuego usando la excusa “no es más que ficción”. Es una defensa con dos componentes interesantes.

Por un lado, se da a entender que la situación no debería afectarte, en plan “no es más que un chiste”. Yo puedo insultarte todo lo que quiera, decir de ti todas las barbaridades que me parezcan y si luego añado “no es más que un chiste” no debes sentirte dolido. Sirve básicamente para excluir cualquier responsabilidad por lo que yo haya podido decir y poner sobre los hombros del receptor de mis injurias cualquier posible responsabilidad. No es lo que yo haya hecho sino lo que la otra persona haya podido sentir por efecto de mis acciones.

“No es más que ficción” tiene exactamente el mismo efecto y sirve bien para defender cualquier representación de otro grupo por mala, desconsiderada, injusta o nefasta que sea. No es que “No es más que ficción” no sea cierto en algunos casos, sino simplemente digo que no es cierto automáticamente, y se puede usar tanto para defender lo bueno como lo malo, para desentenderse de las responsabilidades insistir en que la persona ofendida no debería haberse sentido así.

El otro aspecto de “No es más que ficción” es dar a entender que la cuestión no tiene la más mínima importancia. Después de todo, qué podría haber menos importante que algo que alguien se ha inventado. Es sólo una película, sólo un videojuego, sólo una novela. Algo trivial. Pero si es tan trivial y tan poco importante, ¿qué importa cambiarlo? Si le puedes decir a alguien “no te enfades, que no es más que ficción”, ¿por qué no vale igualmente “pues cámbialo porque no es más que ficción”? Si no debe ser importante para unos, ¿no debería ser tan poco importante para los otros? Digamos que la importancia no debería ser un valor variable dependiendo de qué lado de la petición estás.

Como decía ayer a propósito de otra cosa, “No es más que ficción” debería más bien ser el resultado de un razonamiento y no el punto de partida. Debería ser la conclusión de un análisis que empezase por “en este caso…”.

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El sueño de la razón

Hace poco leí a alguien decir “no puedo evitar ser racional”. No sólo me pareció una afirmación errónea, sino además un falsedad que sólo podía defender alguien que se creyese racional. Ese error de razonamiento debe tener muchos nombres, pero yo la llamo “la paradoja del escéptico”: creerte racional puede impedirte serlo.

En realidad, ser racional requiere mucho esfuerzo. Tanto, que pensar racionalmente es algo que no podemos hacer durante largos periodos de tiempo o en todas las circunstancias. Para ahorrar esfuerzo, la mente humana emplea todo tipo de atajos cognitivos que quizá nos sean útiles en muchas ocasiones, pero que cuando fallan degeneran en las famosas falacias de razonamiento, en esos sesgos cognitivos que no hacen equivocarnos al intentar razonar.

Por desgracia, nos cuesta trabajo saber cuándo nosotros mismos caemos en nuestro errores de razonamiento. Por tanto, reflexiones que nos parecen puro resultado de la razón pueden acabar siendo simples racionalizaciones. De eso habla Razib Khan en su The perils of “reason”, donde expone muchos de los problemas de la razón en cuanto la aplicamos a campos que no son totalmente rigurosos. Como indica, en nuestra vida diaria la razón está sometida a todo tipo de vaivenes y contratiempos. Por ejemplo, la necesidad de seguir al grupo puede pesar más que la validez de los argumentos.

Otro factor importante es que cuando razonamos en la vida diaria tendemos a no hacer explícitas todas nuestras suposiciones de partida, creencias propias cuyo origen no tenemos claro pero que tratamos como si fuesen verdades evidentes. La ceguera ante nuestras suposiciones, conscientes o inconscientes, nos impide examinar nuestros argumentos con todo el rigor deseable.

En conclusión, si bien la razón es una gran instrumento, rara vez la podemos aplicar en toda su extensión, simplemente porque no tenemos recursos suficientes para hacerlo. Si tuviésemos que examinar todo aquello que decimos, no haríamos nada más a lo largo del día. Por esa razón acabamos aceptando los que nos dicen otras personas (expertos, conocidos, amigos), confiando en que ellas sí habrán pensado al menos la parte que les toca (por eso vamos al médico).

