El pasado

Recomiendo la lectura de Algunas ideas sobre la función del patrimonio de Adrián Hiebra porque desempaqueta mucho de los supuestos del caso Ecce Homo. ¿Cómo es posible que la alteración de una pintura que nadie conocía y que estaba en pleno proceso de desaparición pueda causar tal nivel de indignación pública? ¿Es realmente una preocupación por «el arte» o se trata realmente de un cotilleo por las circunstancias? ¿Por qué creemos que el arte es siempre bueno y se debe conservar? ¿Cuál es la función del patrimonio? Y más aún, ¿cuál es nuestra relación con el pasado y por qué sentimos la necesidad de redefinir lo viejo como clásico? ¿Qué nos hace pensar que lo de hace 200 años es mejor que lo de ahora?

Es esa última parte la que me llama más la atención: nuestra anómala reacción a distintos momentos del tiempo, nuestro desaforado apego al pasado, nuestro desprecio a lo nuevo o lo novedoso.

Se me ocurren algunas ideas.

El pasado es una cómoda y extensa región. El pasado está ahí, ordenado, delineado, como uno de esos exquisitos jardines donde todo está decidido. El pasado sigue movimientos, reglas, periodos, una cosa sucede a la otra y siempre sabes dónde estás, sus avatares guiados por una más o menos explícita progresión histórica, por una narrativa. Al pasado se llega por simple virtud de sobrevivir. Con el paso del tiempo, lo viejo se convierte en antiguo y acaba ocupando un lugar de honor en el pasado.

En contrate, el presente es caótico, fluido, mareante, incomprensible. Intentar dotar de sentido al presente exige un esfuerzo continuo y nada te garantiza lograrlo. Los libros escritos sobre el presente son irónicamente parte del presente y por tanto están sujetos a sus mismos problemas, sus autores están tan perdidos como nosotros (es, por tanto, mucho más sencillo regresar al pasado y buscar allí el origen de nuestro mundo, como el borracho que busca las llaves bajo una farola porque allí hay más luz). Además, el presente es pequeño: apenas una delgada capa de dos o tres años de espesor, aunque puede ensanchar si la situación es realmente confusa. Comparado con el vasto pasado, el presente es más bien poca cosa, por mucho que sea el lugar en el que vivimos.

El futuro ni siquiera existe. El futuro está totalmente vacío, sin amueblar. Y como en todo piso sin muebles, lo que resuena en él son nuestras propias palabras, los ecos de lo que fuimos pensando sobre él. Del futuro sólo hay imágenes, conjeturas, elucubraciones. Las ideas sobre el futuro pertenecen, también irónicamente, sobre todo al pasado, que las atesora con mimo. Eso explica que se pueda sentir nostalgia del futuro —en estos días, el ejemplo es el viaje a la luna— porque realmente lo que se siente es nostalgia de alguna visión anterior del futuro.

No es de extrañar que en cierta forma el pasado nos parezca más real que el presente. El presente nos limitamos a vivirlo, mientras que el pasado podemos estudiarlo. Recuerdo de hace unos años un par de cursos sobre arte de vanguardia. El arte hasta 1980 estaba razonablemente claro, todo ocupando su lugar, todo en su sitio, como quien tiene una colección de sellos. Con pasión filatélica podías discutir si ese artista correspondía a esa página o a otra, pero rara vez se dudaba del orden. En contraste, todo lo posterior a 1980 era un caos, una maraña imposible de desentrañar, en la que no servía ninguna de las herramientas que habías desarrollado antes y todavía no habías logrado inventar una que fuese útil. Por tanto, el curso se limitaba a ofrecer una retahíla de nombres, algunos movimientos tentativos y muchas imágenes. Es lo más que se podía hacer. El orden sólo llegará cuando toda esa época sea ya definitivamente pasado.

En un episodio de Futurama, Fry se compra una tele de superalta definición y declara sin vacilar que tiene más resolución que la realidad por lo que no precisa salir al exterior. De la misma forma, a nosotros el pasado nos parece más real que la realidad, más claro, más definido: hiperreal. El pasado nos ofrece la ilusión de comprender, mientras que el presentes nos ofrece la sensación de estar perdidos. El futuro es una tierra prometida en la que nunca entraremos.

A pesar de que a mí no me gustaría nada vivir en el pasado (sé que en eso soy raro, pero para mí el pasado es como mucho un sitio interesante que visitar), comprendo su enorme atractivo. No me sorprende nuestra tendencia a valorar un objeto de hace 100 años por el simple hecho de haber aguantado tanto. Valoramos la supervivencia, lloramos más la muerte de un hombre ya mayor que lo logró todo en la vida y apenas reseñamos la de un joven que lo tenía todo por delante. Por mucha que insistamos en que miramos al futuro con esperanza, en realidad nos gusta más lo ya hecho que lo que está por hacer.

Nos gusta vivir en el pasado. Nos gusta atesorar lo que allí había. Nos gusta sentir esa conexión inefable con un mundo ya desaparecido. Por gustarnos, incluso nos gustan las fantasías del pasado sobre nuestro presente y nuestro futuro, y consideramos sus ideales mejores y más dignos que los que nosotros podamos concebir. Cuando buscamos soluciones a nuestros problemas, una vuelta al pasado es siempre la primera solución que se nos ocurre.

En suma, tenemos demasiada memoria. Guardamos demasiadas cosas.

Quizá deberíamos plantearnos aligerar algo de esa carga.

Aprender a olvidar un poco.

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De postre, de Mauro Entrialgo

Resulta simpático encontrarse a Mauro Entrialgo tan juguetón y fantasioso, aunque puede argumentarse que esas características ya están presentes, más o menos en la superficie, en el resto de su obra, incluso allí donde es más social y más crudo. Por ejemplo, cuando juega con las portadas y las tapas (como hace también en este caso) o cuando los personajes ejecutan algún malabarismo lógico. Pero este libro, por necesidad, es completamente así. Juguetón y fantasioso es su razón de ser.

