[Recibido] El escondite de Grisha, de Ismael Martínez Biurrun

La editorial Salto de Página es una que descubrí gracias a mantener este blog, cuando tuvieron la amabilidad de empezar a enviarme libros. No puedo alegrarme más, porque me han hecho ver aspecto de la narrativa en español —sobre todo fantástica y de terror— que no habría conocido de ninguna otra forma. Vamos, que como en otras ocasiones, la llegada de El escondite de Grisha (Salto de Página. ISBN: 978-64-15065-17-3. 256 páginas. 18,50 €) me intriga enormemente:

De la contraportada:

Dos veces huérfano con apenas diez años, Grisha ha aprendido a protegerse por sí solo y a esconder sus secretos. Todas las tardes se refugia en la biblioteca y escribe con los ojos cerrados lo que parece el diario de otro niño que vive a miles de kilómetros y a quien no conoce. ¿Quién es el otro Grisha? ¿Es posible robar la vida de otra persona…?

Olmo no es un bibliotecario como los demás. Incapaz de poner nombre a sus propios sentimientos, huye de un pasado siniestro y busca consuelo en los brazos de la mujer policía que siguió su rastro. Cree que por fin ha puesto orden en su vida, hasta que se tropieza con Grisha. Olmo no contaba con volver a verse reflejado en los ojos de un niño malherido. Con atravesar un infierno ajeno para regresar al suyo.

Éste es el relato del insólito encuentro de Grisha y Olmo, del asesinato que cometieron juntos y del viaje que emprendieron en busca de respuestas y de redención. Con el talento que la crítica le ha reconocido para la combinación de géneros —desde el thriller policial al fantástico—, Ismael Martínez Biurrun ha construido un relato sobrecogedor, a un tiempo hermoso y terrible.

Continuar leyendo[Recibido] El escondite de Grisha, de Ismael Martínez Biurrun

Don’t get fooled again: a sceptic’s handbook, de Richard Wilson

Libro sobre los engaños habituales, esos que de tan comunes son hasta admitidos. La astrología, por ejemplo. O la homeopatía. En esos aspectos es bastante normal, discutiendo algunos métodos que se usan para hacer pasar por verdaderas esas invenciones. Aunque a pesar del título no llega a manual, porque no es tan sistemático como para ser útil en ese sentido (no es, para entendernos, un catálogo de falacias lógicas). En realidad, si ya conoces el tema, puede resultar bastante superficial.

El detalle interesante del libro es que se aleja un poco de los temas habituales y se adentra en terrenos del fraude científico y sobre todo de la manipulación social. En particular, se habla de cómo se fabrican los testimonios para justificar una guerra o de cómo engañar a la prensa con falsas noticias. Defiende el escepticismo como un mecanismo imprescindible para evitar que la sociedad se hunda bajo la corrupción y el fraude. Digamos que su posición escéptica tiene implicaciones mucho mayores.

Es uno de esos libros que podría haber sido mejor. Me resisto a recomendarlo, a pesar de que se lee muy bien y es entretenido, porque creo que a pesar de ejemplos interesantes que se salen de lo habitual es un libro que se queda corto.

[50 libros] 2011

Continuar leyendoDon’t get fooled again: a sceptic’s handbook, de Richard Wilson

En japonés

En japonés, sí, en el número 29 de Lunatic se publica «El día que hicimos la Transición», un relato que Ricard de la Casa y yo escribimos hace ya un montón de años. No sé qué edición es ésta. Se ha reeditado tantas veces, muchas más de las que podría haber imaginado en su momento, que ya he perdido la cuenta… En italiano creo que está dos veces. En inglés está 3 veces; es decir, exactamente 3 veces más de las que podría razonablemente haber esperado al terminar de escribirlo. Incluso recibió un comentario positivo de Gary K. Wolfe, que durante años fue mi crítico favorito de ciencia ficción.

Vuelvo al tema. En japonés se ve así:

Antes de cerrar, debo dar las gracias al traductor, Yasutoshi Nakazima. Sin él, evidentemente, no hubiese sido posible.

Continuar leyendoEn japonés

La prisión del punto de vista: Jealousy, de Alain Robbe-Grillet

Celosía se llama este libro en español, con lo que se señala a algo que se coloca en una ventana y que permite mirar sin ser visto. Y también se hace referencia a los celos, presentes en cada página, aunque al principio no sabes exactamente de qué forma, dando que la acción, que transcurre en una plantación lejana, se cuenta inicialmente de una forma que parece totalmente impersonal, como si fuese una objetiva descripción de hechos que simplemente suceden.

Y lo que se cuenta que sucede son los encuentros —para comer, para cenar, para programar un viaje— entre un hombre, el dueño de una plantación cercana, y la señora de la casa, de la que también sabemos cuándo se sienta a escribir cartas, cuándo se acuesta, cuándo se levanta. Pronto comprendemos que ésa es la supuesta pareja de amantes, aunque en realidad nunca se ve nada que lo confirme. Inmediatamente después comprendemos que jamás leeremos nada que lo confirme porque el punto de vista a través del cual seguimos ese mundo es precisamente el del marido, que se ha desposeído hasta tal punto de su yo que se nos presenta como un simple punto, casi como un vacío presente. El texto nunca lo referencia, no se dice jamás “mí” o “yo”. Si alguien se le sienta delante se limita a decir “se sentó delante”. Es decir, no hay nada que nos indique la presencia de una persona en ese lugar que es el centro de la narración. No puede haber confirmación de la infidelidad por el simple hecho de que tal confirmación no se produciría jamás delante del marido y por tanto jamás delante de nosotros.

El punto de vista, esa mirada fija, no puedes escapar de la plantación. Nos la describe con todo detalle, indicando incluso cuántas plataneras hay por fila, cuántas filas en total, y aquellos casos excepcionales donde las filas no están completas. Por no hablar de la geometría de la casa, de tal importancia que viene con un pequeño plano. También se recrea en unos pocos episodios. Los supuestos amantes leen la misma novala y la van comentando, aunque los detalles fluctúan. La muerte de un ciempiés parece ser un momento de gran importancia, porque el punto de vista se recrea continuamente en la mancha casi perfecta que es ahora su único recuerdo. Lo mismo sucede con el viaje de la pareja a la capital, que parece sufrir ligeras variaciones al volver a contarse. Está claro que el punto de vista no puede huir del espacio y tampoco del tiempo. Vive en un presente donde está obligado a recordar inevitablemente una misma sucesión de episodios, de idas y venidas de la mujer por el dormitorio, de ruidos de camión, de comidas y cenas, de muertes de ciempiés. Es como si todas esas escenas flotasen en el espacio, siguiendo sus propias órbitas fijas, en ocasiones pasando muy rápido, a veces demorándose y alejándose, y por tanto desdibujándose, cada una siguiendo su propia lógica caprichosa.

Y así es como el punto de vista traiciona sus emociones. En momento de tranquilidad, se recrea durante varias líneas con las órbitas de los mosquitos alrededor de una lámpara. Cuando se agita, los recuerdos pasan a toda velocidad por la página, ganando a veces en violencia. En ocasiones se nos cuenta accidentes imposibles (porque, habiéndose producido fuera de la plantación, no puede haberlos presenciado), a veces los hechos de la novela leída se entremezclan con los reales, de suerte que al final resulta difícil saber qué está sucediendo exactamente. Pero lo que sí está claro es que marido no ha logrado elidirse por completo, sigue presente marcando el ritmo de la narración. Atrapado en su cárcel puntual, está condenado a la eterna repetición sin llegar a conocer la verdad.

Como los celos.

Al principio, leer Jelaousy se hace un poco difícil, porque debes esforzarte por mantener los elementos en su lugar, deducir que los cambios súbitos indican un cambio de recuerdos y no una dislocación de la realidad. Pero poco a poco, sobreviene la fascinación por una narración contada de esa forma, donde los personajes pueden volver de un viaje antes de volver. Acabas dejándote llevar por la cadencia de los recuerdos, aprendes a inferir lo que el punto de vista no está contándote, a reconocerle precisamente por todo lo que no quiere decir. Al final, resulta un apasionante reflejo de la personalidad distorsionada y una gran lectura.

[50 libros] 2011

Continuar leyendoLa prisión del punto de vista: Jealousy, de Alain Robbe-Grillet

Algunos juegos de Homínidos 2011

El 16, 17 y 18 de septiembre asistí a las jornadas Homínidos 2011. Organizadas por la editorial Homoludicus (que tiende a editar muy buenos juegos y por tanto publica algunos de los juegos que comentaré a continuación), las jornadas consiste en algo tan simple como encerrarse en un hotel de Granollers y aprovechar sus salones para jugar, jugar y jugar a todo tipo de juegos de mesa. La verdad es que si salí del hotel fue sólo un momento para ir a comprar a la librería Homoludicus (de por sí, un gran espacio con muchas mesas para jugar) que entre otras cosas tiene una excelente selección de juegos para niños (ya saben, intentando pasar la afición a la prole).