Pero la paradoja a la que me refería al principio es un poco más insidiosa. Consiste en usar tu propia racionalidad como punto de partida del razonamiento. En lugar de analizar nuestras opiniones o afirmaciones para determinar si son realmente producto de argumentos sólidos, partimos del hecho de que somos racionales (verdad que a nosotros nos parece evidente) para concluir que nuestras opiniones son producto de la razón. Yo soy racional, yo pienso X, luego es racional pensar X.

Como se puede apreciar, no es más que otro atajo, un sesgo cognitivo más, una forma de ir más rápido y no invertir más esfuerzo del necesario. La suposición no demostrada (la creencia de que somos racionales) puede llevarnos a conclusiones muy alejadas de la verdad. Puede hacernos no prestar atención a otros argumentos y puntos de vista, hacernos no escuchar las quejas de las demás porque consideramos que nuestra racionalidad está fuera de toda duda y ya hemos alcanzado la posición correcta.

Es muy difícil eliminar los sesgos cognitivos. Como muchos, podemos reducir su impacto o hacerlos desaparecer en dominios muy específicos. Ahí la razón es la mejor herramienta. Pero si aspiramos a razonar cada vez mejor, debe llegar un momento en el que dudemos de nuestro propio uso de la razón.

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El final

Ayer vi de nuevo “The End”, el episodio final de Perdidos. Fue casual: yo me levanté ese día, hice lo normal y me acabé viendo el final de Lost casi sin querer. Pero el hecho coincide con varias discusiones sobre el final de la serie producidas a partir de Prometheus, para dummies que comienza diciendo “Sin rodeos: Perdidos es la mayor y más retorcida estafa de la historia de la televisión” (me gusta el “sin rodeos”, como si alguien se cortase al decirlo. Como si lo habitual fuese: “Sabes, tengo algo que decir, pero no te enfades: quizá el final de la serie no fuese tan bueno”).

Una persona se enfrenta a una obra creyendo que va a encontrar algo en ella. En ese punto la persona y la obra establecen un acuerdo: la persona ofrecerá su atención y la obra proveerá ciertos efectos. Al final de una obra de misterio se descubre satisfactoriamente al asesino. Al final de una space opera el malvado imperio habrá caído. O algo tan simple como que si se plantea un misterio al principio, ese misterio se resuelve al final.

Si la obra no te da lo que creía que debía darte, nada más lógico que sentirse engañado. Nos ha pasado a todos y nos pasará muchas veces.

En este nuevo visionado del episodio me entretuve intentando prestar atención a los detalles que se me hubiesen pasado. Me asombró lo explícito que es Christian Shephard (recordaba que Kate se ríe de ese nombre, como debe ser). El pobre lo cuenta todo tan claro y mira que discutimos. No me había fijado en que a la entrada de la cueva llegan dos riachuelos que se unen como destinos, lo que encaja muy bien con el tema de los gemelos y hermanos. Posteriormente, a ambos lados de la puerta final de la iglesia hay también dos ángeles guardianes. Es además un episodio plagado de referencias a la propia mitología de la serie, a sus elementos más habituales. Supongo que me di cuenta en su día, pero dos años después siguen siendo muy evidentes.

Había olvidado la cantidad de símbolos religiosos que hay en el cuarto donde tienen el ataúd (vacío, porque siempre estuvo vacío, claro). Recordaba la vidriera con todos sus símbolos, pero es que ese cuarto está repleto. Debían tener miedo de que alguien no pillase la idea.

Un gesto tan repetido, alguien bebiendo de una botella de agua, se convierte ahora en la confirmación de que Hugo acepta el papel de protector de la isla. Es Ben el que ofrece la botella (la ceremonia se vio 3 veces en la serie y cada vez el recipiente es más moderno) ejerciendo ya de segundo de a bordo. Hugo es la persona ideal para el puesto porque se niega a aceptarlo.

Poco antes del final hay lo que quiero creer que es una referencia a El prisionero con todo eso de “fuiste un gran número 2. Tú un gran número 1”. En Lost sí que consiguen escapar de la villa (y eso ocurre, como era de esperar, en el último episodio, justo antes del “move on”), aunque el mensaje “let go” está más dirigido a los espectadores que a los personajes.