De postre reúne 110 chistes («para todos los públicos» nos advierte la misma portada) publicados en un suplemento dominical. Se trataba del chiste de «cierre», la recompensa final de la lectura, el postre. Pero como todo postre, también quedaba la tentación de tomarlo primero. Y como todo postre, tiene que ser para todos los públicos, para adultos y para niños (y de hecho, otro elemento juguetón del libro es que contiene dos epílogos, uno para adultos y otro para niños).

El libro está lleno de robots (sobre todo gigantes), monstruos, vaqueros, seres mitológicos, espacios lejanos, parques, edificios modernos, supermercados, viajes espaciales… Toda una serie de obsesiones que dan pie a chistes que en realidad son sobre la percepción humana. El humor de Mauro Entrialgo se clava directamente en el espacio que hay entre nuestras creencias sobre las cosas y las cosas en sí. En la página 70, una frase de lo más normal oculta una realidad mortal. En la 54, la lógica de los símbolos del éxito se lleva al extremo más absurdo. Y hablando de distancia entre lo que creemos ver y la verdad, nada mejor que la página 49. Muchos de esos chistes aprovechan la ciencia ficción o lo fantástico para desenmascarar nuestras más queridas justificaciones, las que nos permiten considerarnos héroes de nuestras vidas.

De este libro me gusta todo. Me encantan los chistes, sobre todo cuando bordean lo surrealista como (mi preferido) el de la página 93 (que además, es un excelente chiste científico). Me encanta que el tono del libro sea tan fantasioso pero sin sacrificar la inteligencia de los comentarios. Me encanta el color en acuarela. Vamos, que me parece un libro delicioso y uno de los mejores de su autor.

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Ciencia y decisiones

El texto La izquierda magufa y los escépticos de derechas plantea varios temas interesantes. Quizá demasiados, la verdad, lo que provoca cierta confusión, aunque bien es cierto que puede considerarse que todos ellos van formando una cadena y que su separación no haría justicia al conjunto.

Tras dos párrafos sobre seudociencia, entra en materia comentando la extraña equivalencia, en la mente de cada vez más gente, entre la izquierda política y las creencias seudocientíficas. Por desgracia, puede resultar fastidiosa esa equivalencia, pero parece cierto que cada vez da más esa impresión: ser de izquierda es aceptar ciertas creencias que no tienen nada que ver con la política pero que quizá tienen como función dejar clara una posición «contra». Quizá sea, como apunta, a que la izquierda parece haberse convertido en un proyecto siempre en oposición.

Y si aceptamos que para el imaginario popular (que no necesariamente en la mente del autor del texto) los seudocientíficos son de «izquierdas», entonces sus opuestos en el otro lado son «conservadores» (efectivamente, yo hubiese elegido otros términos para no crear confusión política). Y éstos serían los escépticos científicos. Y guiándome por lo que he visto en Twitter, aquí llega la parte más confusa del texto: ¿cuál es el gran problema del escepticismo? Sin embargo, la cuestión queda clara en un párrafo:

De nuevo, es una perspectiva muy miope. Desde el punto de vista de su justificación, los conceptos científicos apenas tienen contexto político y social; la tecnología, en cambio, apenas tiene otra cosa. Desarrollar una técnica o un protocolo en ingeniería, medicina o farmacología es descartar ciertas posibilidades en favor de otras. No es una inferencia a partir de unos teoremas bien definidos sino una decisión práctica en la que, entre otras cosas, influyen valores, intereses y sesgos. Cuando aceptamos la verdad científica, asentimos a la autoridad de la razón, cuando aceptamos la verdad tecnológica, asentimos a la autoridad sin más.

La idea es sencilla, tanto que resulta un poco preocupante que no sea evidente: de un hecho científico X no se deduce de inmediato una actuación Y. Aún admitiendo que X esté libre de valores (idea que yo no rechazaría tan alegremente), la acción Y sobre el mundo no lo está y en sí misma refleja todo tipo de condicionantes. Eso no quiere decir que una cierta política o acción se deba decidir y ejecutar desoyendo a la ciencia, no, más bien todo lo contrario. El conocimiento cabal del mundo es fundamental para tomar decisiones, pero no es el único criterio. Para dar forma a la decisión hay que tener en cuenta toda una serie de valores que uno aspira a preservar o a promover. Tener un conocimiento cabal de X no implica necesariamente una única acción posible. Lo contrario sería tener un gobierno puramente tecnocrático, donde los valores de la sociedad fuesen sustituidos por los valores de ciertos grupos dedicados a la promoción de ciertas tecnologías.

En ese aspecto, la situación que plantea es similar a cualquier otro escenario moral. Simplemente, de los hechos crudos del mundo no se deduce una actuación. Sobre un ejemplo de esa situación escribí hace tiempo en Responsabilidad cósmica. Si descubriésemos que estamos solos en el universo, ¿deduciríamos de ese hecho nuestra obligación de colonizar la galaxia? No, claro que no. Nuestra soledad galáctica puede ser un hecho indiscutible, pero nuestra reacción ante ese hecho, y por tanto lo que estamos dispuestos a hacer, se deriva de nuestra inquietudes, actitudes, aspectos morales y demás. Una persona que creyese que la vida debe ocupar el universo estaría de acuerdo en colonizarlo. Otra persona que dijese que es mejor preservar las cosas tal y como son, estaría en contra. De la misma forma, el texto ofrece el ejemplo de los transgénicos: uno puede aceptar su perfecta inocuidad y seguir oponiéndose a ellos en base a otra serie de valores que le interesa que la sociedad apoye o defienda.

Tiene razón en que posiblemente sea esa deriva automática de X a Y, de los hechos a la acción, el punto débil más importante de los escépticos (también apunta carencias epistemológica, de lo que ya no estoy tan seguro). También supongo que es normal que suceda, porque dados dos grupos en oposición, las opiniones de ambos grupos van radicalizándose para distinguirse mejor. En una pelea, las matizaciones se toman como debilidades y por tanto tienden a evitarse, e incluso en los casos más extremos los grupos las rechazan internamente. Pero si acaso, eso lo hace más triste.