Lo pasé en grande. Jugar a ese tipo de juegos me relaja muchísimo y lo paso muy bien (sobre todo en compañía de amigos), por lo que la oportunidad de hacerlo hasta altas horas de la mañana, casi ininterrumpidamente, es un regalo que no se recibe habitualmente. Además, los organizadores son perfectamente consciente de que allí la gente va a jugar, y hacen lo posible para que ese deseo se cumpla: mucho espacio, refrescos en abundancia, muchos juegos y la posibilidad de probar diferentes estilos de juego.

Evidentemente, por muchas horas que se dedique a jugar, no hay nunca tiempo suficiente (que se lo digan a mi amigo Miquel Barceló, que ha resultado ser un gran aficionado a esos juegos, que se quedó sin probar High Frontier) y es preciso cierto nivel de optimización: todo juego que se prueba es perder la oportunidad de jugar a otro. A mí se me quedaron muchos que me hubiese encantado probar, pero de los que jugué me gustaría destacar los que más me gustaron.

Aquí están:

MIL 1049

MIL es un juego de Firmino Martínez que pronto publicará Homoludicus (el logo de la izquierda es totalmente provisional). De hecho, en Homínidos 2011 se jugó con ilustraciones casi definitivas (obra, por cierto de Pedro Soto, que jugó en mi partida). En este caso cada jugador lleva una familia de la edad media. La idea es extender la familia, teniendo hijos y ocupando territorios. El juego ofrece muchas opciones y posibilidades, casi todas marcadas por aspectos positivos y otros negativos: hacer la guerra, partir a las cruzadas, ayudar a construir la catedral, etc… Como se trata realmente de llevar una familia, hay un curioso mecanismo para marcar el paso del tiempo que hace que los personajes vayan muriendo, cosa que no tiene mayores consecuencias negativas si has recordado tener descendencia. La cosa se pone muy fea si mueres sin heredero.

Se trata en suma de un juego complejo, por la cantidad opciones, pero no es un juego complicado y tras el primer turno ya vas bien. Tiene detalles curiosos. Por ejemplo, si quieres construir un castillo debes pujar contra los demás jugadores y puede suceder que tú inicies el proceso de construcción pero que otro jugador, que ha pujado más, lo acabe construyendo.

Mi impresión final fue que se trataba de uno de esos juegos con profundidad y que no revela sus secretos con facilidad. Es mi compra segura.

De Vulgari Eloquentia

Juego de Mario Papini —también publicado en España por Homoludicus—, De Vulgari Eloquentia ambientado en la Italia de finales de la edad media, cuando el latín va cediendo terreno a las nuevas lenguas vulgares. Los jugadores empiezan siendo mercaderes, aunque a lo largo de la partida —mientras buscan conocimientos, repasan libros, ganan dinero y recorren Italia— pueden convertirse en monjes, cardenales e incluso llegar a papa (aunque sólo puede haber uno). Entre los detalles simpáticos: los monjes piden dinero al mercader más rico; si ningún mercader es más rico que el monje, el dinero sale de la banca. Lo que se dice cobrar, los monjes siempre cobran.

Y aquí viene el punto curioso del juego. A la mitad de la partida tuve la impresión de que había terminado para mí, que no me quedaba nada interesante que hacer con ese juego (quizá en parte porque me sentí forzado a convertirme en monje a pesar de que yo quería ser mercader). Pero horas después, empecé a recordar De Vulgari Eloquenti como un juego muy bueno, con un tema impresionantemente bien integrado con las mecánicas (elegir cinco acciones entre un montón de opciones). Un impresión que perdura hasta ahora, varios días después. De hecho, estoy prácticamente decidido a comprarlo.

¿Cómo conciliar dos reacciones tan diferentes? Pues no lo sé, pero quizá se trate de mi cerebro diciéndome que mi problema con el juego se debió sobre todo a la inexperiencia y que partidas posteriores demostrarán que jugar a De Vulgari Eloquenti es una experiencia mucho mejor de lo que me pareció en ese momento.

Gloria a Roma

Juego de Carl Chudyk que quería probar desde hace tiempo y que ya había decidido comprar al saber que Homoludicus lo iba a publicar en España en una nueva versión con gráficos bastante mejores. El objetivo de Gloria a Roma consiste en ganar puntos reconstruyendo Roma tras el tremendo incendio. Se hace empleando una serie de cartas que pueden tener distintas funciones (profesión, edificio o material de construcción) dependiendo de dónde se encuentren y el uso que se le quiera dar.

Se trata de un juego ágil, divertido y rápido, que ofrece bastante opciones. El detalle de las cartas con 3 posibles usos es uno de los elementos que lo hacen divertido: ¿uso esta carta como el material o la empleo como profesión? Y si bien los efectos de unos edificios se acumulan sobre otros, lo que ofrece potentes combinaciones, me dio la impresión de que no tanto como para desequilibrar enormemente la partida.

Star Trek: Expeditions

Yo soy más bien poco trekkie, así que el tema de este juego no me atraía especialmente. Pero el nombre del diseñador, Reiner Knizia, y el hecho de que fuese cooperativo hacían que Star Trek: Expeditions. Y con razón. Es muy buen juego cooperativo en el que los jugadores hacen el papel de oficiales de la Federación intentando resolver una serie de crisis mientras allá en los cielos una nave klingon se enfrenta a la Enterprise. El tema está francamente bien integrado y yo lo disfrute mucho.

El juego tiene buenos detalles. El que más me gustó: si un personaje hace algo especialmente bien, sufre daño físico. También puede esforzarse, y aceptar el daño, para obtener mejores resultados. Viene además con varias figuras, incluyendo dos buenos modelos de las naves, lo que hace que sea más divertido jugarlo. Su única pega es que hay mucho texto en inglés, por lo que no es adecuado para jugadores que no controlen esa lengua.

Automobile

Automobile fue el último juego que jugué durante Homínidos 2011; al terminar me levanté para ir al aeropuerto. Y cómo me alegra haberlo jugado. Los comentarios que había leído eran más bien tibios, por lo que a pesar de ser un fan de Martin Wallace (entre mis preferidos está Brass), pasé. Ahora que lo he jugado, es una omisión en mi ludoteca que pienso corregir.

Automobile es un juego económico donde cada jugador lleva una empresa automovilística desde los inicios de la industria y a lo largo del siglo XX. Entre las opciones está la de hacer investigación y desarrollo, producir coches, decidir cómo venderlos y saber cuándo cerrar fábricas demasiado antiguas. Un detalle interesante es que la demanda de coche es secreta, por lo que buen parte del juego consiste en intentar prever lo que va a pasar y decidir cuántos coches fabricar.

Sin ser Brass, que me parece un gran juego económico, me gustó mucho.

Antiquity

Aquí tenemos la joyita, la rareza de estas jornadas. Fue Bascu el que me habló de este juego, que él define como una especie de Catan avanzado. Se trata de un juego de administración de una ciudad, con un conjunto de reglas muy simple y tremendamente lógico. Tanto es así que yo leí las reglas en el avión y ese mismo día por la tarde me levanté de una partida y me senté a jugar a Antiquity.

Qué juegos más brutal. No sé si es posible ganar a Antiquity (entre sus detalles llamativos está en que cada jugador puede elegir, de entre una serie de condiciones de victoria, la forma de ganar que más le apetezca), pero perder a este juego es toda una experiencia. Yo cometí un error fatal (sobre el que me habían advertido repetidamente: Nunca, hagas lo que hagas, te quedes sin madera) y el juego me machacó sin piedad. No importa, porque la experiencia de jugarlo es muy superior. A destacar el detalle importante de que incluye contaminación: prácticamente no puedes hacer nada —segar, por ejemplo— sin provocar un importante impacto ecológico en el entorno.

Evidentemente, no se trata de un juego para todo el mundo. De hecho, probablemente pretende ante todo ser una rareza, uno de esos juegos exquisitamente cuidados, con un aspecto gráfico que imita elementos muy anteriores. La caja, por ejemplo, es una gozada, porque imita y remite a modelo de libros antiguos. Es en suma uno de esos juegos que se pueden tener simplemente por el placer de la posesión, aunque nunca lo juegues. Si no fuese tan caro…

En cuanto a Homínidos… espero poder ir a Homínidos 2012.