Pobre Jack. No recordaba por qué es el último. Desmond, antes de bajar a la cueva, le dice algo de ir a un mundo mejor. Jack le responde que no hay atajos. Claro que no. Lo gracioso es que sí hay atajos para los demás. A los otros un breve encuentro les basta para despertar y recordar. El pobre Jack tiene que dar un largo rodeo y recibir múltiples golpes antes de aceptar las cosas. Él fue así desde el principio, el “let go” nunca se le dio bien.

Para mí el momento emotivo del episodio es cuando Locke le dice a Jack que no tiene ningún hijo. Jack se ha creado una realidad demasiado perfecta y es el que más tiene que perder.

Y John Locke sonríe. Eso sí lo recordaba.

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Alice, de Jan Švankmajer

Cuando cambias de medio, una adaptación no por ser más fiel es mejor. Cuando pasas de un libro a una película, como en este caso, pasas de un medio donde las cosas se describen a uno donde las cosas se ven. Pero la descripción para un cerebro humano es algo muy complejo y no es directamente equivalente a “ver”. Se puede describir a un personaje que mide 3 centímetros de alto y hacerlo interaccionar con otros de dos metros en igualdad de condiciones, sin que esa diferencia de tamaño, que conocemos, nos choque. Si hacemos lo mismo en una película, estamos viendo claramente una enorme diferencia de dimensiones y nos empezamos a preguntar cosas como: “¿qué pasa si lo pisan?”, una preocupación que no tiene necesariamente que darse al leer el texto literario.

Si la adaptación o transposición tiene personalidad propia, si hay creatividad artística de por medio, una reinterpretación que bucee en el original y que regrese a la superficie con algo nuevo y adaptado al medio puede dar resultados mucho mejores. Digamos que así acabas teniendo lo mejor de ambos mundos: el original en sí mismo y una variación del original que también aporta algo diferente, que no se limita a seguir más o menos milimétricamente el modelo.

Eso sucede con la Neco z Alenky del Jan Švankmajer. Si bien su versión sigue lejanamente la secuencia de acontecimientos del libro y todo sucede más o menos en el mismo orden, el cineasta checo inyecta continuamente su propia personalidad, el mundo que había desarrollado en sus cortos. De la fantasía paradójica a intelectual de Lewis Carroll pasamos a la fantasía onírica y surrealista de Švankmajer, conservando los elementos más grotescos, pero adaptándolos a su propia sensibilidad artística.

Si Alicia el libro produce cierto vértigo intelectual al ofrecernos personajes que desafían la lógica, Alicia la película produce el vértigo psíquico equivalente al ofrecernos imágenes que desafían nuestra percepción de lo que debe existir legítimamente en el mundo, rompiendo el edicto de los seres permitidos. La Alicia de Carroll habla hasta por los codos, ofreciéndonos un comentario continuo sobre lo que pasa a su alrededor. La Alicia de Švankmajer apenas abre la boca, y cuando lo hace, una voz en off nos dice lo que dice, porque a lo largo de la película vemos lo que sucede en pantalla, pero la reacción de Alicia está narrada. Esta Alicia sobre todo mira con desconcierto, y quizá reconocimiento, el torrente continuo del desasosiego.

La versión de Švankmajer es también mucho más física. Las transformaciones de Alicia son extrañas y terribles, tendiendo a lo monstruoso. Cuando se convierte en muñeca es como si hubiese muerto para luego surgir rompiendo el caparazón. Los personajes con los que se encuentran hace explícito el horror implícito en el libro: animales fabricados con huesos y restos, marionetas de madera antigua, cartas que se cortan de verdad. Incluso la animación “stop motion” ayuda a crear la impresionante aura de irrealidad de la película: los movimientos sincopados refuerzan lo alienígena de esos personajes. Cuando la rata trepa a la cabeza de una Alicia que flota en las aguas y procede a encender un fuego, la escena proyecta mayor sensación de “realidad” grotesca que si se tratase de una rata de verdad. Una rata real puede provocar más o menos asco. La rata de Švankmajer parece que no debería existir.

