iPad Mini
Hoy es el día en que Apple, previsiblemente, presentará el iPad Mini (o como acabe llamándose). En Branch tenemos una pequeña conversación preguntándonos qué más cosas veremos. Yo apuesto por un gran énfasis en la educación.
Hoy es el día en que Apple, previsiblemente, presentará el iPad Mini (o como acabe llamándose). En Branch tenemos una pequeña conversación preguntándonos qué más cosas veremos. Yo apuesto por un gran énfasis en la educación.
Un certero artículo llamado Drunk on Gadgets describe como los políticos no comprenden la ciencia ni la técnica y esperan que sean como una varita mágica que resuelva todos los problemas. Su punto de partida es que la juiciosa aplicación de ciencia y técnica puede sacarnos de cualquier atolladero. El último párrafo lo deja bien claro:
The “rightful place of science,” to appropriate Obama’s phrase, is somewhere more humble than the pedestal on which politicians would place it. Technology is not a magic wand, even if presidents would like to wield it as if it were. But it takes serious engagement with science to understand its difficulties and limitations. Lowering the cost of health care cannot be done by gadget, nor can gadgets intercept putative missiles reliably, save the economy, or keep people from crossing the border. Gadgets can’t stop terrorism, and they can’t solve the climate crisis. Instead, politicians themselves must confront these dilemmas, the trade-offs and the tough choices. It’s what they are paid for.
Ya lo comenté en su momento: las decisiones sobre cómo y cuándo actuar no son en sí mismas decisiones científicas y tecnológicas, aunque sí son decisiones que se deben tomar teniendo en cuenta nuestros conocimientos científicos y nuestras habilidades tecnológicas. Obsérvese también que el párrafo oscila entre ciencia y técnica, consciente de que avances científicos no implican necesariamente avances tecnológicos, o incluso que el hecho de poseer ciertos conocimientos científicos no implica que interese traducir esos conocimientos en tecnología.
Por desgracia, ese tratar la ciencia (y por extensión la tecnología) como magia no se limita exclusivamente a los políticos. Ignorar detalles sociales, culturales, antropológicos e incluso personales es una forma perfecta de simplificar el problema hasta dar con una solución que parece ideal y simple, pero simplemente porque has logrado dejar de lado todos los detalles que hacen que efectivamente el problema sea difícil. Es como aquellos utopistas que enfrentados al hecho cierto de que la naturaleza humana dificulta la construcción de una utopía real, optaban alegremente por cambiar la naturaleza humana, como si esa segunda opción fuese más fácil que construir una utopía.
Un ejemplo lo vi hace unos días en Twitter a propósito de la situación por la que pasa nuestro país. Más o menos proponía como solución simple e ideal una cadena que empezaba con la investigación científica, seguía con la innovación y acababa en desarrollo. Esa cadena no es más que esa misma visión de la ciencia y la técnica como varitas mágicas capaces de resolver cualquier situación difícil. Esa «solución» sólo es así de simple y trivial porque esconde bajo la alfombra todos los problemas de iniciar la cadena y de pasar de una fase a la siguiente, omite todos los cambios sociales y culturales que serían necesarios para hacerla funcionar.
De hecho, al verla pensé en los gnomos de aquel episodio de South Park que se dedicaban a robar calzoncillos. Ese robo era el primer paso de su plan de negocio, siendo el tercero la obtención de beneficios. Por desgracia, el segundo paso era una enorme «?», porque no tenían ni idea de cómo pasar de la primera fase a la tercera.
Los gnomos también creían en la magia.
Empiezas a leer un libro titulado The Pleasures of Reading in An Age of Distraction, de Alan Jacobs, y te entra un poco de miedo (a pesar de las recomendaciones). Te esperas el habitual texto religioso sobre los grandes milagros de la lectura, sobre todo los bueno que te acaecerá en cuanto decidas leer uno a uno esas listas de libros obligatorios que rara vez son listas de libros agradables sino más bien lo que debes leer si quieres convertirte en profesional académico. Temes una larga tirada contra el mundo moderno, por esa manía que tiene de ofrecernos otras formas de pasar el tiempo, de lanzarnos distracciones que nos impide el monacal y casto ejercicio de la lectura. En suma, esperas una nueva elevación de la lectura al puesto más alto de las habilidades humanas.