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El éxtasis de la influencia

Mientras escribía «Una fantasía» no dejaba de sentir el insistente asalto de una idea: eso ya lo había leído antes. Vas escribiendo, encadenando palabras, inventándote una señora mayor y un cuadro, y no dejas de sentir el déjà vu del reconocimiento. No en los detalles, por supuesto —en general sé de dónde salen— pero sí en el propósito del texto, su intención y evidentemente los temas que plantea.

Y claro que lo he leído antes, porque el modelo es más que reconocible. Es una simple historia que plantea unas preguntas y cuya única función es recrear las condiciones adecuadas para esas preguntas. Es un texto de laboratorio —o de pregunta de examen—, que aspira a limitar las variables a las mínimas posible. Y claro que lo he leído antes, porque efectivamente he leído un montón de textos así, todos del mismo molde. Cualquier libro de divulgación filosófica está repleto de narraciones que siguen ese modelo. Y probablemente en algunas se planteasen preguntas muy similares (y, con toda seguridad, la pregunta de ¿Qué es el arte?).

¿Cuál sería la alternativa? ¿No hacer preguntas que me parecen divertidas e interesantes? ¿Intentar leer completa la bibliografía (¿cómo sabrías que está completa?)? Casi mejor seguir adelante, aunque sepas que no eres nada original, que intentar analizar todo lo que se dijo en el pasado para no repetirlo. Asumir que repetir una y otra vez es parte de la condición humana (una idea que no tiene nada de original).

Pero, ¿qué hay de los detalles? Da la impresión de que los he dejado escapar con demasiada facilidad. Si lo pienso bien, los detalles no son tan míos como me parecen a simple vista y con el peso del pensamiento esa sensación de posesión se va desvaneciendo. Si alguien al escribir con el paso del tiempo va dibujando las líneas de su propia cara, ¿no podría ser que su propia cara fuese el resultado de lo que va escribiendo? Es decir, lo que soy ahora mismo es resultado de tantas influencias (de tantos «genes y circunstancias» que decía el filósofo) que parece absurdo pensar que lo que escribo me refleja a mí, cuando más bien lo que soy es reflejo de lo que escribo por efecto de las influencias.

Por tanto, si me pongo a pensar, lo más asombroso es lo poco de mí que hay en lo que digo. En realidad, da la impresión de que un buen montón de ideas, impresiones, prejuicios y sensaciones se concentran en cierto lugar y brevemente adquieren cierta solidez. Es tentador pensar que yo causé ese momentáneo punto de reunión, pero probablemente sea más exacto decir que esa fugaz confluencias fue momentáneamente mi yo.

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Una fantasía

Un día entro en una tienda de antigüedades. En ese mismo momento, la propietaria –una señora ya muy mayor– sube con esfuerzo del sótano un cuadro cubierto por una lona. Lo acaba de encontrar, me dice. Lo debió comprar su madre –de quien heredó la tienda y el oficio– o su abuela –de quien la heredó su madre– y acabó en el sótano durante todos muchos años. Ella no sabía que estaba —ahí abajo hay un mar de objetos— y fue sólo ahora, al decidir ante la ausencia de clientes rebuscar en un rincón, el encontrarlo.

Lo descubre y me encanta. Me parece una obra magistral. Milagrosamente, su larga estancia en el sótano apenas lo ha deteriorado. Lo compro sobre la marcha y envuelto con la misma manta me lo llevo. Poco después descubro que la anciana anticuaria murió al día siguiente sin tener oportunidad de contar a nadie la historia.

El cuadro lo encierro en mi cámara acorazada (es una fantasía, así que bien puedo tener una cámara acorazada). Durante años lo visito y lo contemplo. Un día, muchos años después, entro en la cámara, rocío el cuadro con alcohol y le prendo fuego. Contemplo cómo se extingue lentamente. Ahora sólo quedan cenizas. De la obra maestra que compré sólo queda la ausencia.

Digamos que al día siguiente (aunque no me hace mucha gracia) yo también muero sin haberle contado nunca a nadie nada sobre ese cuadro. Mis herederos sólo hallarán una cámara que contendrá un conjunto de objetos y entre ellos una ausencia que no podrán percibir. El conjunto vacío es invisible.

Ahora la pregunta, ¿he cometido un daño a la humanidad quemando el cuadro?

Si la respuesta es que sí, ¿a quién he dañado exactamente? Nadie sabía nada de ese cuadro. Pasó tanto tiempo en el sótano que nadie que lo conociese anteriormente está ya vivo. Cuando se vuelva a abrir la cámara acorazada, todas las personas que conocían sus aventuras posteriores también habrán muerto. Es tal cual como si ese objeto no hubiese existido nunca. No es ni siquiera el caso de un ser humano que ha sufrido un daño enorme pero ya no lo recuerda (por amnesia o por la acción de algún dispositivo de ciencia ficción), es más bien como si el cuadro fuese una ficción. Y aunque fuese real, un objeto por su misma naturaleza no siente ni piensa (o al menos, no siente ni piensa como sentimos y pensamos nosotros, y por tanto no se le aplica el daño por el que esto preguntando), por lo que su destrucción puede considerarse lamentable como mucho, pero no un daño.

Es más, podría argumentarse fácilmente que la humanidad tiene demasiada memoria, que se conservan demasiadas cosas del pasado, que los intentos de preservarlo todo son incluso contraproducentes y producto más bien de una mentalidad pequeñoburguesa que exige un registro de todo, incluso de lo que no interesa. Al contrario, si desapareciese del mundo todo el arte conocido, podríamos empezar de nuevo desde el principio, que el pasado en este caso es más un lastre que nos impide lanzarnos a la aventura. El apego a las cosas nos limita y paraliza.

Si la respuesta es que no, ¿no tenemos en cuenta todo el bien potencial que podría haber producido ese objeto de haberse revelado su existencia? Si era efectivamente una obra maestra, y sólo tenemos mi palabra a tal efecto, ¿no habría sido un bien enorme haber construido un museo a su alrededor, haberlo donado o de cualquier otra forma haber facilitado y difundido su disfrute? ¿No sería nuestro imperativo moral hacer el mayor bien posible? Si así es, no actuar de esa forma podría considerarse un daño si estaba en nuestra mano hacer el bien. Quizá el daño no radique en haber destruido el objeto, sino en haber destruido el futuro disfrute cuya existencia podría haber reportado a otros.

