El imperio de los signos
Un día, Roland Barthes fue a Japón. Miró atentamente a ese país. Luego imagino otro país, similar —haciendo uso de lo que había visto en Japón— pero totalmente imaginario, con todas las características positivas que se derivan de la inexistencia. A continuación, giró la cabeza, miró fijamente a ese lugar imaginado y olvidó por completo, o casi, al país que ahora tenía detrás. Logró así un signo perfecto, puro, sin referente. Un signo que no se correspondía con nada real.
Y procedió a leerlo.
Porque eso es lo que él hacía.
Él leía.
Donde nosotros leemos palabras sobre el papel, él leía la realidad entera.
Pueden imaginar que la relación de este libro con el Japón real es más bien tenue. Incluso es difícil establecer su posible relación con la imaginación de Roland Barthes. Barthes al final, tras irse bien lejos, más allá del horizonte de las convenciones occidentales con las que nació y vivió, logra construirse su texto ideal, el que puede analizar sin referentes, porque los desconoce y no le importan. En Mitologías cuando habla, por ejemplo, de una portada de revista de cotilleos, es dolorosamente consciente de entender lo que hay detrás, lo que hay delante, lo que hay a derecha y a izquierda, incluso lo que hay en otras dimensiones paralelas. Ese conocimiento es, efectivamente, la razón por la que puede identificar el mito, porque ve las piezas situadas en distintos niveles y su interrelación, pero es un conocimiento que también le limita. En El imperio de los signos logra liberarse de la ciencia, porque no hay referente tras su país imaginario, y por tanto puede leer con libertad.
(Todo eso lo cuenta, más o menos, en las dos primeras páginas).
Así lee las máquinas Pachinko, la comida (cuya única envoltura es el tiempo), el centro vacío de Tokio (ocupado por el palacio) (en un momento dado incluso se declara lector, no visitante). De la ausencia de direcciones nos dice que según Tokio “lo racional no es más que un sistema entre otros”. Incluye seis páginas extraordinarias sobre los paquetes de el Japón (que es como llama a su versión de Japón). Reflexiona sobre el gesto y al acto en el teatro de muñecos. Todo lo que dice del haikú me parece delicioso, aunque no estoy seguro de que se corresponda con el haikú real o con algún haikú concreto (“el haikú no sirve para ninguno de los usos (a su vez también gratuitos) concedidos a la literatura”). Incluso lee las caras y los cuerpos japoneses, relacionándolos con los signos de hombre y mujer.
Y así sucesivamente, con los temas más variopintos, centrándose sobre todo en la cotidianidad de el Japón, pero intentando siempre mantenerse en la superficie lectora, en las letras. Para él la línea recta es una línea recta en sí misma y no esconde nada más. Por tanto, El imperio de los signos (que yo no puedo evitar leer en francés como L’Empire des singes, imaginándome que es una sexta parte o similar) es ante todo un libro sobre la aplicación por parte de Barthes de método de Barthes, una serie de textos sobre su libertad lectora. Un librito extraordinario que es mejor leer como lo que realmente es, una escapada poética.