Y a pesar de que hay rastros de esas tendencias (por mucho que el autor, sabiamente, intenté controlarlas), el libro es en general una apasionada defensa del simple placer que la lectura ofrece a, y esto es importante, los lectores. Denuncia incluso esos libros tan serios que te explican cómo leer y que jamás se plantean tus razones para leer; dan tan por supuesto la obligación de leer que ni se lo cuestionan (y no hablemos ya de esas listas de libros que debes leer antes de morir, como si al llegar a la otra vida el primer obstáculo fuese sufrir un examen de literatura, como si la idea de morirse no fuese en sí misma lo suficientemente traumática).
¿Cuál es el criterio entonces? Si es todo el placer del lector, si debemos evitar la tendencia a promulgar unas lecturas imprescindibles, ¿caemos entonces en el extremo de afirmar que cualquier lectura es válida? No, responde, y tiendo a estar de acuerdo: si quieres ser mejor lector, debes saber guiarte a ti mismo. Hay guías y guías.
Y en cuanto a las distracciones, siempre las ha habido y siempre las habrá. Cuando yo empecé a leer (a los 9 años, bastante tarde para lo que suele ser habitual) tenía la tele a mi alcance. Hoy hay quizá más aspectos tecnológicos y por tanto más posibilidades de distraerse, lo que puede dificultar las cosas si lo que quieres es leer. El autor recomienda dos soluciones, una de ellas simpáticamente tecnológica: El Kindle por un lado y la lectura lenta por el otro. El lector Kindle porque por su propia naturaleza te obliga a concentrarte al reducir las posibilidades de interaccionar con otras cosas (por no darte, ni siquiera te da la opción de saber físicamente lo que te queda por leer). Comprendo la idea, pero no la comparto en exceso. La otra es simplemente concentrarse en la lectura, leer deliberadamente con lentitud, sin hacer de terminar el libro una carrera. La verdad es que parece mucho mejor solución.
Me gusta este libro por la defensa que hace de leer por gusto, dejándose guiar por los cambios de personalidad e interés. No leer con un plan establecido, sino permitir que lecturas anteriores influyan en las futuras. Otra cosa que me gusta es que admite que ser lector es algo minoritario, que pretender que todos el mundo ame la lectura es absurdo y que ese fin educativo va muy descaminado. Una cosa es leer para obtener información y otra muy diferente es leer por placer. Como en casi cualquier otra afición, los lectores de ese segundo grupo son minoría. Así ha sido siempre y así seguirá siendo; y no tiene nada de malo que así sea.
Desmitificar la lectura es una tarea necesaria y este libro lo hace bastante bien con muy buen humor. No se lanza contra nadie, pero deja claro lo que considera los excesos de la pontificación de la lectura. Su principal objetivo es defender la idea del lector como alguien capaz de seguir sus propio camino entre los libros. Eso mismo.
Recomiendo la lectura de Algunas ideas sobre la función del patrimonio de Adrián Hiebra porque desempaqueta mucho de los supuestos del caso Ecce Homo. ¿Cómo es posible que la alteración de una pintura que nadie conocía y que estaba en pleno proceso de desaparición pueda causar tal nivel de indignación pública? ¿Es realmente una preocupación por «el arte» o se trata realmente de un cotilleo por las circunstancias? ¿Por qué creemos que el arte es siempre bueno y se debe conservar? ¿Cuál es la función del patrimonio? Y más aún, ¿cuál es nuestra relación con el pasado y por qué sentimos la necesidad de redefinir lo viejo como clásico? ¿Qué nos hace pensar que lo de hace 200 años es mejor que lo de ahora?
Es esa última parte la que me llama más la atención: nuestra anómala reacción a distintos momentos del tiempo, nuestro desaforado apego al pasado, nuestro desprecio a lo nuevo o lo novedoso.
Se me ocurren algunas ideas.
El pasado es una cómoda y extensa región. El pasado está ahí, ordenado, delineado, como uno de esos exquisitos jardines donde todo está decidido. El pasado sigue movimientos, reglas, periodos, una cosa sucede a la otra y siempre sabes dónde estás, sus avatares guiados por una más o menos explícita progresión histórica, por una narrativa. Al pasado se llega por simple virtud de sobrevivir. Con el paso del tiempo, lo viejo se convierte en antiguo y acaba ocupando un lugar de honor en el pasado.
En contrate, el presente es caótico, fluido, mareante, incomprensible. Intentar dotar de sentido al presente exige un esfuerzo continuo y nada te garantiza lograrlo. Los libros escritos sobre el presente son irónicamente parte del presente y por tanto están sujetos a sus mismos problemas, sus autores están tan perdidos como nosotros (es, por tanto, mucho más sencillo regresar al pasado y buscar allí el origen de nuestro mundo, como el borracho que busca las llaves bajo una farola porque allí hay más luz). Además, el presente es pequeño: apenas una delgada capa de dos o tres años de espesor, aunque puede ensanchar si la situación es realmente confusa. Comparado con el vasto pasado, el presente es más bien poca cosa, por mucho que sea el lugar en el que vivimos.