Si toda obra de arte es un apuesta futura, lanzarse al vacío del tiempo confiando en dar algún día con un receptor que la pueda disfrutar, es fácil argumentar que hemos impedido esa resonancia futura. Y con ella, podría ser que hubiésemos perdido todas las obras que la existencia de este cuadro podría haber inspirado. ¿Cuántas vidas artísticas he truncado con su destrucción?

(¿Qué hay de todas esas obras ahora mismo encerradas en algún lugar? Podría ser que una obra de arte de la que nadie puede disfrutar ya no es una obra de arte.)

Parece haber una tercera opción, que es la neutral. La destrucción del cuadro no fue ni un daño ni un bien, fue un simple gesto (quizá, pienso yo, una performance privada) que no tiene mayor consecuencia sobre el mundo. La humanidad está en el mismo estado antes y después de que ardiese el objeto. Además, un objeto más o menos en el mundo da un poco igual.

Pero argumentar la neutralidad ¿no es lo mismo que argumentar que no hubo ningún daño? Después de todo, si quemarlo no tiene mayores consecuencias entonces podremos concluir que la respuesta es que no.

Otra opción, diferente, es imaginar una línea, hipotética con toda una gradación de reacciones. En un punto de la recta, quemarlo fue un daño claro, en el otro extremo de la recta no lo fue en absoluto. Y en otras posiciones, dio igual, lo que podría considerarse un «no» pero posiblemente sea sobre todo indiferencia. Y en muchos puntos, algo de daño, simplemente, mayor o menos a medida que nos acercamos a uno de los extremos.

Posibles variaciones:

  • La obra era conocida para algunas personas, pero tú no tenías ni idea de que existía y de saberlo jamás hubiese ido a verla. Ahora ha sido destruida, ¿te afecta o no? Las intenciones de la persona destructora no importan. Puede haber sido con la mejor voluntad del mundo.
  • Justo después de comprarla, contrato a un excelente falsificador (un hombre muy mayor, por lo que su esperanza de vida también es limitada) para que copie el cuadro. El resultado es extraordinariamente fiel y reproduce incluso hasta el daño del tiempo. A continuación destruyo el original. Años después, mis herederos dan con el cuadro sin saber que es una falsificación. ¿Se ha perdido algo?
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El imperio de los signos

Un día, Roland Barthes fue a Japón. Miró atentamente a ese país. Luego imagino otro país, similar —haciendo uso de lo que había visto en Japón— pero totalmente imaginario, con todas las características positivas que se derivan de la inexistencia. A continuación, giró la cabeza, miró fijamente a ese lugar imaginado y olvidó por completo, o casi, al país que ahora tenía detrás. Logró así un signo perfecto, puro, sin referente. Un signo que no se correspondía con nada real.

Y procedió a leerlo.

Porque eso es lo que él hacía.

Él leía.

Donde nosotros leemos palabras sobre el papel, él leía la realidad entera.

Pueden imaginar que la relación de este libro con el Japón real es más bien tenue. Incluso es difícil establecer su posible relación con la imaginación de Roland Barthes. Barthes al final, tras irse bien lejos, más allá del horizonte de las convenciones occidentales con las que nació y vivió, logra construirse su texto ideal, el que puede analizar sin referentes, porque los desconoce y no le importan. En Mitologías cuando habla, por ejemplo, de una portada de revista de cotilleos, es dolorosamente consciente de entender lo que hay detrás, lo que hay delante, lo que hay a derecha y a izquierda, incluso lo que hay en otras dimensiones paralelas. Ese conocimiento es, efectivamente, la razón por la que puede identificar el mito, porque ve las piezas situadas en distintos niveles y su interrelación, pero es un conocimiento que también le limita. En El imperio de los signos logra liberarse de la ciencia, porque no hay referente tras su país imaginario, y por tanto puede leer con libertad.

(Todo eso lo cuenta, más o menos, en las dos primeras páginas).

Así lee las máquinas Pachinko, la comida (cuya única envoltura es el tiempo), el centro vacío de Tokio (ocupado por el palacio) (en un momento dado incluso se declara lector, no visitante). De la ausencia de direcciones nos dice que según Tokio “lo racional no es más que un sistema entre otros”. Incluye seis páginas extraordinarias sobre los paquetes de el Japón (que es como llama a su versión de Japón). Reflexiona sobre el gesto y al acto en el teatro de muñecos. Todo lo que dice del haikú me parece delicioso, aunque no estoy seguro de que se corresponda con el haikú real o con algún haikú concreto (“el haikú no sirve para ninguno de los usos (a su vez también gratuitos) concedidos a la literatura”). Incluso lee las caras y los cuerpos japoneses, relacionándolos con los signos de hombre y mujer.

Y así sucesivamente, con los temas más variopintos, centrándose sobre todo en la cotidianidad de el Japón, pero intentando siempre mantenerse en la superficie lectora, en las letras. Para él la línea recta es una línea recta en sí misma y no esconde nada más. Por tanto, El imperio de los signos (que yo no puedo evitar leer en francés como L’Empire des singes, imaginándome que es una sexta parte o similar) es ante todo un libro sobre la aplicación por parte de Barthes de método de Barthes, una serie de textos sobre su libertad lectora. Un librito extraordinario que es mejor leer como lo que realmente es, una escapada poética.

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iPad 7

No, no, no la séptima iteración del iPad, sino la idea de que Apple podría sacar un iPad de siete pulgadas (que serían en realidad 7,85, más cerca de 8 que de 7) como complemento al iPad actual de 10 pulgadas (que en realidad es de 9,7). Mucho se ha hablado y escrito sobre ese hipotético producto (recomiendo: The case for a 7.8″ iPad, Let’s Try to Think This iPad Mini Thing All the Way Through y Thinking This iPad Mini Thing Even Througher). Les resumo: 7,85 pulgadas, resolución 1024×768 (la misma que el iPad original y el iPad 2, y con el mismo ratio 4:3), como un 66% del iPad actual, un precio que iría entre los 200 y los 250 dólares y se pondría a la venta en octubre, justo a tiempo para la campaña de Navidad.