Continuar leyendoAlgunos juegos de Homínidos 2011

Cuando el futuro nos alcance

Escribí este texto hace casi 8 años, como charla para la III Reunión de Informática y Ética: La Ética en la Ciencia Ficción. Tengo la mala costumbre de escribir las charlas, luego me las intento aprender de memoria (tarea que cada día resulta más difícil) y finalmente las suelto como puedo. En este caso, tras volver de San Sebastián la dejé sin mirar durante todos estos años, pasando de un disco duro a otro a medida que iba cambiando de ordenador.

Releyéndola hoy, me queda claro que intenté hablar sobre todo de la incapacidad predictiva de la ciencia ficción que es, quizá paradójicamente, su mejor aspecto, porque al generar escenarios la mejor ciencia ficción nos invita a pensar (la peor nos dice que lo que ya pensamos no precisa modificación alguna). Por supuesto, también tengo la sensación de que la escribió una persona similar a mí pero diferente en varios aspectos. No es que no crea hoy más o menos lo se dice, pero al leer el texto repetidamente me encuentro exigiéndole mentalmente a su autor que justifique este punto o que demuestre aquella afirmación. Por esas razones la he dejado tal cual, sólo corrigendo las erratas que he podido encontrar. Ni siquiera he modificado las referencias a la presentación (¿cómo no iba a haber una presentación?) que le dan cierto carácter episódico.

Lo que pasó fue lo siguiente. Hace poco, unos amigos hablábamos de ciencia y tecnología en el canal de IRC que suelo frecuentar (sí, el IRC sigue existiendo). Comenté que en una ocasión yo había escrito sobre un tema cercano, hice una búsqueda rápida (gracias Spotlight) y les envié este texto. Les gustó. Y bien, siempre puede gustar a alguien más.

 

 

Cuando el futuro nos alcance
Los desafíos de la tecnología del mañana a la luz de la ciencia y la ficción

Donostia, 4 de diciembre de 2003

¿Qué fue del futuro? Nos habían prometido tantas cosas: vivir en la luna, viajar por las estrellas, robots que limpiarían la casa, un avión personal para cada uno de nosotros, edificios que se elevarían kilómetros en el aire, teletransportación, civilizaciones extraterrestres, curas para las grandes enfermedades del mundo, etc… Se nos prometieron muchas cosas. ¿Qué fue de ese futuro? ¿Dónde están las imponentes estaciones espaciales de 2001? ¿Los replicantes de Blade Runner? ¿Y los viajes rápidos por el espacio de La guerra de las galaxias? ¿Qué tal va lo de resucitar dinosaurios?

La pregunta me recuerda una escena del cómic Watchmen de Alan Moore y Dave Gibbon. Watchmen es un excelente ejemplo de ciencia ficción, de mundo alternativo que explora posibilidades que no se dieron en el mundo real. En este caso, los superhéroes existen, y tenemos a un montón de personas vestidas con leotardos que saltan por ahí resolviendo los problemas del país y del planeta. La realidad es que resolver, resuelven más bien poco. Y en un momento dado, Buho Nocturno (que no deja de ser una versión de Batman algo calzonazos) le pregunta a El Comediante (que a mí se me antoja un Capitán América como hubiese sido en la realidad): “¿Qué fue del sueño americano?” Y la respuesta de El Comediante, cínico como siempre, es bien simple: “Se hizo realidad”.

La respuesta es casi Zen en su simplicidad, pero totalmente exacta. Al igual que el sueño americano, el futuro se hizo realidad, y el mundo del siglo XXI está aquí. Podemos mirar a nuestro alrededor y verlo. Son tantos los ejemplos que sería una imposibilidad nombrarlos todos. Tomemos un par de ellos.

Hace una década, muy pocas personas en el mundo se conectaban a Internet, entre otras cosas porque Internet no existía más que como una oscura herramienta académica. Hoy día, Internet forma parte de nuestras vidas y ofrece posibilidades impresionantes. Casi todas las imágenes que he usado en esta presentación las he tomado, sin vergüenza, de la red de redes. Lo mismo sucede con los teléfonos móviles, que hace diez años eran caprichos de ricos (si se los podían permitir) y que hoy son una realidad cotidiana. Como dice el anuncio, “¿recuerdas cuando llamabas a un sitio y no a una persona?” Esa pregunta resume un cambio de mentalidad y social acaecido en menos de una década. Es una pregunta asombrosamente concisa, y sin embargo, contiene el germen de toda una reflexión sobre la realidad actual. Yo recuerdo cuando iba a la biblioteca a consultar la enciclopedia en lugar de buscar en Google.

Pero sorpresa, el maravilloso mundo del futuro de 2003 ha resultado ser completamente diferente al mundo que los futurólogos de hace treinta años predijeron. ¿Debemos sorprendernos? La verdad es que no; la ciencia ficción no se ha caracterizado nunca por sus habilidades proféticas. O mejor dicho, como los echadores de cartas, la ciencia ficción ha realizado tantas predicciones diferentes que inevitablemente ha acertado en alguna ocasión. No podemos felicitarla por los aciertos sin reprenderla simultáneamente por sus fallos. Por tanto, mejor no hagamos ninguna de las dos cosas.

Y ahora una pregunta importante, ¿nos hubiese gustado vivir en el mundo que predecía la ciencia ficción? No hablo de los paisajes destrozados por la guerra nuclear, ni en una de las distopías; no, claro. Me refiero a uno de esos escenarios futuro perfectos de superficies cromadas, donde todo el mundo es feliz.

William Gibson, famoso por su popularización del ciberpunk y campeón del ciberespacio, tiene un cuento llamado “El continuo Gernsback” que posiblemente sea su mejor aportación al estudio del impacto social de la ciencia ficción. Un fotógrafo recorre Estados Unidos fotografiando edificios diseñados cuando el futuro era reluciente y utópico; es decir, el futuro del progreso continuo tal y como lo concibió Hugo Gernsback, el creador del término ciencia ficción y la persona que más hizo por definir la idea del futuro que tiene el género: un mundo de progreso continuo, de avances cada vez más asombrosos, con su historia futura perfectamente definida: primero los planetas, luego las estrellas. Sin quererlo, el protagonista del relato se encuentra de pronto sufriendo visiones de ese mundo futuro alternativo, de unos años ochenta que no existieron nunca pero que los autores que escribían para las revistas de Gernsback habían imaginado y consideraban posible. He aquí una descripción de una de esas ciudades del futuro imaginadas por el pasado:

Había agujas sobre agujas en relucientes escalones de zigurat que trepaban hasta un templo dorado central rodeado por las alocadas pestañas radiadoras de las gasolineras de Mongo. Podrías ocultar el Empire State Building en la más pequeña de esas torres. Carreteras de cristal se elevaban entre las agujas, atravesadas y atravesadas de nuevo por suaves formas plateadas como gotas de mercurio en movimiento. El aire estaba lleno de naves: gigantescas alas voladoras, rápidas formas plateadas (de vez en cuando una de las formas mercuriales de los puentes aéreos se elevaba graciosamente en el aire y volaba para unirse a la danza), dirigibles de un kilómetro de largo, libélulas flotantes que eran girocópteros…

Lo que el protagonista comprende, después de ver a unos habitantes de ese mundo, es que el futuro tal y como fue imaginado no tenía nada que ver con su presente. Era limpio, aséptico, no sabía nada de límites tecnológicos, de problemas ecológicos, de luchas sociales, de tensiones o guerras. En muchos aspectos era una utopía, pero tan absolutamente estéril que se convertiría en una pesadilla para cualquier ser humano. Era un mundo utópico al precio de ser limitado, de estar constreñido y admitir a unos pocos, a los elegidos que podían aspirar a él. Al final del relato, el protagonista compra el periódico, tan confortablemente lleno de las tragedias y alegrías de la realidad de todos los días. El vendedor le comenta que vaya un mundo en el que vivimos, aunque podría ser peor. A lo que el protagonista responde “Cierto –dije-, o incluso más, podría ser perfecto”.

(Las cosas no han cambiado tanto como podríamos pensar. Recordemos el imponente Los Ángeles de Blade Runner, la nueva Metrópolis de Otomo o el Coruscant del universo de La guerra de las galaxias. La gran ciudad enorme y desproporcionada sigue dominando nuestra imaginación. Burke estaría orgulloso.)

Por tanto, ¿debemos preocuparnos por el futuro? Pues sí, la verdad. Como se dice popularmente, en el futuro vamos a pasar el resto de nuestras vidas, y más nos vale considerar seriamente lo que queremos o no queremos hacer. Nace ahí el problema ético de todo futuro, la gran pregunta: ¿qué queremos hacer? Y su inversa igualmente importante: ¿qué no queremos hacer? ¿Qué nos gustaría que no sucediese?