El futuro ni siquiera existe. El futuro está totalmente vacío, sin amueblar. Y como en todo piso sin muebles, lo que resuena en él son nuestras propias palabras, los ecos de lo que fuimos pensando sobre él. Del futuro sólo hay imágenes, conjeturas, elucubraciones. Las ideas sobre el futuro pertenecen, también irónicamente, sobre todo al pasado, que las atesora con mimo. Eso explica que se pueda sentir nostalgia del futuro —en estos días, el ejemplo es el viaje a la luna— porque realmente lo que se siente es nostalgia de alguna visión anterior del futuro.
No es de extrañar que en cierta forma el pasado nos parezca más real que el presente. El presente nos limitamos a vivirlo, mientras que el pasado podemos estudiarlo. Recuerdo de hace unos años un par de cursos sobre arte de vanguardia. El arte hasta 1980 estaba razonablemente claro, todo ocupando su lugar, todo en su sitio, como quien tiene una colección de sellos. Con pasión filatélica podías discutir si ese artista correspondía a esa página o a otra, pero rara vez se dudaba del orden. En contraste, todo lo posterior a 1980 era un caos, una maraña imposible de desentrañar, en la que no servía ninguna de las herramientas que habías desarrollado antes y todavía no habías logrado inventar una que fuese útil. Por tanto, el curso se limitaba a ofrecer una retahíla de nombres, algunos movimientos tentativos y muchas imágenes. Es lo más que se podía hacer. El orden sólo llegará cuando toda esa época sea ya definitivamente pasado.
En un episodio de Futurama, Fry se compra una tele de superalta definición y declara sin vacilar que tiene más resolución que la realidad por lo que no precisa salir al exterior. De la misma forma, a nosotros el pasado nos parece más real que la realidad, más claro, más definido: hiperreal. El pasado nos ofrece la ilusión de comprender, mientras que el presentes nos ofrece la sensación de estar perdidos. El futuro es una tierra prometida en la que nunca entraremos.
A pesar de que a mí no me gustaría nada vivir en el pasado (sé que en eso soy raro, pero para mí el pasado es como mucho un sitio interesante que visitar), comprendo su enorme atractivo. No me sorprende nuestra tendencia a valorar un objeto de hace 100 años por el simple hecho de haber aguantado tanto. Valoramos la supervivencia, lloramos más la muerte de un hombre ya mayor que lo logró todo en la vida y apenas reseñamos la de un joven que lo tenía todo por delante. Por mucha que insistamos en que miramos al futuro con esperanza, en realidad nos gusta más lo ya hecho que lo que está por hacer.
Nos gusta vivir en el pasado. Nos gusta atesorar lo que allí había. Nos gusta sentir esa conexión inefable con un mundo ya desaparecido. Por gustarnos, incluso nos gustan las fantasías del pasado sobre nuestro presente y nuestro futuro, y consideramos sus ideales mejores y más dignos que los que nosotros podamos concebir. Cuando buscamos soluciones a nuestros problemas, una vuelta al pasado es siempre la primera solución que se nos ocurre.
En suma, tenemos demasiada memoria. Guardamos demasiadas cosas.
Quizá deberíamos plantearnos aligerar algo de esa carga.
Aprender a olvidar un poco.
Resulta simpático encontrarse a Mauro Entrialgo tan juguetón y fantasioso, aunque puede argumentarse que esas características ya están presentes, más o menos en la superficie, en el resto de su obra, incluso allí donde es más social y más crudo. Por ejemplo, cuando juega con las portadas y las tapas (como hace también en este caso) o cuando los personajes ejecutan algún malabarismo lógico. Pero este libro, por necesidad, es completamente así. Juguetón y fantasioso es su razón de ser.
De postre reúne 110 chistes («para todos los públicos» nos advierte la misma portada) publicados en un suplemento dominical. Se trataba del chiste de «cierre», la recompensa final de la lectura, el postre. Pero como todo postre, también quedaba la tentación de tomarlo primero. Y como todo postre, tiene que ser para todos los públicos, para adultos y para niños (y de hecho, otro elemento juguetón del libro es que contiene dos epílogos, uno para adultos y otro para niños).