Evidentemente, que alguien sugiera todo eso, que haga cálculo, que indique que se trataría fundamentalmente de cortar de otra forma la misma pantalla que lleva el iPhone 3GS (que es de 480×320) no implica que Apple vaya a sacar ese producto. Es más, si no lo hace ni siquiera será legítimo hablar de que Apple ha cambiado de opinión o similar, porque estamos en el puro terreno de los rumores. Pero, ¿es posible?

Por ser posible, muchas cosas son posibles. ¿Qué razones hay a favor y en contra? Pues precisamente eso es lo que pretende elucidar el branch iPad 7″, ¿sí, no? ¿por qué? donde un buen grupo de personas han invertido ya varias horas en discutir la cuestión y cuya lectura recomiendo. Al margen de las razones ofrecidas, lo más fascinante de esa discusión es comprobar que cada uno de nosotros tiene una imagen diferente de lo que es Apple, de lo que Apple está dispuesta a hacer y de sus razones para hacer o dejar de hacer las cosas. Cada uno busca la esencia de Apple y cada uno de nosotros acaba con una idea diferente de esa esencia.

Por ejemplo, hay quien comenta que sería un rollo para los programadores, porque habría que cambiar resoluciones y demás, introduciendo un mayor grado de fragmentación. Otros dicen que una pantalla de 1024×768 no sería retina y que Apple jamás introduciría un producto que no ofreciese al menos lo mejor que ofrece ahora mismo. También se comenta el tema del precio y que Apple no introduce versiones más baratas de sus productos. De hecho, en muchas respuestas parece haber un regusto del mito fundacional.

El mito fundacional en este caso es el siguiente: Steve Jobs vuelve a Apple, se acerca a la pizarra, dibuja un cuadrante y dice que Apple sólo puede tener un producto en cada una de esas categorías. Es un mito de simplificación, casi zen, en el que uno deja sólo estrictamente necesario. Pero ahora mismo, Apple es un empresa con un buen montón de dinero —lejos de la empresa al borde de la quiebra con la que se encontró Jobs— y en proceso de cambio al convertirse en un gigante mundial, modificando unos productos para adaptarlos a versiones futuras, por lo que varios dispositivos se solapan. Por eso cuentan que Tim Cook —que lleva una empresa muy diferente en muchos aspectos— prefiere decir que todos los productos de Apple se pueden colocar sobre una mesa de reuniones. No es la sencillez austera del cuadrante. Es una forma diferente de sencillez.

¿Para qué querría Apple un iPad de 7 pulgadas?

Supongo que sobre todo para satisfacer un requerimiento del mercado que se considera lo suficientemente grande como para merecer la pena. Si hay mucha gente pidiendo tablets de 7 pulgadas, pues podría ser interesante ofertarlo. Sobre todo si este tablet al salir al mercado ya podría ejecutar todas las apps actuales para el iPad convencional (se verían más pequeñas, claro, pero en la mayoría de los casos se podrían usar sin muchos problemas). De paso, se pararía los pies a muchos de los nuevos tablets que por distintas razones han optado por ese tamaño (aunque en general con otro ratio). Y probablemente Apple podría ganar bastante dinero vendiendo ese producto.

Pero también podemos considerar otros dos factores.

El primero de ellos es el tamaño del mercado global de tablets. Si el mercado del iPad de 10 pulgadas ya está cubierto y el que se lo ha querido comprar ya lo ha hecho y el que se lo quiera comprar en el futuro ya lo hará, podría tener sentido crear otro mercado en otro rango. Quizá un iPad de 7 pulgadas no saldría a competir con los otros tablets de 7, sino más bien a crear todo un mercado de tablets de 7 a 200 dólares que Apple podría ocupar con la misma comodidad con la que ocupa el otro segmento. Digamos que aquellos que no se compran un iPad al precio actual quizá estarían dispuestos a comprar un iPad a 250 dólares, sobre todo si tenemos en cuenta que ese hipotético dispositivo encajaría en el enorme ecosistema ya existente. Se trataría de hacer que el pastel fuese más grande.

El segundo es el famoso efecto halo: el uso de un producto Apple te lleva a acabar comprando otros productos de la misma empresa. Como conozco varios casos de ese efecto, no me cuesta nada pensar que un iPad de 7 pulgadas relativamente barato podría acabar vendiendo otro productos de la empresa, de la misma forma que el iPod logró vender muchos Macs, de la misma forma que el iPhone ha creado más de un switcher. De nuevo, no sería tanto tapar un agujero en el rango de precios del iPad como ofrecer una oportunidad de acercarse a los productos de la empresa y reforzar el atractivo del ecosistema global.

Considerando que el iPad ha creado todo un mercado, y oportunidades laborales, que no existían hace 3 años, no dudo que un iPad Mini (o iPad Air) podría ampliarlo aún más. Más gente comprando un iPad (el que sea) es más gente usando apps, y por tanto más gente que hace que la creación de apps sea mejor negocio. Como persona dedicada a eso, comprenderán que me llama la atención esa posibilidad (y también, entre otras cosas, la de dar nueva vida a apps que ya no se ajustan al iPad retina). Aunque si les soy sincero, me gustaría mucho más poder programar para el Apple TV, que uno tiene sus obsesiones.

De nuevo, no son más que elucubraciones. De la misma forma que veo a Tim Cook presentando exclusivamente un iPhone 5 (aunque me sorprendería que no aprovechasen para renovar la gama iPod), también me lo imagino fácilmente dando un golpe y presentando todo un torrente de producto de cara a las navidades. Vamos, que soy incapaz de decidirme: los veo posible y no posible a la vez. Como parece que el 12 de septiembre tendremos presentación (aunque estrictamente es otro rumor), queda menos de un mes para salir de dudas.