Digamos que Jan Švankmajer traduce la novela de Carroll, adaptándola a las peculiaridades de su lenguaje personal. Su versión es más claustrofóbica (la acción transcurre casi completamente en el interior de un edificio de laberínticas escaleras que parece a punto de venirse abajo y Alicia entra en el mundo desquiciado a través del cajón de una mesa) y está más centrada en las sensaciones físicas, en los aspectos más “cárnicos” del mundo. Hay trozos de carne que se mueven, Švankmajer se recrea animando objetos cotidianos para dar vida a seres como la oruga, el conejo blanco es un conejo disecado que para salir de su vitrina tiene primero que arrancar los clavos que lo sujetan al suelo. Como muchos de los animales son obra de un taxidermista desquiciado, en varias ocasiones tienen que llenar sus barrigas de la paja que han ido perdiendo por el camino. La singularidad de Alicia la niña es la de ser el único ser humano en toda la película, por lo que su presencia resulta extrañamente sólida, como si dos mundo que deberían estar separados se hubiesen tocado en su persona.

La sensación final es que la Alicia de Švankmajer es y no es la Alicia de Caroll, que no podría ser más cercana a la esencia del libro y a la vez más diferente a las peripecias originales. Es de una fidelidad infiel.

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Del rechazo a la tecnología

El rechazo de la tecnología como un todo es un mito (hay enlaces más adelante). Desde el momento en que el ser humano es un animal que no puede sobrevivir durante mucho tiempo sin alguna forma de tecnología, aunque sea la más simple, el rechazo total es imposible. Somos animales tecnológicos lo queramos o no, y como mucho podemos intentar decidir cómo va a ser nuestra relación con la tecnología, que partes estamos dispuestos a aceptar y qué partes no.

Cosa que a nuestra sociedad no se le da nada bien. Nuestro mundo moderno parece haber aceptado una falsa dicotomía: a un extremo la aceptación casi sin condiciones de cualquier avance tecnológico, al otro, el rechazo total a la tecnología, sin ninguna gradación entre esas opciones. Tanto es así que hemos acabado aceptando también una especie de autonomía tecnológica, como si los avances técnicos fuesen inevitables, como si su extensión no se pudiese controlar de ninguna forma y como si la única reacción posible ante ellos fuese la rendición incondicional.

Tanto hemos asumido ese fatalismo tecnológico que incluso lo usamos como argumento, como si de un principio fundamental se tratase, allí donde ni siquiera debería intervenir, allí donde una discusión de qué es mejor para la sociedad sería mucho más conveniente y fructífera. La supuesta inevitabilidad de las novedades tecnológicas se emplea como justificación para callar cualquier voz crítica. Muchas veces he leído a defensores de la copia de bienes culturales en la red que eso es un proceso puramente tecnológico, algo que ahora se puede hacer y que por tanto es inevitable e insistir en lo contrario es ir contra los tiempos. Me entristece porque es un caso en el que los argumentos del tipo “qué sociedad queremos tener” serían mucho mejores y más fundamentales.

Dado que nuestra relación con la tecnología puede ser totalmente sumisa, me ha fascinado tanto encontrarme con The Tech-Savvy Amish y Amish Hackers sobre la relación de la comunidad Amish con la tecnología moderna. Si lo que sabes sobre los Amish, como es mi caso, es lo que has visto en las películas, te vas a llevar una sorpresa. Lejos de ser personas que rechazan la tecnología, en realidad se trata de comunidades que mantienen una relación continua, compleja y tremendamente reflexiva con los adelantos tecnológicos. Su posición inicial es decir “no” y luego, si procede, evaluar, analizar, probar y con el tiempo comprobar si algún nuevo desarrollo encaja con su forma de vida o no.

Los Amish invierten más tiempo en pensar sobre los avances técnicos del que empleamos nosotros que vivimos totalmente inmersos en ellos. Para nosotros, un cambio tecnológico es casi parte del entorno, algo que sucede como un fenómeno casi natural, como fluyen los ríos o crecen los árboles, mientras que para ellos es un proceso lento y reflexivo de aceptación o rechazo. Mientras nosotros aceptamos la lluvia con resignación, ellos deciden si vale la pena que llueva.

En nuestra sociedad, cualquier propuesta de limitar alguna tecnología es recibida casi automáticamente con acusaciones de neoludismo sin pararnos a pesar qué nos convendría más. Y no deja de ser curioso, porque según What the Luddites Really Fought Against ni siquiera los luditas eran luditas. Ellos también comprendían bien adónde se dirigían ciertos avances y ciertos usos de esos avances, y aspiraban a construir una sociedad mejor: “They confined their attacks to manufacturers who used machines in what they called ‘a fraudulent and deceitful manner’ to get around standard labor practices”. No estaban contra todas las máquinas, y las que aceptaban las sabían usar muy bien.