El libro está lleno de robots (sobre todo gigantes), monstruos, vaqueros, seres mitológicos, espacios lejanos, parques, edificios modernos, supermercados, viajes espaciales… Toda una serie de obsesiones que dan pie a chistes que en realidad son sobre la percepción humana. El humor de Mauro Entrialgo se clava directamente en el espacio que hay entre nuestras creencias sobre las cosas y las cosas en sí. En la página 70, una frase de lo más normal oculta una realidad mortal. En la 54, la lógica de los símbolos del éxito se lleva al extremo más absurdo. Y hablando de distancia entre lo que creemos ver y la verdad, nada mejor que la página 49. Muchos de esos chistes aprovechan la ciencia ficción o lo fantástico para desenmascarar nuestras más queridas justificaciones, las que nos permiten considerarnos héroes de nuestras vidas.
De este libro me gusta todo. Me encantan los chistes, sobre todo cuando bordean lo surrealista como (mi preferido) el de la página 93 (que además, es un excelente chiste científico). Me encanta que el tono del libro sea tan fantasioso pero sin sacrificar la inteligencia de los comentarios. Me encanta el color en acuarela. Vamos, que me parece un libro delicioso y uno de los mejores de su autor.
El texto La izquierda magufa y los escépticos de derechas plantea varios temas interesantes. Quizá demasiados, la verdad, lo que provoca cierta confusión, aunque bien es cierto que puede considerarse que todos ellos van formando una cadena y que su separación no haría justicia al conjunto.
Tras dos párrafos sobre seudociencia, entra en materia comentando la extraña equivalencia, en la mente de cada vez más gente, entre la izquierda política y las creencias seudocientíficas. Por desgracia, puede resultar fastidiosa esa equivalencia, pero parece cierto que cada vez da más esa impresión: ser de izquierda es aceptar ciertas creencias que no tienen nada que ver con la política pero que quizá tienen como función dejar clara una posición «contra». Quizá sea, como apunta, a que la izquierda parece haberse convertido en un proyecto siempre en oposición.
Y si aceptamos que para el imaginario popular (que no necesariamente en la mente del autor del texto) los seudocientíficos son de «izquierdas», entonces sus opuestos en el otro lado son «conservadores» (efectivamente, yo hubiese elegido otros términos para no crear confusión política). Y éstos serían los escépticos científicos. Y guiándome por lo que he visto en Twitter, aquí llega la parte más confusa del texto: ¿cuál es el gran problema del escepticismo? Sin embargo, la cuestión queda clara en un párrafo:
De nuevo, es una perspectiva muy miope. Desde el punto de vista de su justificación, los conceptos científicos apenas tienen contexto político y social; la tecnología, en cambio, apenas tiene otra cosa. Desarrollar una técnica o un protocolo en ingeniería, medicina o farmacología es descartar ciertas posibilidades en favor de otras. No es una inferencia a partir de unos teoremas bien definidos sino una decisión práctica en la que, entre otras cosas, influyen valores, intereses y sesgos. Cuando aceptamos la verdad científica, asentimos a la autoridad de la razón, cuando aceptamos la verdad tecnológica, asentimos a la autoridad sin más.
La idea es sencilla, tanto que resulta un poco preocupante que no sea evidente: de un hecho científico X no se deduce de inmediato una actuación Y. Aún admitiendo que X esté libre de valores (idea que yo no rechazaría tan alegremente), la acción Y sobre el mundo no lo está y en sí misma refleja todo tipo de condicionantes. Eso no quiere decir que una cierta política o acción se deba decidir y ejecutar desoyendo a la ciencia, no, más bien todo lo contrario. El conocimiento cabal del mundo es fundamental para tomar decisiones, pero no es el único criterio. Para dar forma a la decisión hay que tener en cuenta toda una serie de valores que uno aspira a preservar o a promover. Tener un conocimiento cabal de X no implica necesariamente una única acción posible. Lo contrario sería tener un gobierno puramente tecnocrático, donde los valores de la sociedad fuesen sustituidos por los valores de ciertos grupos dedicados a la promoción de ciertas tecnologías.
En ese aspecto, la situación que plantea es similar a cualquier otro escenario moral. Simplemente, de los hechos crudos del mundo no se deduce una actuación. Sobre un ejemplo de esa situación escribí hace tiempo en Responsabilidad cósmica. Si descubriésemos que estamos solos en el universo, ¿deduciríamos de ese hecho nuestra obligación de colonizar la galaxia? No, claro que no. Nuestra soledad galáctica puede ser un hecho indiscutible, pero nuestra reacción ante ese hecho, y por tanto lo que estamos dispuestos a hacer, se deriva de nuestra inquietudes, actitudes, aspectos morales y demás. Una persona que creyese que la vida debe ocupar el universo estaría de acuerdo en colonizarlo. Otra persona que dijese que es mejor preservar las cosas tal y como son, estaría en contra. De la misma forma, el texto ofrece el ejemplo de los transgénicos: uno puede aceptar su perfecta inocuidad y seguir oponiéndose a ellos en base a otra serie de valores que le interesa que la sociedad apoye o defienda.