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Otros lobos

Yo no sabía que en la versión de Caperucita Roja de los hermanos Grimm había dos lobos. Desde niño conozco al primero, el que se come a la niña y a la abuelita, el que es convenientemente rajado por el cazador. Pero curiosamente, la versión de los hermanos (que es la fusión de dos versiones anteriores) termina y comienza de nuevo. Hay otro lobo tras el primer lobo.

Es como si los lobos no se acabasen nunca.

Ni los lobos ni los osos.

Los osos tampoco se acaban nunca.

El cuento aparece en The Classic Fairy Tales, una antología crítica de Maria Tatar. El libro está dividido en secciones dedicadas a un personaje (que son en realidad distintas categorías de cuentos), reuniendo distintas versiones de los cuentos junto con análisis críticos. La primera de esa secciones está dedicada a Caperucita Roja.

La primera versión de Caperucita de la antología es “The Story of Grandmother”, que pertenece a la tradición oral (aunque se puso por escrito después de alguna de las versiones más famosas) y que por tanto se considera más fiel al espíritu original del cuento. Los elementos básicos son iguales, pero la historia contiene más violencia y sexo. El lobo guarda la carne de la abuelita en la despensa junto con botella con su sangre y luego intenta que la niña beba de ella. También le pide que entre con él en la cama y ante las preguntas de la niña de qué hacer con cada pieza de ropa, el lobo responde que la arroje al fuego porque ya no le hará falta.

Pero la gran diferencia de esta versión es que la niña se salva por sí sola, empleando su ingenio. Engañando al lobo, finge querer hacer sus necesidades. A pesar de que el lobo insiste en que lo haga en la cama, la niña le convence para salir al exterior, atada por una cuerda. Una vez desatada, huye de allí.

(“The False Grandmother, una versión de Italo Calvino de un cuento italiano también incluida en la antología, sigue una secuencia similar, pero cambia al lobo por una ogresa y añade algunos elementos para demostrar el buen carácter de la niña).

La introducción plantea que este tipo de cuentos hunden sus raíces en la sociedad campesina, y probablemente su función fuese simplemente animar las noches frías o algo así. Posiblemente el lobo fuese el reflejo de un hombre manifestando su enorme apetito sexual y que el cuento aprovechase esa posibilidad por sus efectos cómicos y grotescos sin intentar sacar una moraleja. Pero me llama especialmente la atención que la heroína sea capaz de huir. Que el cuento no vacile en mostrar el cruel destino de la abuelita me indica que el triunfo final de la niña es completamente intencionado.

No pasa lo mismo con Perrault, claro, que “limpia” todo lo que le parecía mal de la historia original, convierte a la niña en una estúpida y hace que el lobo simplemente se la coma al final. Y por si el sentido del cuento no quedaba claro, no vacila en pegarle una moraleja, tornando al lobo en un depredador abstracto que no necesariamente deja ver su ferocidad animal. Los lobos domados son los más peligrosos, nos dice. El hombre que mejor se porta puede ser el peor, es lo que debemos leer.

En la versión de Perrault la pobre Caperucita no tenía ni la más mínima oportunidad. Es una víctima desde el comienzo del cuento. Ni siquiera sabe (y aparentemente a su madre no se le ocurrió contárselo) que es peligroso hablar con los lobos. La pobre es responsable de todo lo que le sucede, es una víctima culpable y lo que le pasa al final le está bien empleado, mientras que nada de lo que sucede es culpa del agresor. Después de todo, esta versión es una lección sobre cómo deben comportarse las jovencitas, quiza porque se da por supuesto que es imposible cambiar a los lobos.

Algo similar sucede con la versión de los hermanos Grimm, aunque a mí me fascina la segunda parte. En este caso, Caperucita no sólo habla con el lobo, sino que además se aparta del camino, por lo que se entiende de nuevo que la culpa es suya. También esta versión introduce a un cazador que pasa por allí después de que el lobo haya terminado de chascar y cuando ya duerme plácidamente. Es este cazador el que salva a las mujeres. Luego entre todos le llenan la panza con piedras (en lo que algunos interpretan como una especie de envidia de “útero” por parte del lobo). Esta parte termina con Caperucita pensando que nunca jamás se saldrá del camino. La niña ha aprendido a ser obediente.

Hasta aquí lo normal. Una historia didáctica algo menos cruel que la de Perrault y quizá algo más sutil, pero no muy diferente en lo fundamental y en su intención.

Pero resulta que su versión no termina en ese punto. Se para brevemente con ese pensamiento y arranca de nuevo.

Y es esa segunda parte la que me fascina. Otro día Caperucita vuelve a casa de la abuelita. Nuevamente se encuentra con un lobo que intenta apartarla del camino, pero la niña ya tiene experiencia (se ha leído el cuento, vamos). Ya en la casa, las mujeres atrancan la puerta y no se dejan engañar cuando el lobo llega e intenta hacer que la abuelita le abra. El lobo se oculta y planea esperar a que Caperucita vuelva a casa. Pero nuevamente, las mujeres resultan ser más listas y engañan al lobo para que se ahogue. Y final feliz.

Si bien no estamos en el primer cuento, en el que Caperucita se bastaba para engañar al lobo (y en el que es simplemente víctima de éste), al menos la versión de los Grimm muestra a Caperucita y a la abuelita como personas capaces de aprender de sus posibles errores y aplicar su experiencia para derrotar a los lobos. Probablemente no fuese la intención de los hermanos Grimm, que con seguridad pensaban sobre todo en preservar versiones, pero al unir los dos cuentos crearon uno nuevo que deja a una Caperucita inicialmente de ingenua, pero con la inteligencia suficiente para aprender de sus errores. Y si bien la intención didáctica y moralizante sigue presente, incluyendo la acusación a la víctima, el resultado total resulta diferente a la versión de Perrault.

Por supuesto, hay versiones mucho más modernas que aspiran a rehacer la historia, a cambiar su sentido o a hacer que no sea tan estúpida (¿la madre manda sola a una niña por un bosque lleno de lobos?). Se menciona la versión de Angela Carter, aunque no se incluye, que es mucho más ambigua sobre la relación con los lobos. A cambio, aparecen dos poemas de Roald Dahl y una versión corta de James Thurber. Este último cambia totalmente el final, haciendo que Caperucita saque una automática en cuanto ve al lobo y le pegue dos tiros. También encaja una moraleja, imitando irónicamente a Perrault, que dice: hoy en día ya no es tan fácil engañar a las niñas.