Quizá hay algo que podríamos aprender de Amish y luditas.

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El discreto encanto de la hipocresía

Nos gusta la hipocresía. Nos gusta, aclaro, en los demás. En los otros la hipocresía nos parece un defecto que cunde, porque si algo nos alegra es la acusación de hipocresía.

Un individuo pasa unos años defendiendo la idea de que es malo robar bancos, que es algo que nadie debería hacer. Un buen día ese mismo individuo va y roba un banco. Por alguna extraña malformación de la lógica humana (que a lo mejor hunde sus raíces en el paleolítico y la necesidad de mantener el tejido social) lo que nos molesta de verdad no es el robo del banco, sino la pasada insistencia en que eso era algo que no se debía hacer. Tanto que en ocasiones parece que la hipocresía supera en gravedad a casi cualquier crimen. Y si no es así, como mínimo todo crimen empeora si hay hipocresía de por medio. “Al menos lo admite” lo consideramos un atenuante.

Posiblemente no sea realmente una malformación de la lógica humana, sino una de esas situaciones donde lo que creemos que debería interesarnos no coincide con lo que realmente nos interesa. Nuestro amor por la acusación de hipocresía probablemente indique que nos interesa más poder depositar la confianza en los demás que los actos que puedan cometer. Es decir, nos importa sobre todo que si el individuo A dice que va a hacer Z, pues cuando llegue el momento de actuar haga efectivamente Z. Tener ciertas garantías de que podemos fiarnos del comportamiento de los demás (aunque sea negativamente: sabemos que él miente) probablemente sea un elementos importante para la supervivencia en condiciones extremas.

Por tanto, descubrir la hipocresías nos hace más precavidos, lo que siempre es conveniente (lo ideal, claro, sería descubrir también nuestras propias hipocresías, pero tal introspección nos resulta casi imposible y rara vez agradecemos que los demás señalen nuestras propias contradicciones). Y como guinda, al lanzar la acusación sentimos ese estremecimiento de placer al haber demostrado, aunque sea momentáneamente, que somos superiores a alguien.

Por desgracia, una vez concluido que alguien no merece nuestra confianza, la repetición de la acusación no nos aporta nada e incluso nos puede impedir ahondar en las causas de los problemas que tenemos y en la búsqueda de soluciones. Nuestra lógica se manifiesta realmente malformada cuando consideramos que la hipocresía es una demostración lógica, una forma de determinar la verdad o falsedad de ciertas posturas, como si la hipocresía fuese un elemento más de una cadena de razonamientos. Por desgracia, eso es un razonamiento falaz. Que el individuo del ejemplo anterior robe no quiere decir que su postura en contra del robo fuese errónea. Su hipocresía nos indica simplemente un fallo personal como ser humano, ya porque no sepa controlar sus impulsos, ya porque es un mentiroso o ya por cualquiera de las muchas razones que influyen en el comportamiento humano y nos hacen actuar de forma contraria a nuestros intereses. Nos indica que no podemos fiarnos del todo, que tenemos razones para sospechar, que todo lo que nos había dicho podría ser falso, pero no es una demostración en sí misma, más bien es, como mucho, el punto de partida de una investigación.

Como vivimos en un mundo que es cada vez más complejo, como nos enfrentamos a problemas de difícil resolución, que exigen mucha paciencia, muchos conocimientos y mucho esfuerzo, haríamos bien en aprender a desconfiar de la acusación de hipocresía. Su encanto nunca desaparecerá, porque efectivamente lanzarla nos resulta muy satisfactorio, pero cuando nos descubrimos repitiéndola deberías ser capaces de parar un momento y reflexionar sobre todo aquello que nuestra fascinación con la hipocresía nos impide ver.

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James Bond

No sé en qué momento comprendí que se habían hecho películas de James Bond antes de que yo naciese y que se seguirían haciendo películas de James Bond después de mi muerte.

Me asombrosa la espectacular longevidad cinematográfica de ese personaje. Es como si fuese un deber de la especie producir cada pocos años una nueva película de lo que a fin de cuentas no es más que un asesino en ocasiones difícil de distinguir de los malos a los que se enfrenta (alguien dijo de él que no era más que un “funcionario del asesinato”, pero está claro que esa descripción pretende ante todo meterse con los funcionarios). Con apenas unos retoques de guión, James Bond podría ser el loco megalómano decidido a conquistar el mundo siguiendo el proceso más alambicado posible, mientras que Drax sería el héroe igualmente decidido a detenerle.