Lo curioso es pensar que el futuro es un invento relativamente reciente. Es decir, siempre ha existido el mañana. Un día sucedía a otro, el sol salía, se ponía, llegaba la noche, y luego, a empezar de nuevo. Sí, efectivamente, había cambios. Moría el rey y llegaba otro. El señor feudal de turno desaparecía y algún heredero ocupaba su puesto. Y si teníamos mucha mala suerte, la guerra hacía acto de presencia. Pero día a día, la vida era razonablemente igual para la mayoría, los siervos que trabajaban la tierra. Uno se dedicaba al trabajo de su padre, y era razonable esperar que los hijos ocupasen el mismo puesto.

Y un día nació el futuro. Se instaló en nuestras mentes la consciencia de que mañana podía ser diferente a hoy. Quizá podamos fijar ese punto durante la revolución industrial, cuando la tecnología comenzó a tener un impacto importante sobre la vida de mucha gente. De pronto había que hacer otras cosas (es posible que nosotros mismos conozcamos a personas que nacieron cuando los hermanos Wright apenas habían volado y que vivieron para ver el aterrizaje en la luna; apenas 66 años). De pronto se nos exigían otras habilidades. Aún así, a mí me gustaría retroceder un poquito más: al nacimiento de la ciencia moderna. Porque siempre ha habido tecnología: llevamos ropa, teníamos arados, etc… Pero cuando la tecnología se imbricó con la ciencia —de tal forma que hoy es difícil distinguir una de otra, porque la ciencia precisa de la tecnología para avanzar y la tecnología se apoya en la ciencia para crear sus maravillas– se produjo un fenómeno nuevo, una explosión deliberada, dirigida, una carrera rapidísima hacia el futuro. El futuro es hijo de la tecnología, o quizá sea mejor otra metáfora: la tecnología es el motor que mueve el futuro. Sin ella, tendríamos mañana, pero no futuro tal y como lo entendemos nosotros.

El movimiento es tan rápido, que muchas veces llegamos tarde al futuro. No porque no llegue el día de mañana, que llega, eso seguro, sino porque intentamos enfrentarnos al futuro, darle forma y sentido, con las expectativas y razonamientos éticos del pasado. Aquellas ideas que nos sirvieron tan bien cuando las cosas no cambiaban, o lo hacían lentamente, se nos deshacen entre las manos intentando comprender el presente del futuro en el que vivimos. Les puedo poner un ejemplo muy simple: Lee M. Silver comenta en su libro Vuelta el Edén que hasta mediados del siglo veinte algunos tribunales norteamericanos consideraban que los niños nacidos por inseminación con semen de donante, que no implica contacto físico entre los participantes, eran ilegítimos y que la práctica era adulterio. Incapaces de separar la sexualidad de la reproducción, su lógica les obligaba a llegar a esa conclusión.

¿Puede ayudarnos la ciencia ficción a movernos por el futuro? Pues sí. Pero no porque prediga el futuro. Eso es imposible, y quien afirme conocer la forma del mundo por venir probablemente intente vendernos algo. No, la ciencia ficción puede ayudar porque nos enfrenta a mundos extraños, a tecnologías nuevas, a sociedades diferentes, muchas de ellas totalmente imposibles. La ciencia ficción no es Casandra, prediciendo como una loca sobre las murallas de Troya sin que nadie le haga caso. No, tendríamos que buscarnos otro mito, uno en el que su protagonista invierta el tiempo en generar experimentos mentales, en plantearse escenarios, en decir “¿y si esto fuese así? ¿Y si se pudiese hacer tal cosa?”. Ésa, en resumen, es la esencia de la buena ciencia ficción. Se nos da bien razonar por analogías, y cuantos más ejemplos tengamos de sociedades diferentes, que se enfrentan a retos que nosotros todavía no hemos encontrado, pues mejor.

¿Hay contenido ético en plantearse cómo podría ser una nueva tecnología, qué podríamos sacar de un nuevo descubrimiento científico? Pues sí, y mucho. La razón es bien simple: habitualmente se considera que la tecnología y la ciencia son neutrales, que no tienen mayor efecto sobre el mundo que aquel que queramos darle. Nada más lejos de la realidad. La ciencia fundamental alterar nuestra posición en el universo. Nos obliga a desechar ideas, a aceptar otras nuevas, a cambiarnos de sitio. Piensen en Copérnico, que nos arrojó del centro del sistema solar. Piensen en Hubble, que nos dijo que nuestra galaxia no era la única. Piensen en Einstein, que nos quitó la cómoda certidumbre newtoniana de que ocupábamos el punto de referencia perfecto. E igualmente, toda tecnología implica una forma de ver el mundo, una metafísica (palabra que me gusta mucho y me gustaría reivindicar y limpiar de sus connotaciones mágicas). Toda tecnología implica una forma de relacionarnos con la realidad que nos rodea y con otros seres humanos.

Un ejemplo.

Hoy, cuando hablamos de redes, pensamos en Internet. Una red grande, global, descentralizada, donde las terminales son inteligentes y también nodos perfectamente legítimos en la red. En suma, una red en la que se intenta minimizar la jerarquía. En la práctica, eso no es del todo así, pero la idea en principio es ésa. Pero hay otras posibilidades, como el Minitel francés. Minitel se adelantó en parte a su tiempo. Lanzado a principios de los ochenta, se convirtió rápidamente en una forma de comunicación para los franceses. Pero su estructura es mucho más centralizada, mucho más rígida, reflejando quizá la tendencia francesa a una estructura de ese tipo. Minitel es menos flexible que Internet, pero también es más fácil de usar y en algunos aspectos más segura. Ganas algo y pierdes algo, como en toda decisión que tomas. ¿Cuál es mejor? Pues depende de tu punto de vista. Internet está construida desde un punto de vista igualitario y su estructura refleja esos valores. Minitel es obra de una organización extremadamente jerárquica. Una la construyeron académicos y científicos, y la red confía en la capacidad de sus usuarios. La otra fue diseñada por burócratas y refleja una ligera desconfianza hacia el ciudadano.

En el análisis final, las dos son redes, y sin embargo, sus estructuras reflejan valores diferentes, y condicionantes éticos diferentes. ¿Es mejor tenerlo todo controlado? ¿Es mejor dar libertad? Internet ofrece mucha libertad y por tanto es muy flexible: la innovación es fértil y rápida: obsérvese el asombroso desarrollo de la web. Sin embargo, confía tanto en la buena voluntad de sus usuarios que es muy fácil abusar del sistema: recuérdese el spam.

Consideremos CyberSyn,2 la “internet chilena”, de la que quizá no hayan oído hablar. Creada por el gobierno de Allende, se ideó para dar poder al pueblo, mejorando la interacción entre las fábricas, y rechazando el modelo centralizado soviético que su ideología política parecía imponerles. Después del golpe de estado, los militares no tardaron en deshacerse de ella. Era simplemente tecnología, pero su concepción de base chocaba con los valores que un régimen dictatorial defiende.

Ahora piensen un momento en los intentos de implantar sistemas de protección de copias en nuestros ordenadores. Es necesario proteger los derechos de autor, porque los creadores deben percibir una remuneración por su trabajo, ¿pero hasta el punto de quitarnos el control de las máquinas que hemos pagado y que mantenemos en nuestros hogares? ¿Cómo se equilibran los derechos de los creadores y los derechos de los consumidores?

Aunque defendamos la neutralidad de la tecnología, somos dolorosamente conscientes de que no es así. Posiblemente el mejor resumen se dé, precisamente, en una película de ciencia ficción: 2001: Una odisea del espacio; en la transición entre el segmento del amanecer del hombre y el vals cósmico. Tenemos a un proto-humano, un simio más o menos desarrollado, que por influencia del misterioso monolito (tan desprovisto de rasgos que podría representar cualquier cosa) ha descubierto las herramientas. Un hueso en concreto. Y descubre el placer de destrozar cosas con él, sobre todo matando. De ahí arranca todo: nos dan un hueso y machacamos con él, como a quien le dan un martillo y cree que todos los problemas son clavos. En un momento de emoción, nuestro mono lanza el hueso al aire y, en una de la elipsis narrativas más brillantes de la historia del cine, el hueso cae convertido en una nave espacial, resumiendo así miles de años de desarrollo tecnológico.