Los poemas de Roald Dahl son similares en el proceso de inversión. En el primero de ellos Caperucita también saca una pistola para matar al lobo, pero antes juega maliciosamente con él como gato con ratón e incluso se le ríe en la cara. Durante el famoso intercambio de preguntas y respuestas, Caperucita se interesa por ese espléndido abrigo de piel que lleva puesto. El lobo se queja de que le están cambiando el cuento, al no haberle preguntado por sus grandes dientes, sin darse cuenta de que la víctima va a ser él. El poema concluye con la Caperucita paseándose por el bosque ataviada con su nuevo abrigo de piel en lugar de las tradicionales capa y caperuza rojas.

(El segundo poema está dedicado a los tres cerditos. Como ellos no tienen experiencia en tratar con lobos, llaman a esa niña que saber deshacerse de esas bestias. Como la Caperucita de Dahl es realmente una peligrosa psicópata, les dejo imaginar cómo termina ese poema).

Pero la más fascinante es la versión china, llamada en inglés “Goldflower and the Bear”. No hay capas rojas ni nada, pero el fondo es muy similar, con una niña enfrentándose a un gran peligro. Pero en muchos aspectos no podría ser más diferente.

Para empezar, lo primero que te dice la historia es que Goldflower es muy lista y que vivía feliz con su madre y su hermanito. A continuación, es la madre la que va a visitar a un tía enferma. La abuela en este caso es otro adulto responsable que se supone que vendrá a la casa a cuidar de ellos. Digamos que esta versión tiene algo más de sentido.

Después de terminar todas las tareas y en vista de que la abuelita no aparece, Goldflower y su hermano entran en casa y atrancan la puerta. El oso llega y se hace pasar por la abuelita, engañándolos lo justo. Pero al entrar, Goldflower comprende que es el oso comeniños. Pero esta versión de Caperucita no es tonta y sabe detalles importantes sobre los osos, por lo que empleando todo tipo de trucos logra mandar a su hermanito a otra habitación donde lo encierra para que no corra peligro.

A solas con el oso, la historia se asemeja a la primera versión. Va a la cama a dormir, con el oso pensando en comérsela a medianoche. Pero Goldflower tras fingir dormir durante un rato, declara que tiene que ir al baño. Considerando que es mejor comer comida limpia, el oso la deja salir atada. Goldflower escapa perseguida por el oso. Empleando algunos trucos más (un árbol cubierto de grasa, el reflejo en el agua) logra convencer al oso para que le traiga el arma con el que al final lo matará. Al regresar la madre a la mañana siguiente, quedó encantada por la actuación de la niña y no deja de alabar su valor.

Es una versión mucho más elaborada que “The Story of Grandmother”, que elimina los elementos sexuales sustituyéndolos por continuas muestras de ingenio y valor, conservando a una protagonista que no pierde la calma en ningún momento. Es además más lógica, añadiendo detalles para justificar aspecto de la trama (por ejemplo, Goldflower no puede limitarse a huir porque tiene que cuidar de su hermanito y el oso logra entrar porque efectivamente esperaban la llegada de la abuela). Y al contrario que las versiones de Perrault y los hermanos Grimm, no hay moraleja, sino más bien a Goldflower se la presenta como modelo ejemplar por su valor e inteligencia no por su capacidad para seguir las reglas. Y lo más importante, Goldflower no aparece como responsable, como pretende Perrault al echarle la culpa a la propia Caperucita, de lo que le sucede por haber desobedecido ésta o aquella regla, sino que el oso viene a su casa aprovechando la ausencia de la madre. El oso es un depredador y Goldflower se defiende. El oso es siempre el depredador.

Dada nuestra tendencia a escribir historias que muestran ante todo un error del personaje central (véase, por ejemplo, Brave) del que tiene que recuperarse, por lo que todo lo malo que sucede es más o menos responsabilidad suya, me llama la atención cómo la historia de Goldflower evita tan expertamente esa tentación. La niña nunca deja de ser extremadamente competente en todo lo que hace y el cuento deja claro que el problema central es la fuerza y la brutalidad del oso. Los personajes actúan en todo momento con inteligencia y el enfrentamiento contra una fuerza poderosa es suficiente para crear la tensión del cuento sin precisar de ningún fallo moral.

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Azur y Asmar, de Michel Ocelot

Ambientada en la Edad Media, Azur y Asmar arranca en Europa, presentándonos a dos bebés que crecen juntos al cuidado de la nodriza de uno, Azur (de ojos azules y rubio), y la madre de otro, Asmar (de pelo negro y tez oscura), que son la misma mujer. Uno es el hijo del rico dueño de la casa, el otro, hijo de su madre magrebí, es un extranjero permanente en el país donde ha nacido. Al principio la mujer intenta enseñarle a un niño a decir «nodriza» y al otro a decir «madre», pero acaba siendo madre para los dos.

Al llegar a cierta edad, el padre envía a su hijo Azur a estudiar en la ciudad con preceptores. A la nodriza, y al hijo de ésta, los echa de su casa apenas permitiéndoles que se lleven lo que tienen puesto. A pesar de haber aprendido los dos los mismos idiomas, haber crecido en la misma casa y haber nacido en la misma tierra, sus destinos parecen irremediablemente distintos debido al color de su piel.

Pero los dos niños crecieron escuchando las mismas historias sobre el hada de los djinns, prisionera en una jaula de cristal y esperando su liberación, allá en el país al otro lado del mar. Cuando Azur se convierte adulto, decide viajar al país de su nodriza para cumplir su sueño infantil y rescatar a la reina de las hadas.

Azur y Asmar es una deliciosa película de animación que se plantea hacer de puente entre dos mundos diferentes. No sólo Azur y Asmar se presentan como elementos de una dualidad (y la primera parte los muestra como imágenes casi especulares el uno del otro), sino que en cuanto tiene oportunidad plantea alguna relación entre el Magreb y Europa. De hecho, aspira tanto a ofrecer esas similitudes que llega incluso al exceso. Eso sí, la película es consciente de ellos e incluso una divertida escena final se ríe de esa cornucopia de coincidencias, paralelismos y simetrías.