Tiene razón en que posiblemente sea esa deriva automática de X a Y, de los hechos a la acción, el punto débil más importante de los escépticos (también apunta carencias epistemológica, de lo que ya no estoy tan seguro). También supongo que es normal que suceda, porque dados dos grupos en oposición, las opiniones de ambos grupos van radicalizándose para distinguirse mejor. En una pelea, las matizaciones se toman como debilidades y por tanto tienden a evitarse, e incluso en los casos más extremos los grupos las rechazan internamente. Pero si acaso, eso lo hace más triste.
Mientras escribía «Una fantasía» no dejaba de sentir el insistente asalto de una idea: eso ya lo había leído antes. Vas escribiendo, encadenando palabras, inventándote una señora mayor y un cuadro, y no dejas de sentir el déjà vu del reconocimiento. No en los detalles, por supuesto —en general sé de dónde salen— pero sí en el propósito del texto, su intención y evidentemente los temas que plantea.
Y claro que lo he leído antes, porque el modelo es más que reconocible. Es una simple historia que plantea unas preguntas y cuya única función es recrear las condiciones adecuadas para esas preguntas. Es un texto de laboratorio —o de pregunta de examen—, que aspira a limitar las variables a las mínimas posible. Y claro que lo he leído antes, porque efectivamente he leído un montón de textos así, todos del mismo molde. Cualquier libro de divulgación filosófica está repleto de narraciones que siguen ese modelo. Y probablemente en algunas se planteasen preguntas muy similares (y, con toda seguridad, la pregunta de ¿Qué es el arte?).
¿Cuál sería la alternativa? ¿No hacer preguntas que me parecen divertidas e interesantes? ¿Intentar leer completa la bibliografía (¿cómo sabrías que está completa?)? Casi mejor seguir adelante, aunque sepas que no eres nada original, que intentar analizar todo lo que se dijo en el pasado para no repetirlo. Asumir que repetir una y otra vez es parte de la condición humana (una idea que no tiene nada de original).
Pero, ¿qué hay de los detalles? Da la impresión de que los he dejado escapar con demasiada facilidad. Si lo pienso bien, los detalles no son tan míos como me parecen a simple vista y con el peso del pensamiento esa sensación de posesión se va desvaneciendo. Si alguien al escribir con el paso del tiempo va dibujando las líneas de su propia cara, ¿no podría ser que su propia cara fuese el resultado de lo que va escribiendo? Es decir, lo que soy ahora mismo es resultado de tantas influencias (de tantos «genes y circunstancias» que decía el filósofo) que parece absurdo pensar que lo que escribo me refleja a mí, cuando más bien lo que soy es reflejo de lo que escribo por efecto de las influencias.
Por tanto, si me pongo a pensar, lo más asombroso es lo poco de mí que hay en lo que digo. En realidad, da la impresión de que un buen montón de ideas, impresiones, prejuicios y sensaciones se concentran en cierto lugar y brevemente adquieren cierta solidez. Es tentador pensar que yo causé ese momentáneo punto de reunión, pero probablemente sea más exacto decir que esa fugaz confluencias fue momentáneamente mi yo.
Un día entro en una tienda de antigüedades. En ese mismo momento, la propietaria –una señora ya muy mayor– sube con esfuerzo del sótano un cuadro cubierto por una lona. Lo acaba de encontrar, me dice. Lo debió comprar su madre –de quien heredó la tienda y el oficio– o su abuela –de quien la heredó su madre– y acabó en el sótano durante todos muchos años. Ella no sabía que estaba —ahí abajo hay un mar de objetos— y fue sólo ahora, al decidir ante la ausencia de clientes rebuscar en un rincón, el encontrarlo.
Lo descubre y me encanta. Me parece una obra magistral. Milagrosamente, su larga estancia en el sótano apenas lo ha deteriorado. Lo compro sobre la marcha y envuelto con la misma manta me lo llevo. Poco después descubro que la anciana anticuaria murió al día siguiente sin tener oportunidad de contar a nadie la historia.
El cuadro lo encierro en mi cámara acorazada (es una fantasía, así que bien puedo tener una cámara acorazada). Durante años lo visito y lo contemplo. Un día, muchos años después, entro en la cámara, rocío el cuadro con alcohol y le prendo fuego. Contemplo cómo se extingue lentamente. Ahora sólo quedan cenizas. De la obra maestra que compré sólo queda la ausencia.
