El éxtasis de la influencia

Mientras escribía «Una fantasía» no dejaba de sentir el insistente asalto de una idea: eso ya lo había leído antes. Vas escribiendo, encadenando palabras, inventándote una señora mayor y un cuadro, y no dejas de sentir el déjà vu del reconocimiento. No en los detalles, por supuesto —en general sé de dónde salen— pero sí en el propósito del texto, su intención y evidentemente los temas que plantea.

Y claro que lo he leído antes, porque el modelo es más que reconocible. Es una simple historia que plantea unas preguntas y cuya única función es recrear las condiciones adecuadas para esas preguntas. Es un texto de laboratorio —o de pregunta de examen—, que aspira a limitar las variables a las mínimas posible. Y claro que lo he leído antes, porque efectivamente he leído un montón de textos así, todos del mismo molde. Cualquier libro de divulgación filosófica está repleto de narraciones que siguen ese modelo. Y probablemente en algunas se planteasen preguntas muy similares (y, con toda seguridad, la pregunta de ¿Qué es el arte?).

¿Cuál sería la alternativa? ¿No hacer preguntas que me parecen divertidas e interesantes? ¿Intentar leer completa la bibliografía (¿cómo sabrías que está completa?)? Casi mejor seguir adelante, aunque sepas que no eres nada original, que intentar analizar todo lo que se dijo en el pasado para no repetirlo. Asumir que repetir una y otra vez es parte de la condición humana (una idea que no tiene nada de original).

Pero, ¿qué hay de los detalles? Da la impresión de que los he dejado escapar con demasiada facilidad. Si lo pienso bien, los detalles no son tan míos como me parecen a simple vista y con el peso del pensamiento esa sensación de posesión se va desvaneciendo. Si alguien al escribir con el paso del tiempo va dibujando las líneas de su propia cara, ¿no podría ser que su propia cara fuese el resultado de lo que va escribiendo? Es decir, lo que soy ahora mismo es resultado de tantas influencias (de tantos «genes y circunstancias» que decía el filósofo) que parece absurdo pensar que lo que escribo me refleja a mí, cuando más bien lo que soy es reflejo de lo que escribo por efecto de las influencias.

Por tanto, si me pongo a pensar, lo más asombroso es lo poco de mí que hay en lo que digo. En realidad, da la impresión de que un buen montón de ideas, impresiones, prejuicios y sensaciones se concentran en cierto lugar y brevemente adquieren cierta solidez. Es tentador pensar que yo causé ese momentáneo punto de reunión, pero probablemente sea más exacto decir que esa fugaz confluencias fue momentáneamente mi yo.