Pero 2001 va más lejos. Al final, nos ofrece incluso la posibilidad de la trascendencia. Nuestro desarrollo tecnológico nos convertirá en algo diferente, nos acercará un paso más a una criatura superior: el niño estelar que promete un renacimiento de la especie. Tenemos ahí otra nota habitual de la tecnología, que inmediatamente relacionamos con el progreso. Creemos que progreso y tecnología van unidos.

Y sin embargo, lo primero que nos enseña la ciencia ficción es que tales conceptos están lejos de ir unidos. El progreso es una valoración humana. Si las cosas nos van bien en el futuro, tenemos progreso. Si las cosas no van bien, no importa el nivel de desarrollo tecnológico, no habrá progreso. 1984 es el ejemplo que viene inmediatamente a la mente. George Orwell predice una sociedad bajo un control tan férreo que ningún ser humano querría vivir en ella. Pero Un mundo feliz de Aldous Huxley —con su título tan deliciosamente irónico incluso en inglés: Brave New World— nos presenta una sociedad todavía más deshumanizada. Los conocimientos científicos han avanzado tanto que es posible crear seres humanos en el laboratorio, cada uno adaptado perfectamente a la posición social que va a ocupar en la vida y por tanto feliz de ocuparla. ¿Qué podría ser más perfecto? Pero ese mundo, más que feliz, es más bien un mundo ordenado. Todo está en su sitio, sí, ¿pero valía la pena pagar el precio? ¿Perdimos en el proceso algo que valorábamos?

Lo interesante de esas dos obras es que su influencia se ha extendido de tal forma que incluso sin haberlas leído uno reacciona instintivamente ante ellas. Nuestra percepción de lo que las tecnologías modernas de control informático podrían traer vienen matizadas por Orwell. Pensemos si no en películas como Brazil de Terry Gilliam o Minority Report de Steven Spielberg que exploran desde diferentes puntos de vista la posición de un individuo en una sociedad con control absoluto. En la primera, sólo existes mientras la burocracia te tenga registrado. En la segunda, hasta tu futuro está bajo férreo control.

Si creen que la ciencia ficción no tiene nada que decir sobre el futuro, consideren un segundo las arañas espías de Minority Report. Piensen en esos bichos recorriendo por un edificio, registrándolo todo y a todos, violando hasta la más íntima de las intimidades. Y lo peor no es eso, lo peor es que se considera tan normal, que los inquilinos dejan lo que estén haciendo para facilitar el registro, y luego siguen con sus peleas o lo que sea. ¿Minority Report nos prepara o nos advierte?

En realidad, la respuesta a la pregunta no importa demasiado. Lo importante es que las novelas y películas de la ciencia ficción nos presentan esas situaciones en toda su dimensión humana. Es muy fácil elucubrar sobre si tal cosa sería factible o no, o conveniente o no. Pero verlo es algo muy diferente, experimentarlo emocionalmente es otra cosa. Tenemos a un personaje concreto, en el que hemos invertido ciertas emociones durante un buen rato, y de pronto, ese personaje sufre cierto trato. ¿Estaríamos dispuestos a consentirlo?

Y la respuesta a esa pregunta define ya nuestra posición ética con respecto a esa tecnología.

Tan poderosa es la técnica de tener a un personaje concreto sufriendo o disfrutando del futuro que su uso escapa al terreno de la ficción. Autores de libros de divulgación, por otro lado muy serios, no vacilan en presentarnos situaciones concretas del futuro, en un intento de situarnos en el lugar de personas que tendrán que sufrir el uso de ciertas tecnologías. Voy a poner unos ejemplos: Volver al Edén de Lee M. Silver (que ya he nombrado), El futuro del sexo de Robin Baker y The Transparent Society de David Brin.

Lee M. Silver va presentando posibles escenarios. Por ejemplo, una pareja de lesbianas que desea tener un hijo. Hasta ahora, eso se lograba con semen de donante, con lo que una de ellas era la madre biológica y la otra… bien, la otra no. Sin embargo, pronto la tecnología permitirá que las dos sean madres biológicas de la criatura, sin intervención de ningún hombre. De ahí, ¿cuánto tiempo hasta tener nacimientos virginales? Robin Baker va todavía más allá y presenta escenarios que son casi historias de ciencia ficción por sí mismos. Alterna capítulos. En uno, explica una técnica en concreto y en el siguiente ilustra cómo esa técnica cambiará los usos sociales. En uno de los capítulos más asombrosos, o desagradables, cuenta como un hombre preserva sus testículos implantándoselos a una rata macho. Cuando quiere tener un hijo… bueno, ya se lo imaginan.

Por otra parte, no son los primeros en reflexionar de esa forma. Un escritor de ciencia ficción, como no, se les adelantó algunos años: John Varley. Si alguien ha escrito de clonaciones, nuevas formas de reproducción y la preservación de la personalidad humana, ha sido él. Su novela Y mañana serán clones… va de… ya se lo imagina, ¿no? Pero fue en sus cuentos, recopilados en España en las antologías La persistencia de la visión y En el salón de los reyes marciano, donde exploró las múltiples posibilidades de la clonación. Vamos, que a los lectores de John Varley el 23 de febrero de 2000 no nos pilló por sorpresa. Dolly, la clonación de un mamífero, era algo que esperábamos desde hacía tiempo. Sin embargo, los expertos en ese campo, nos confiesa Lee M. Silver en su libro, creían que tal cosa era imposible.

Aún así, el problema de la biología suele ser otro. La clonación no debería asustar a nadie, porque en realidad clones ya tenemos. Todos los hermanos gemelos idénticos son clones unos de otros. De hecho, se parecen más entre sí de lo que podría parecerse a mí un clon mío. Ellos compartieron el mismo útero, mientras que mi clon, previsiblemente, se desarrolló en una madre de alquiler (lo que a su vez plantea otros problemas éticos: ¿se debe pagar dinero por la reproducción?). Normalmente lo que asusta es la posibilidad de la manipulación genética para obtener seres perfectos. A veces es el simple hecho de la manipulación genética: ¿cómo osaremos mancillar el código genético de un ser humano?

Por desgracia, esa posición no soporta ningún análisis serio. Se sustenta en una simple confusión. Buscando el alma, nos topamos con el ADN, y mucha gente ha decidido que alma y ADN son lo mismo y si uno es sagrado el otro también lo es. Sin embargo, siempre habrá gente dispuesta a modificar el código genético de sus hijos para darles ventajas en la vida. ¿No procuramos enviarlos a las mejores escuelas? ¿No intentamos que tengan lo mejor? Y si se pueden comprar buenos genes con dinero, ¿qué padre se negaría?

Ésa precisamente es la posición de Gregory Stock en su libro Redesigning Humans. Choosing Our Children’s Genes. Sucederá inevitablemente. Sea legal o no, alguien acabará pagando por modificar el código genético de su hijo. Nancy Kress, ya dentro de la ficción, explora un territorio similar en su trilogía de los mendigos, iniciada con Mendigos en España. Si fuese posible eliminar el sueño, ¿quién se beneficiaría? ¿Se crearía una casta social nueva?

Ahí radica el gran temor de las modificaciones genéticas. Si fuesen posibles, ¿se escindiría la sociedad en dos estratos diferenciados? ¿Crearíamos superhombres por un lado y supermonstruos por otro? Peor aún, ¿los humanos normales que conocemos hoy acabarían siendo considerados monstruos? ¿Cuál es la mejor solución? ¿Prohibir? En ese caso estarían disponibles sólo para aquellos dispuestos a violar la ley y a pagar el precio correspondiente. ¿Garantizar el acceso gratuito a esas técnicas? En ese caso habría que sufragar un gasto médico ingente.

Y hablando de genética. Cuando yo era pequeño, tenía un juego de química. Los niños de ahora pueden tener un juego de genética, para examinar ADN y emular a los héroes de CSI. Uno se imagina a un niño diciendo: “papá, papá, tu ADN y el mío no coinciden”.

Dejemos la biología, que en realidad conforma el grueso de lo que se quiere decir cuando se habla de ética científica, y sigamos.

El caso de David Brin en su The Transparent Society es algo diferente. David Brin es especialmente conocido como escritor de ciencia ficción, pero ése es un libro de ensayo, donde examina el futuro de la intimidad. ¿Qué pasará cuando el mundo esté lleno de cámaras e ir por la calle implicará ser grabado por quizá miles de ellas? Es más, ¿y si todas esas cámaras están instantáneamente conectadas a la red? En el laboratorio que hay junto al mío, en la universidad, investigan con redes neuronales para reconocer imágenes. Alguna empresa emprendedora podría cruzar muchas bases de datos, buscar caras entre la multitud y servir anuncios personalizados. Esa escena de Minority Report ya no parece ciencia ficción. Y no hay escapatoria. Las cámaras llegarán queramos o no. Y prohibirlas, no hará más que lleguen de tapadillo.