Digamos que al día siguiente (aunque no me hace mucha gracia) yo también muero sin haberle contado nunca a nadie nada sobre ese cuadro. Mis herederos sólo hallarán una cámara que contendrá un conjunto de objetos y entre ellos una ausencia que no podrán percibir. El conjunto vacío es invisible.
Ahora la pregunta, ¿he cometido un daño a la humanidad quemando el cuadro?
Si la respuesta es que sí, ¿a quién he dañado exactamente? Nadie sabía nada de ese cuadro. Pasó tanto tiempo en el sótano que nadie que lo conociese anteriormente está ya vivo. Cuando se vuelva a abrir la cámara acorazada, todas las personas que conocían sus aventuras posteriores también habrán muerto. Es tal cual como si ese objeto no hubiese existido nunca. No es ni siquiera el caso de un ser humano que ha sufrido un daño enorme pero ya no lo recuerda (por amnesia o por la acción de algún dispositivo de ciencia ficción), es más bien como si el cuadro fuese una ficción. Y aunque fuese real, un objeto por su misma naturaleza no siente ni piensa (o al menos, no siente ni piensa como sentimos y pensamos nosotros, y por tanto no se le aplica el daño por el que esto preguntando), por lo que su destrucción puede considerarse lamentable como mucho, pero no un daño.
Es más, podría argumentarse fácilmente que la humanidad tiene demasiada memoria, que se conservan demasiadas cosas del pasado, que los intentos de preservarlo todo son incluso contraproducentes y producto más bien de una mentalidad pequeñoburguesa que exige un registro de todo, incluso de lo que no interesa. Al contrario, si desapareciese del mundo todo el arte conocido, podríamos empezar de nuevo desde el principio, que el pasado en este caso es más un lastre que nos impide lanzarnos a la aventura. El apego a las cosas nos limita y paraliza.
Si la respuesta es que no, ¿no tenemos en cuenta todo el bien potencial que podría haber producido ese objeto de haberse revelado su existencia? Si era efectivamente una obra maestra, y sólo tenemos mi palabra a tal efecto, ¿no habría sido un bien enorme haber construido un museo a su alrededor, haberlo donado o de cualquier otra forma haber facilitado y difundido su disfrute? ¿No sería nuestro imperativo moral hacer el mayor bien posible? Si así es, no actuar de esa forma podría considerarse un daño si estaba en nuestra mano hacer el bien. Quizá el daño no radique en haber destruido el objeto, sino en haber destruido el futuro disfrute cuya existencia podría haber reportado a otros.
Si toda obra de arte es un apuesta futura, lanzarse al vacío del tiempo confiando en dar algún día con un receptor que la pueda disfrutar, es fácil argumentar que hemos impedido esa resonancia futura. Y con ella, podría ser que hubiésemos perdido todas las obras que la existencia de este cuadro podría haber inspirado. ¿Cuántas vidas artísticas he truncado con su destrucción?
(¿Qué hay de todas esas obras ahora mismo encerradas en algún lugar? Podría ser que una obra de arte de la que nadie puede disfrutar ya no es una obra de arte.)
Parece haber una tercera opción, que es la neutral. La destrucción del cuadro no fue ni un daño ni un bien, fue un simple gesto (quizá, pienso yo, una performance privada) que no tiene mayor consecuencia sobre el mundo. La humanidad está en el mismo estado antes y después de que ardiese el objeto. Además, un objeto más o menos en el mundo da un poco igual.
Pero argumentar la neutralidad ¿no es lo mismo que argumentar que no hubo ningún daño? Después de todo, si quemarlo no tiene mayores consecuencias entonces podremos concluir que la respuesta es que no.
Otra opción, diferente, es imaginar una línea, hipotética con toda una gradación de reacciones. En un punto de la recta, quemarlo fue un daño claro, en el otro extremo de la recta no lo fue en absoluto. Y en otras posiciones, dio igual, lo que podría considerarse un «no» pero posiblemente sea sobre todo indiferencia. Y en muchos puntos, algo de daño, simplemente, mayor o menos a medida que nos acercamos a uno de los extremos.
Posibles variaciones:
Un día, Roland Barthes fue a Japón. Miró atentamente a ese país. Luego imagino otro país, similar —haciendo uso de lo que había visto en Japón— pero totalmente imaginario, con todas las características positivas que se derivan de la inexistencia. A continuación, giró la cabeza, miró fijamente a ese lugar imaginado y olvidó por completo, o casi, al país que ahora tenía detrás. Logró así un signo perfecto, puro, sin referente. Un signo que no se correspondía con nada real.