¿Hicimos un pacto con alguna deidad primigenia surgida de las profundidades del océano? ¿La Tierra se salvará mientras siga habiendo nuevas películas de James Bond, como si sacrificásemos cada poco tiempo algo de nuestra cordura? ¿O se trata de todo lo contrario? ¿La sucesión de esas películas tiene como fin adelantar en la medida de lo posible la destrucción del mundo?

No sé. Supongo que al principio eran películas muy baratas de producir y, lo más importante, lograron ejecutar con éxito el cambio de actor. Una vez que queda establecido que el personaje permanece pero el rostro va cambiando, James Bond cobra vida mitológica por sí mismo y el futuro se vuelve libre por completo. Quizá de haber hecho en su momento una jugada similar con Indiana Jones hoy tendríamos ya 20 películas del arqueólogo. En cualquier caso, esa variedad de rostros ha dejado mi parte preferida de la serie: Una Diana Rigg con la que George Lazenby se casa, Sean Connery venga y Roger Moore llora.

Imagino que en el fondo James Bond refleja una estado de permanente paranoia, nuestra convicción de que siempre hay un enemigo extraordinario a las puertas y que por tantos precisamente de un protector igualmente sobrenatural. Eso explicaría por qué James Bond ejecutó tan hábilmente el paso de un entorno de guerra fría, que parecía su lugar natural, y hoy campa a sus anchas por nuestro mundo. En el fondo, James Bond no es muy diferente a Batman con su Joker o a Superman con su Lex Luthor, un superhéroe más, una reflejo de la creencia de que somos fundamentalmente incapaces de resolver nuestros problemas y requerimos de la ayuda de un ser superior. Y tampoco sé de qué me asombro, porque yo soy también el que dice que Sócrates no era más que un 007 de la filosofía y que los sofistas eran su Spectra. James Bond es como una metáfora conveniente, una especie de manifestación del campeón eterno o algo así: si hay un miedo desmesurado e incontrolable, ahí está James Bond para domarlo.

Las películas, como era de esperar, han ido cambiando con el paso del tiempo, ajustándose a la época. Por ejemplo, la primera casi no parece una película de James Bond, aunque contiene buena parte de los elementos. Ahora intentan hacerlas más “realistas”, lo que no significa realmente más realistas sino más bien más grises y con cortes de cámara más rápidos. Si intentasen hacer una película realistas sobre un espía probablemente acabaríamos viendo dos horas de un individuo escuchando conversaciones telefónicas. No, a mí el que me gusta es el James Bond desmesurado, el absurdo, el payaso, el casi surrealista. Me gusta el James Bond que saca a un malo que lanza su mortal bombín o un mercenario con dientes de acero. Me encanta Pierce Brosnan corriendo mientras un tremendo rayo destroza el hielo a su alrededor. Nadie supera a Pierce Brosnan en capacidad para mantenerse serio rodeado del absurdo más completo.

Pero el detalle que realmente me llama la atención de las serie es que sus malos sean casi siempre millonarios. De hecho, si hay una constante en la serie es que James Bond se enfrenta a Ciudadano Kane, a veces literalmente. ¿Por qué los millonarios productores de la serie se empeñan en poner de malo a un individuo con el que ellos mismos podrían coincidir en un cóctel? Por una parte será admitir que intentar conquistar el mundo no es una tarea para pobres (todavía hay clases), que hacen falta unos mínimos recursos y que por tanto un millonario es la persona más indicada. Por otra parte, quizá se trate de una concesión en plan “los ricos tienen mucho dinero, pero si los dejas intentan conquistar el mundo y se revelan como malas personas”. Una puesta al día del clásico “los ricos también lloran”.

José Luis Garci tiene un cuento de ciencia ficción donde hace morir a James Bond, ya retirado, en la luna. Era uno de esos sueños de la intelectualidad de la época, cuando James Bond representaba sobre todo a un bando ideológico concreto. Quién le iba a decir que no sólo James Bond no murió, ni en la luna ni en ningún otro cuerpo celeste, sino que parece haber encontrado la forma de sobrevivirnos a todos.

Un día les hablo de Flint.

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