David Brin, buen conocedor del género, usa el truco de poner siempre al lector en el centro del dilema. Siempre hace preguntas con un “tú”. Por ejemplo, supongamos dos ciudades. Una está llena de cámaras, pero sólo unos pocos elegidos tienen acceso a ellas. La otra también está llena de cámaras, pero todo el mundo tiene acceso a ellas para ver lo que registran. ¿En cuál de esas dos ciudades querrías vivir? Si eliges la primera, estarás a merced de los ricos y poderosos, porque serán los que tengan acceso a la información ofrecida por las cámaras. Si escoges la segunda, la intimidad tal y como la conocemos desaparecerá. Difícil decisión, pero muy importante.

¿A qué otros problemas éticos nos podemos enfrentar en el futuro a cuya resolución, o planteamiento, nos pueda ayudar la ciencia ficción?

Muchos, muchos, francamente muchos. Voy a escoger unos pocos.

El estudio del cerebro nos obligará a mirarnos con otros ojos. Cuando conozcamos cómo somos realmente por dentro, cómo pensamos, cómo sentimos, ¿qué imagen tendremos de nosotros mismos? Hay muchos libros que han intentando responder a esa pregunta. El más fascinante, posiblemente sea The Mind’s I de Hofstadter y Dennett, científico y filósofo respectivamente. Estamos ante un collage, una recopilación de textos que van cubriendo las distintas posibilidades. Muy interesante, pero insatisfactorio desde el punto de vista que estamos tratando aquí. Por suerte, tenemos un autor de ciencia ficción dispuesto a aceptar el reto: el australiano Greg Egan, un hombre extraviado en la neurología. Sus novelas exploran nuestra naturaleza en su nivel más básico y fundamental, el funcionamiento de la mente como producto del cerebro.

Greg Egan lleva años explorando alternativas a nuestra configuración cerebral actual. Nosotros llevamos siglos alterando el funcionamiento del cerebro, aunque sólo sea emborrachándonos. Pero, ¿cómo será el mañana si disponemos de drogas para incrementar nuestra inteligencia? ¿Los avances en tecnologías no invasivas permitirán algún día leer nuestros estados cerebrales? ¿Podremos hacer que el cerebro se repare? ¿Debemos permitir alguna de esas cosas? Si las prohibimos, ¿nos arriesgamos a que sólo los ricos disfruten de ellas? Greg Egan ha escrito sobre estas cuestiones y otras más, aunque quizá su creación más seductora sea la joya Ndoli. Aparece en muchas de sus obras, pero quizá la más deslumbrante y terrible sea “Learning to be me”. Descubrimos que a corta edad se te implanta un dispositivo, la joya en cuestión, prácticamente indestructible, que va tejiendo una red por todo tu cerebro. La joya va “escuchando” las reacciones de tu cerebro a los estímulos externos y poco a poco va a aprendiendo a ser tú. Con el tiempo, la imitación es tan perfecta, que las reacciones de la joya son indistinguibles de las reacciones del cerebro real. En ese momento, ¿cuántas personas hay? ¿Una? ¿Dos? Si dos sistemas responden exactamente de la misma forma ¿son el mismo? La cuestión no es totalmente filosófica, porque llegado a cierta edad, te cortan el cerebro, lo sustituyen por una materia esponjosa (más que nada para satisfacer al riego sanguíneo), y la joya toma el control del cuerpo. Después de todo, la joya lleva muchos años aprendiendo a ser tú, y es la misma persona. ¿O no?

Imaginen que eso se pudiese hacer. ¿Avanzará la informática tanto como para que eso sea posible? Eso sí que es un problema ético. Y en cuanto uno lo medita unos minutos, coincidirán conmigo que Greg Egan más que ciencia ficción escribe novelas de terror.

La fascinación neurológica de Greg Egan no se detiene ahí. En Ciudad permutación explora la posibilidad de copiar a los seres humanos en un sistema informáticos. No tienen cuerpos físicos, pero responden como las personas que fueron. ¿Están vivas o muertas? ¿Tienen derechos?

Ya que estamos con copias informáticas, ¿qué hay de la inteligencia artificial? Ningún problema por ahí, ¿verdad? Pues mejor no ir tan rápido. Ya la que podemos considerar primera novela de ciencia ficción, el Frankenstein de Mary Shelley, trataba precisamente ese tema. Fabricamos un ser inteligente en el laboratorio, y luego qué hacemos con él. ¿Y si le da por comportarse libremente como hacen los seres inteligentes que conocemos? Es decir, nosotros. O se convierta en el Bender de Futurama, ese robot ladrón, mentiroso y en general canalla.

Y si les da por hacer cosas todavía más sorprendentes.

Vamos un segundo a Japón. País fascinante, que vive prácticamente 18 meses en el futuro. Howard Rheingold en Smart Mobs ya comenta que el futuro se le reveló un día de primavera del 2000. Se paseaba por Tokio (¡como le envidio!) y de pronto se dio cuenta de que la gente miraba a los teléfonos móviles en lugar de hablar con ellos. ¿Qué estaba pasando? Pues que esos japoneses habían descubierto otros usos para esos aparatos. Hace tres años ya sabían que servían para otra cosa. Nosotros ahora estamos empezando a recibir los primeros teléfonos con cámara. Por ejemplo, éste mismo que uso yo. Ya ven, un Nokia 3650 con una cámara que tiene una resolución de 640×480 píxeles. Mientras tanto, los japoneses disponen ya de teléfonos con cámaras de un megapíxel. Incluso tienen un lugar de peregrinación tecnológico, el distrito de Akihabara donde se puede conseguir lo último de lo último. Ellos usan lo que nosotros usaremos dentro de unos meses.

Lo curioso de Japón es que su cultura es completamente diferente a la nuestra. Y sin embargo, están inmersos en una tecnología que en muchos aspectos supera a la que nosotros tenemos disponible. Merecería un estudio en profundidad examinar cómo se combinan ambos aspectos de las realidad moderna japonesa.

Pero a lo que iba. Japón parece un país en sintonía con el futuro, tanto que casi lo canalizan. Y esa sintonía se manifiesta en sus formas culturales más populares. Y de todas ellas, posiblemente el manga sea la más popular de todas y sus películas de anime reflejan lo que sus creadores esperan del futuro. El futuro visto por los japoneses, la verdad, no es muy halagüeño, aunque quizá en ese punto pese el ser la única nación que ha sufrido un bombardeo atómico. Y de todos los aspectos que han reflejado en su cine, me quedo con uno: una escena de la película Ghost in the Shell en la que una inteligencia artificial pide asilo político.

¡Asilo político!

Y ya que estamos, sueldo, pensión y seguro de invalidez transitoria.

Y por qué no. Pensemos un momento en Animatrix, el ejercicio de animación a propósito de la película Matrix. En particular, en el segmento titulado “El segundo renacimiento”. Vemos a robots trabajadores. ¿Cobran esos robots? Parecen inteligentes; ¿con qué criterio les negamos ese derecho? Supuestamente, si somos capaces de crear inteligencias artificiales, también seremos capaces de almacenar la personalidad de un ser humano en un sistema informática. ¿Cuál es la diferencia entre los dos? ¿Que uno surgió de un cuerpo humano? La verdad, parece poco en lo que sustentar una diferencia de trato.

Centrémonos ahora en la nanotecnología.

La nanotecnología es una posibilidad abierta. Nadie sabe si es posible o no. Pero supongamos por un momento que lo sea. Estamos hablando de máquinas diminutas, que podrían ir por ahí y hacer cosas fascinantes. Limpiar residuos, procesar minerales, arreglar problemas circulatorios, e incluso permitir nuevas formas de transmisión física de información. Si creen que copiar cedés es un problema consideren lo siguiente. Estamos en nuestra casa, tan tranquilos, y de pronto nos apetece comprar un reloj nuevo. Ojeamos el catálogo, holográfico por supuesto (todo es holográfico en el futuro), y nos decidimos por un modelo en particular. Lo pedimos a la tienda y a los pocos minutos un dispositivo instalado en una esquina de nuestra casa (o en el garaje) comienza a funcionar. En su interior, las nanomáquinas están ocupadas recreando un reloj idéntico al que vimos en el catálogo. Es más, puede que sea el primer reloj de su clase que exista en todo el mundo, y el holograma que vimos no fuese más que una fantasía generada por ordenador. La maquinita lo ha fabricado a partir de materias primas que periódicamente renovamos. Materias primas mucho más baratas que el reloj original en sí.