Y procedió a leerlo.
Porque eso es lo que él hacía.
Él leía.
Donde nosotros leemos palabras sobre el papel, él leía la realidad entera.
Pueden imaginar que la relación de este libro con el Japón real es más bien tenue. Incluso es difícil establecer su posible relación con la imaginación de Roland Barthes. Barthes al final, tras irse bien lejos, más allá del horizonte de las convenciones occidentales con las que nació y vivió, logra construirse su texto ideal, el que puede analizar sin referentes, porque los desconoce y no le importan. En Mitologías cuando habla, por ejemplo, de una portada de revista de cotilleos, es dolorosamente consciente de entender lo que hay detrás, lo que hay delante, lo que hay a derecha y a izquierda, incluso lo que hay en otras dimensiones paralelas. Ese conocimiento es, efectivamente, la razón por la que puede identificar el mito, porque ve las piezas situadas en distintos niveles y su interrelación, pero es un conocimiento que también le limita. En El imperio de los signos logra liberarse de la ciencia, porque no hay referente tras su país imaginario, y por tanto puede leer con libertad.
(Todo eso lo cuenta, más o menos, en las dos primeras páginas).
Así lee las máquinas Pachinko, la comida (cuya única envoltura es el tiempo), el centro vacío de Tokio (ocupado por el palacio) (en un momento dado incluso se declara lector, no visitante). De la ausencia de direcciones nos dice que según Tokio “lo racional no es más que un sistema entre otros”. Incluye seis páginas extraordinarias sobre los paquetes de el Japón (que es como llama a su versión de Japón). Reflexiona sobre el gesto y al acto en el teatro de muñecos. Todo lo que dice del haikú me parece delicioso, aunque no estoy seguro de que se corresponda con el haikú real o con algún haikú concreto (“el haikú no sirve para ninguno de los usos (a su vez también gratuitos) concedidos a la literatura”). Incluso lee las caras y los cuerpos japoneses, relacionándolos con los signos de hombre y mujer.
Y así sucesivamente, con los temas más variopintos, centrándose sobre todo en la cotidianidad de el Japón, pero intentando siempre mantenerse en la superficie lectora, en las letras. Para él la línea recta es una línea recta en sí misma y no esconde nada más. Por tanto, El imperio de los signos (que yo no puedo evitar leer en francés como L’Empire des singes, imaginándome que es una sexta parte o similar) es ante todo un libro sobre la aplicación por parte de Barthes de método de Barthes, una serie de textos sobre su libertad lectora. Un librito extraordinario que es mejor leer como lo que realmente es, una escapada poética.
No, no, no la séptima iteración del iPad, sino la idea de que Apple podría sacar un iPad de siete pulgadas (que serían en realidad 7,85, más cerca de 8 que de 7) como complemento al iPad actual de 10 pulgadas (que en realidad es de 9,7). Mucho se ha hablado y escrito sobre ese hipotético producto (recomiendo: The case for a 7.8″ iPad, Let’s Try to Think This iPad Mini Thing All the Way Through y Thinking This iPad Mini Thing Even Througher). Les resumo: 7,85 pulgadas, resolución 1024×768 (la misma que el iPad original y el iPad 2, y con el mismo ratio 4:3), como un 66% del iPad actual, un precio que iría entre los 200 y los 250 dólares y se pondría a la venta en octubre, justo a tiempo para la campaña de Navidad.
Evidentemente, que alguien sugiera todo eso, que haga cálculo, que indique que se trataría fundamentalmente de cortar de otra forma la misma pantalla que lleva el iPhone 3GS (que es de 480×320) no implica que Apple vaya a sacar ese producto. Es más, si no lo hace ni siquiera será legítimo hablar de que Apple ha cambiado de opinión o similar, porque estamos en el puro terreno de los rumores. Pero, ¿es posible?
Por ser posible, muchas cosas son posibles. ¿Qué razones hay a favor y en contra? Pues precisamente eso es lo que pretende elucidar el branch iPad 7″, ¿sí, no? ¿por qué? donde un buen grupo de personas han invertido ya varias horas en discutir la cuestión y cuya lectura recomiendo. Al margen de las razones ofrecidas, lo más fascinante de esa discusión es comprobar que cada uno de nosotros tiene una imagen diferente de lo que es Apple, de lo que Apple está dispuesta a hacer y de sus razones para hacer o dejar de hacer las cosas. Cada uno busca la esencia de Apple y cada uno de nosotros acaba con una idea diferente de esa esencia.
