El discreto encanto de la hipocresía

Nos gusta la hipocresía. Nos gusta, aclaro, en los demás. En los otros la hipocresía nos parece un defecto que cunde, porque si algo nos alegra es la acusación de hipocresía.

Un individuo pasa unos años defendiendo la idea de que es malo robar bancos, que es algo que nadie debería hacer. Un buen día ese mismo individuo va y roba un banco. Por alguna extraña malformación de la lógica humana (que a lo mejor hunde sus raíces en el paleolítico y la necesidad de mantener el tejido social) lo que nos molesta de verdad no es el robo del banco, sino la pasada insistencia en que eso era algo que no se debía hacer. Tanto que en ocasiones parece que la hipocresía supera en gravedad a casi cualquier crimen. Y si no es así, como mínimo todo crimen empeora si hay hipocresía de por medio. “Al menos lo admite” lo consideramos un atenuante.

Posiblemente no sea realmente una malformación de la lógica humana, sino una de esas situaciones donde lo que creemos que debería interesarnos no coincide con lo que realmente nos interesa. Nuestro amor por la acusación de hipocresía probablemente indique que nos interesa más poder depositar la confianza en los demás que los actos que puedan cometer. Es decir, nos importa sobre todo que si el individuo A dice que va a hacer Z, pues cuando llegue el momento de actuar haga efectivamente Z. Tener ciertas garantías de que podemos fiarnos del comportamiento de los demás (aunque sea negativamente: sabemos que él miente) probablemente sea un elementos importante para la supervivencia en condiciones extremas.

Por tanto, descubrir la hipocresías nos hace más precavidos, lo que siempre es conveniente (lo ideal, claro, sería descubrir también nuestras propias hipocresías, pero tal introspección nos resulta casi imposible y rara vez agradecemos que los demás señalen nuestras propias contradicciones). Y como guinda, al lanzar la acusación sentimos ese estremecimiento de placer al haber demostrado, aunque sea momentáneamente, que somos superiores a alguien.

Por desgracia, una vez concluido que alguien no merece nuestra confianza, la repetición de la acusación no nos aporta nada e incluso nos puede impedir ahondar en las causas de los problemas que tenemos y en la búsqueda de soluciones. Nuestra lógica se manifiesta realmente malformada cuando consideramos que la hipocresía es una demostración lógica, una forma de determinar la verdad o falsedad de ciertas posturas, como si la hipocresía fuese un elemento más de una cadena de razonamientos. Por desgracia, eso es un razonamiento falaz. Que el individuo del ejemplo anterior robe no quiere decir que su postura en contra del robo fuese errónea. Su hipocresía nos indica simplemente un fallo personal como ser humano, ya porque no sepa controlar sus impulsos, ya porque es un mentiroso o ya por cualquiera de las muchas razones que influyen en el comportamiento humano y nos hacen actuar de forma contraria a nuestros intereses. Nos indica que no podemos fiarnos del todo, que tenemos razones para sospechar, que todo lo que nos había dicho podría ser falso, pero no es una demostración en sí misma, más bien es, como mucho, el punto de partida de una investigación.

Como vivimos en un mundo que es cada vez más complejo, como nos enfrentamos a problemas de difícil resolución, que exigen mucha paciencia, muchos conocimientos y mucho esfuerzo, haríamos bien en aprender a desconfiar de la acusación de hipocresía. Su encanto nunca desaparecerá, porque efectivamente lanzarla nos resulta muy satisfactorio, pero cuando nos descubrimos repitiéndola deberías ser capaces de parar un momento y reflexionar sobre todo aquello que nuestra fascinación con la hipocresía nos impide ver.

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