Ahora bien, si cualquier objeto físico se puede recrear con esa facilidad, ¿qué sentido tiene la propiedad privada? Si alguien me roba, digamos, la caseta del perro, ¿debo enfurecerme o pedir a la máquina que fabrique una nueva? Si la unicidad de los objetos desaparece, ¿qué valor podría tener la Mona Lisa o cualquier obra de arte? Pues un futuro así es el que imagina Neal Stephenson en La era del diamante. Las naciones estados no han podido soportar la aparición de la nanotecnología, el derrumbe de la industria basada en lo material, y el mundo se ha dividido en una serie de tribus, cada una ocupada de sus propios intereses.

Pero los recursos son limitados, me dirán ustedes, habrá que pagar por la materia prima.

Pues no, porque si tenemos nanotecnología, conquistar el sistema solar sería un juego de niños, y los recursos de nuestros planetas cercanos son prácticamente ilimitados. Y con un poco más de esfuerzo, las estrellas están ahí al lado. Con recursos ilimitados, ¿qué tipo de sociedad podríamos crear? Pues algo así como la Cultura, la sociedad creada por Iain Banks en sus novelas de ciencia ficción. Recursos ilimitados implica libertad absoluta. Quieres un reino, pues fabrícatelo. Quieres una nave espacial para ti solo. Ah, mala suerte, porque en la Cultura las naves espaciales son seres inteligentes y por tanto miembros de pleno derecho.

Uno de los aspectos más interesantes de la Cultura es que no está atada a los planetas. Con tecnología suficientemente avanzada, vivir en un planeta es un incordio, por el pozo de gravedad y esas cosas. Es mejor tener colonias artificiales e ir vagando por el espacio.

¿Será posible? Nadie lo sabe.

Y ahora, un metaproblema. ¿Pueden nacer nuevas formas de ética? ¿Puede la tecnología generar éticas diferentes a las tradicionales?

Curiosamente, la respuesta es sí.

Y ya ha aparecido.

La llaman la ética del hacker, la ética de una sociedad basada en la información, y ha sido descrita en muchos lugares. Neal Stephenson la da a entender en En el principio fue la línea de comandos…, aunque probablemente su bíblia sea La ética del hacker y el espíritu de la era de la información de Pekka Himanen. Un resumen muy bueno, aunque sin referenciar a ninguno de ellos, se encuentra en “Three Systems Of Ethics For Diverse Applications”.3 El autor, Chris Phoenix, la describe como una ética de uno a múltiples, es decir, muchas personas, normalmente completos desconocidos, se benefician de tus actos. Una ética colaborativa, que respeta la autoría pero no necesariamente la propiedad, que se sustenta sobre la habilidad, que defiende el intercambio libre de información. El participante no busca la riqueza o el poder, sino la reputación. En ese sistema ético, eres tu reputación.

Por supuesto, no es más que una versión de la ética científica. En círculos científicos, la reputación es más importante que cualquier otra consideración, y el intercambio de información, dadas ciertas circunstancias, se considera primordial. Pero no ha sido hasta la aparición de los sistemas modernos de comunicación que ese sistema ha podido trascender el entorno limitado físico para extenderse a escala global. Esa ética es la que impulsa el movimiento de software libre.

¿Hay alguna novela de ciencia ficción que ejemplifique la ética del hacker?

Pues sí, la hay: la trilogía de Marte de Kim Stanley Robinson, compuesta por Marte rojo, Marte verde y Marte azul. Lo que describe esa trilogía es el esfuerzo por colonizar Marte, pero no cómo un proyecto dirigido desde un punto central, sino como un esfuerzo en red, una colaboración entre todos, que produce un resultado mayor que la suma de las partes. Tú haces lo tuyo, y el resultado final es un nuevo planeta en el que vivir. El volumen final es ya directamente utópico, porque su autor es un utopista. Pero hay una diferencia.

Si uno consulta el volumen The Farber Book of Utopias, que contiene ejemplos de utopías desde el remoto Egipto hasta nuestros días, descubrirá algo que quizá le sorprenda: por lo general, sin que importe el signo político, son totalmente abominables. En general, parten de una concepción clara de cómo debe ser una sociedad ideal. Como el ser humano rara vez se adapta a esa sociedad, pues deciden cambiar al ser humano, ya sea por reeducación o por métodos más expeditivos. Las utopías de Robinson son diferentes. Él parte de los seres humanos tal y como son e intenta, en sus novelas, establecer mecanismos de convivencia.

Ética del hacker, sí. La tecnología al servicio de la condición humana. No al revés, pretender que la condición humana se adapta a la tecnología.

Dejemos ya los ejemplos y volvamos al fondo de la cuestión, ¿para qué sirve la ciencia ficción? La repuesta es bien simple: no sirve para nada. Porque es ficción y no realidad. Sin embargo, nos permite entrever posibilidades y, paradójicamente, el hecho de que no sirva para nada nos permite aprender de ella. ¿Qué aprendemos de la ciencia ficción?

Aprendemos que el futuro es un hamletiano territorio tecnológico del que ningún viajero regresa. No debemos conformarnos con suponerlo, haciendo cábalas sobre su geografía definitiva o explorar alguna región que se nos antoja especialmente canalizadora del mañana. No podemos renunciar a la tecnología porque es parte de lo que somos y nos ayuda a ser quienes somos. Por tanto, no podemos renunciar al futuro, porque llegará inevitablemente queramos o no. Eso de volver al pasado está bien como fantasía, pero es poco probable que funcione en la realidad.

¿Qué debemos hacer entonces? Debemos pensar en el futuro que queremos. Porque el futuro, tal y como nos repite insistentemente la ciencia ficción, no es un lugar. No está ahí esperando a que lleguemos y lo ocupemos. No es ninguna última frontera. El futuro se fabrica día a día y por tanto es un artefacto humano como otro cualquiera. El futuro, en definitiva, se reclama como nuestro.

Muchas gracias.


  1. Este aspecto de la tecnología se trata muy bien en El porvenir de la razón en la era digital de José Luis González Quirós. ↩

  2. “Santiago dreaming”  ↩

  3. Three Systems Of Ethics For Diverse Applications  ↩

Continuar leyendoCuando el futuro nos alcance

De la imposibilidad de hablar de las cosas

Adrián Hiebra hablaba hace unos días, en Ciencia, cultura y mercado, de ciencia y política científica, criticando el empecinamiento de hacer que la investigación científica rinda siempre cuentas económicas, que demuestre siempre su aportación al tesoro. Dice:

Una cosa es admitir que el sistema tiene unas reglas que escapan a nuestra voluntad y otra, muy diferente, reducir la riqueza a su formulación monetaria, olvidando que nuestro patrimonio va más allá de aquello que produce lucro económico directa o indirectamente. La precariedad no conduce a nada, es obvio, y satisfacer unas condiciones materiales mínimas es un objetivo prioritario. Pero esto no impide que existan bienes tan imprescindibles como no comercializables. Bienes y actividades que se posicionan no en contra, sino al margen de los intereses económicos, con los que no guardan relación directa pero con los que tampoco tienen por qué ser incompatibles.

Recomendándoles la lectura del texto me gustaría centrarme en un aspecto que se deriva de su queja: la dificultad (en algunos casos extrema) actual para hablar de las cosas, reduciéndose todo al componente económico e industrial. Es decir, si intentas hablar del libro o del elibro, acabas casi de inmediato hablando de la industria del libro. Si intentas hablar de arte, acabas hablando de museos, galerías o cotizaciones. Si hablas de cine o televisión, otro cuarto de lo mismo. Es como si colectivamente hubiésemos aceptado que el criterio económico es la dimensión más importante e incluso la única. Lo que acabamos haciendo es sustituir el conjunto por una parte, que puede ser ser en sí misma digna de análisis y reflexión pero que no lo representa totalmente, que sólo trata de los aspectos puramente económicos. Ante ese panorama, no me sorprende que algunos reclamen que todo acabe siendo competencia del ministerio de industria.

Pero en esa operación perdemos buena parte de lo que hace realmente interesante a esos campos, precisamente los aspectos que no entran en esos cálculos de valor monetario. Es un triste empobrecimiento del discurso.