Por ejemplo, hay quien comenta que sería un rollo para los programadores, porque habría que cambiar resoluciones y demás, introduciendo un mayor grado de fragmentación. Otros dicen que una pantalla de 1024×768 no sería retina y que Apple jamás introduciría un producto que no ofreciese al menos lo mejor que ofrece ahora mismo. También se comenta el tema del precio y que Apple no introduce versiones más baratas de sus productos. De hecho, en muchas respuestas parece haber un regusto del mito fundacional.
El mito fundacional en este caso es el siguiente: Steve Jobs vuelve a Apple, se acerca a la pizarra, dibuja un cuadrante y dice que Apple sólo puede tener un producto en cada una de esas categorías. Es un mito de simplificación, casi zen, en el que uno deja sólo estrictamente necesario. Pero ahora mismo, Apple es un empresa con un buen montón de dinero —lejos de la empresa al borde de la quiebra con la que se encontró Jobs— y en proceso de cambio al convertirse en un gigante mundial, modificando unos productos para adaptarlos a versiones futuras, por lo que varios dispositivos se solapan. Por eso cuentan que Tim Cook —que lleva una empresa muy diferente en muchos aspectos— prefiere decir que todos los productos de Apple se pueden colocar sobre una mesa de reuniones. No es la sencillez austera del cuadrante. Es una forma diferente de sencillez.
¿Para qué querría Apple un iPad de 7 pulgadas?
Supongo que sobre todo para satisfacer un requerimiento del mercado que se considera lo suficientemente grande como para merecer la pena. Si hay mucha gente pidiendo tablets de 7 pulgadas, pues podría ser interesante ofertarlo. Sobre todo si este tablet al salir al mercado ya podría ejecutar todas las apps actuales para el iPad convencional (se verían más pequeñas, claro, pero en la mayoría de los casos se podrían usar sin muchos problemas). De paso, se pararía los pies a muchos de los nuevos tablets que por distintas razones han optado por ese tamaño (aunque en general con otro ratio). Y probablemente Apple podría ganar bastante dinero vendiendo ese producto.
Pero también podemos considerar otros dos factores.
El primero de ellos es el tamaño del mercado global de tablets. Si el mercado del iPad de 10 pulgadas ya está cubierto y el que se lo ha querido comprar ya lo ha hecho y el que se lo quiera comprar en el futuro ya lo hará, podría tener sentido crear otro mercado en otro rango. Quizá un iPad de 7 pulgadas no saldría a competir con los otros tablets de 7, sino más bien a crear todo un mercado de tablets de 7 a 200 dólares que Apple podría ocupar con la misma comodidad con la que ocupa el otro segmento. Digamos que aquellos que no se compran un iPad al precio actual quizá estarían dispuestos a comprar un iPad a 250 dólares, sobre todo si tenemos en cuenta que ese hipotético dispositivo encajaría en el enorme ecosistema ya existente. Se trataría de hacer que el pastel fuese más grande.
El segundo es el famoso efecto halo: el uso de un producto Apple te lleva a acabar comprando otros productos de la misma empresa. Como conozco varios casos de ese efecto, no me cuesta nada pensar que un iPad de 7 pulgadas relativamente barato podría acabar vendiendo otro productos de la empresa, de la misma forma que el iPod logró vender muchos Macs, de la misma forma que el iPhone ha creado más de un switcher. De nuevo, no sería tanto tapar un agujero en el rango de precios del iPad como ofrecer una oportunidad de acercarse a los productos de la empresa y reforzar el atractivo del ecosistema global.
Considerando que el iPad ha creado todo un mercado, y oportunidades laborales, que no existían hace 3 años, no dudo que un iPad Mini (o iPad Air) podría ampliarlo aún más. Más gente comprando un iPad (el que sea) es más gente usando apps, y por tanto más gente que hace que la creación de apps sea mejor negocio. Como persona dedicada a eso, comprenderán que me llama la atención esa posibilidad (y también, entre otras cosas, la de dar nueva vida a apps que ya no se ajustan al iPad retina). Aunque si les soy sincero, me gustaría mucho más poder programar para el Apple TV, que uno tiene sus obsesiones.
De nuevo, no son más que elucubraciones. De la misma forma que veo a Tim Cook presentando exclusivamente un iPhone 5 (aunque me sorprendería que no aprovechasen para renovar la gama iPod), también me lo imagino fácilmente dando un golpe y presentando todo un torrente de producto de cara a las navidades. Vamos, que soy incapaz de decidirme: los veo posible y no posible a la vez. Como parece que el 12 de septiembre tendremos presentación (aunque estrictamente es otro rumor), queda menos de un mes para salir de dudas.