También se inspira para la animación en las características de las distintas regiones. Cuando Azur llega por fin al Magreb, la rigidez del eje X de la parte europea se transforma en un mundo más imaginativo y algo más tridimensional (aunque la película rara vez abandona por completo los fondos bidimensionales), lleno de sensaciones y hermosos colores. El propio Azur pasa cierto periodo fingiéndose ciego para que nosotros podamos explorar la ciudad y los espléndidos elementos que la componen. Esos mismos elementos coloristas y exuberantes se magnifican al pasar a la historia más propiamente de aventuras, donde la riqueza del color toma casi el control.

Es posible que Azur y Asmar sufra de orientalismo, aunque lo contrario sería casi inevitable en una película que claramente se inspira en Las mil y una noches. Y a pesar de que hace lo posible por conservar la equivalencia entre mundos, es Azur el punto central de referencia, con Asmar más en segundo plano (él se mantiene voluntariamente alejado de los otros personajes, por el comprensible rencor por la expulsión que sufrió), aunque es preciso admitir que la madre tiene un papel muy destacado. Quizá para compensar, Europa se presente como un lugar muy rígido y poco acogedor, frente a la integración de culturas y pueblos del mundo africano.

Si bien la historia es algo previsible, después de todo es una aventura clásica, contiene muchos detalles inteligentes. Por ejemplo, la aventura ocupa sólo una parte final, dedicándose mucho tiempo a la relación entre pueblos y a construir los personajes (sobre todo el del mendigo). Así mismo, la aparición de una princesa es un momento sorprendente y agradable que llena de vitalidad la historia y que se aparta decididamente del giro que parecía que iba a tomar la película.

En cuanto a la animación, puede chocar el uso de personajes 3D frente a unos fondos generalmente planos (mi hija insistía en que parecían personajes de videojuego). Aunque es verdad que no pretende usarlos de una forma realista, sino más bien curiosas marionetas que se pasean por entre ilustraciones, aunque yo nunca me acostumbre del todo. Por lo demás, la película intenta en todo momento aprovechar las tradiciones gráficas de cada pueblo, ofreciendo así juegos con las texturas de mármoles, los instrumentos astronómicos, las construcciones, los patios y palacios. Apenas hay escena que no contenga algún elemento destacable, un juego sutil con la tradición, un delicioso toque de color. Me gustó especialmente la arquitectura y, sobre todo, la breve escena cuando se suben a un árbol y las siluetas negras de perfil nos presentan la estructura de la ciudad.

Azur y Asmar ofrece una película diferente, que se atreve a explorar otra cultura (aunque, por desgracia, desde un punto de vista casi totalmente europeo) y se fundamenta en la cooperación y la ayuda mutua. Si bien hace lo posible por presentar todos los rasgos comunes entre culturas, tampoco huye de las diferencias que muestra con toda naturalidad (lo que me ofreció algunas buenas conversaciones con mi hija). Así mismo, logra saltarse algunos clichés y ofrece una magnífica experiencia visual que se sale de la animación habitual, permitiéndose explorar otras formas artísticas. Es una película que ofrece mucho de lo que disfrutar.

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El futuro de las librerías

Hace unos días paseaba por la calle y vi en el escaparate de una librería un libro que me llamó la atención. Como soy reacio a comprar libros traducidos del inglés (razón por la que agradezco la costumbre actual de algunas librerías de tener sección en ese idioma), saqué el teléfono con la intención de ponerlo en la lista de los deseos de Amazon. Por probar, aunque no tenía muchas esperanzas, miré el precio en su versión ebook. Cual sería mi sorpresa, no suele pasar con las novedades, al comprobar que el libro estaba justo en el margen de lo que yo estoy dispuesto a pagar por un ebook. Por tanto, apenas habiéndome desplazado unos metros de ese escaparate ya había comprado y descargado el libro que tanto me había llamado la atención.

Admito que mi caso es atípico, por mi reticencia a comprar libros traducidos del inglés. Prefiero leerlos en el original, por lo que los precios de Amazon y el servicio Kindle me van muy bien. Aunque en este caso en particular, el libro también está disponible para Kindle en versión ebook en español, eso sí, al doble del precio que pagué por él (lo que refleja, sobre todo, el considerable coste de cualquier traducción). Por tanto, mi experiencia está lejos de ser universal y refleja bastantes de mi idiosincracias personales.

Pero también es verdad que de haber estado dispuesto a pagar el doble hubiese podido hacer exactamente lo mismo. Buscar el libro, pagar y descargarlo en prácticamente el mismo tiempo que me hubiese llevado entrar en la tienda, pedirlo y pagarlo.

El detalle es que la librería sigue siendo importante en esta historia. Ese libro concreto no se los hubiese comprado, pero tampoco me habría enterado de su existencia de no haberlo visto en el escaparate. No sabía que existía y, por lo que he visto, tampoco lo habría conocido en el futuro. Nadie en mi círculo extendido de gente que recomienda libros lo menciona. Estoy disfrutando enormemente de su lectura, así que la librería fue más que necesaria.

El problema está en que un negocio no puede sobrevivir haciendo de valla publicitaria. Además, las librerías son parte importante del entorno social de una ciudad, por lo que podría considerarse necesario preservar una mínima presencia. ¿Qué transformaciones deben sufrir las librerías para seguir existiendo y ofreciendo un servicios?

Lamento decir que no tengo una buena respuesta. El artículo How To Save Bookstores: 28 Ideas From Existing Locations ofrece varias sugerencias. Algunas son factibles, otras exigen muchos recursos, pero todas precisan del entusiasmo de la persona encargada de la librería. Por desgracia, los márgenes de las librerías son tan reducidos que no estoy seguro de que les compense (en términos estrictamente económicos). Tengo más bien la impresión de que los libreros han adoptado una actitud de tranquila resignación. Una especie de “pasará lo que tenga que pasar”.

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