Continuar leyendoDe la imposibilidad de hablar de las cosas

Renaissance, de Christian Volckman

Una curiosa película de animación realizada con técnica de captura de movimiento. Es decir, una vez grabados las acciones de actores reales, los creadores emplearon esas referencias para animar modelos informáticos en 3 dimensiones. Luego, rizando el rizo, dejaron el resultado en un blanco y negros casi estricto, sin grises. En algún momento parece que sí hay algo de gris, y dos escenas contienen elementos de color que destacan sobre ese fondo tan espartano, pero por lo demás, sólo blanco y negro. El efecto visual, como ya pueden imaginar, es impactante, porque la tridimensionalidad de los objetos, las caras, los movimientos, deben inferirse a partir de las fluctuaciones de masas de negro y blanco, por lo que las imágenes te obligan a un ejercicio de orientación y revaluación de la imagen. Es como ver moverse un cómic, pero con un resultado que no podría haberse logrado sin emplear una técnica tan laboriosa (que aparece descrita en un documental que viene en la edición en DVD).

Hay algo inmensamente interesante en ese proceso que pasa de actores reales y renuncia al color, al gris e incluso al volumen. Hay algo profundamente asombroso en un mundo que se presenta con un contraste tan absoluto.

Además, la película transcurre en un París de 2054, que es muy similar al París actual, pero que contiene muchos elementos nuevos, producto de la imaginación y la extrapolación. Es una ciudad llena de niveles, por los que la cámara se va moviendo aprovechándose de los cambios de blanco y negro para ir revelando y ocultando detalles, donde nunca sabes si ese cambio es un producto de la modificación de la luz o del movimiento de la cámara. Además, en algunas ocasiones no sabemos si la masa que vemos es blanca porque está iluminada o es blanca porque es transparente, y con sorpresa descubrimos que algunos niveles son de vidrio y que podemos ver las acciones que se sucede por encima y por debajo. Lo mismo pasa con las masas de negro. La imposibilidad de saber si el negro es el propio del espacio vacío o es producto de la falta de iluminación se aprovecha en alguna ocasión para superponer caras de forma que las mitades iluminadas de cada una formen un nuevo rostro que fusiona momentáneamente a dos personajes, indicando una unidad simbólica entre ellos.

Y ya está. Si van a ver la película, será por lo que acabo de contar, porque les interesa ver si el resultado estético se corresponde a lo que he descrito. Porque la historia -científica secuestrada, misteriosa corporación con intenciones poco benévolas, policía decidido a resolver el caso- no es más que la sucesión de clichés de cualquier película de serie negra, sin apenas elementos novedosos o interesantes (vamos, por usar incluso recurre al tópico del policía que sólo resuelve el caso una vez le han suspendido de sus funciones). De hecho, apenas es ciencia ficción y podría haberse contado igual de bien en cualquier otro contexto. Esa historia no precisaba de tanto esfuerzo técnico, se alarga en exceso, es tópica y desmerece a lo visual. Me resulta difícil comprender que alguien invierta tantos esfuerzos en crear una película con una estética tan diferente y que luego la emplee para contar algo tan pedestre. ¿Por qué no buscar una historia que estuviese a la altura? ¿Por qué no aspirar a contar de esa forma lo que no podría contarse con otro tipo de estilo?

Si Renaissance no hubiese intentado contar una historia la habría disfrutado mucho más. Porque al final, es mucho más interesante como experimento que como narración.

Continuar leyendoRenaissance, de Christian Volckman

Si el libro en papel le ganase al libro electrónico quizá sería por esto…

Al igual que John C. Abell, autor de 5 Reasons Why E-Books Aren’t There Yet (vía Five areas where e-books do not beat print), me encanta mi iPad para leer. Al contrario que él, sigo comprando muchos libros en papel aunque me encantaría no tener que hacerlo. Me gustaría poder comprar electrónicamente cualquier título que me interesase. Por desgracia, el precio (en muchas ocasiones superior a la edición en papel) o la disponibilidad (no todos los títulos están en digital) me lo suelen impedir.

Pero sí, el libro electrónico ha llegado para quedarse, porque sus ventajas superan a sus problemas. Pero, ¿en qué aspectos mejora el libro en papel al libro electrónico? Él ofrece 5 puntos, que son interesantes y también algo jocosos. Si has leído sus razonamientos, mi punto es vista es:

An unfinished e-book isn’t a constant reminder to finish reading it.

Lo considero un punto a favor del libro electrónico. Aunque debo ser sincero y admitir que estoy razonablemente acostumbrado a tener un buen montón de libros sin terminar, por lo que habitualmente no me importa ver la pila de libros que me gritan desesperadamente. Paso de ellos. Pero una de las formas de hacer que la vida sea menos estresante es eliminar aquellas preocupaciones innecesarias, por lo que es positivo que los libros no te estén recordando continuamente que debes leerlos. Así se vive más tranquilo.

Debemos recordar que no hay ninguna obligación de terminar de leer un libro. Si no recuerdo mal, era Borges el que decía que si un libro no te gusta, déjalo y pasa a otro (será por libro, debió pensar). Aunque admito que no nos educaron para esa libertad. Para muchos, la lectura parece ser menos una diversión y más una obligación, y un libro sin leer pasa de ser una trivialidad a convertirse en una falla moral o incluso en un pecado por el que pagaremos en un futuro indeterminado.

Por tanto, en este concreto es mejor aplicar el ojos que no ven, corazón que no siente.

You can’t keep your books all in one place.

Cierto. Peor aún, no tenemos claro que podamos leerlos en el futuro. Hay muchos libros electrónicos atados a un servicio concreto o que vienen en un formato propietario que el tiempo podría hacer imposible de leer.

Evidentemente, hay muchas formas de superar esos obstáculos. Pero hacerlo exige un cierto esfuerzo (que será o no asumible para algunos lectores) y no es tan simple como recoger todos tus libros en papel y disponerlos en el estante como mejor te convenga. Aún así, si estas dispuesto a invertir el tiempo requerido, puedes tener buena parte de tus libros electrónicos en un mismo lugar.

Haciéndolo, negamos por una parte algunas de las facilidades del libro electrónico (la facilidad de conseguirlo), aunque ganamos otras (tenerlos a disposición de todos nuestros dispositivos de lectura, por mucho que ésa no sea la intención del editor). Pero lo triste de esa situación de cierre editorial es que no se deriva naturalmente de la existencia del libro electrónico, de hecho, va contra su propia naturaleza de archivo informático. Al ser un simple fichero, en principio sería posible leerlo en cualquier plataforma para la que alguien se haya molestado en crear un lector (aunque no es magia y alguien tendría que conocer el formato), garantizando el uso de esos libros en un futuro arbitrariamente largo. Sin embargo, en lugar de abrazar esa libertad, nos empeñamos en restringirla, incluso superando en algunos casos las limitaciones del papel.

Y no hemos tocado el aspecto de control social. Si el editor o el distribuidor controlan los usos que se pueden realizar el libro, nada nos garantiza que ese libro vaya a estar disponible en el futuro. De hecho, a menos que tomemos precauciones, nada nos garantiza que no lo vayan a borrar de nuestro lector, como ya ha sucedido. De hecho, me parece una importante ventaja del papel sobre el digital que el artículo original no contempla.

Notes in the margins help you think.

Si eso te gusta, sí. Yo tiendo más bien a marcar frases o párrafos. Eso se hace igual de bien con un libro Kindle. Por supuesto, volvemos al punto anterior sobre las limitaciones. Las notas escritas en papel las puedo consultar mientras el libro exista. Las de Kindle mientras Amazon exista.

(¿Por qué dicen «la nube» cuando quieren decir «las nubes»?)

E-books are positioned as disposable, but aren’t priced that way.

Más que cierto. Un aspecto interesante del libro electrónico es poder leerlo y luego olvidar incluso de que lo tienes (con el libro en papel también se puede hacer, basta con regalarlo o tirarlo después de leerlo, pero no todos son capaces).

Si aprovechásemos realmente el mundo digital en el que vivimos, no haría nada de falta guardar libros electrónicos. Por su propia naturaleza son inmateriales y simplemente deberían estar por ahí, flotando en su éter, esperando a que los reclamemos. Guardar un libro en papel tiene sentido porque no sabes si, en el futuro, podrías llegar a recuperarlo. Pero ahora mismo no tendríamos absolutamente ningún problemas para preservar en internet todo lo que se ha escrito y ponerlo a disposición de cualquiera que pudiese conectarse.

Por desgracia, vivimos en un mundo donde eso se podría hacer pero los que venden cultura prefieren hacer que el libro electrónico se comporte como un libro en papel (más que nada, porque ése es el negocio que conocen y quizá no sería justo exigirles que cambien). Lo que hace que un intangible tenga que ser manejado como si fuese un objeto físico. Y lo que es peor, ponerle precio de objeto físico. Como dije al principio, es fácil irse a Amazon y encontrar el libro electrónico más caro que el libro en papel. Un absurdo que el tiempo posiblemente irá corrigiendo a medida que aparezcan editoriales puramente digitales.

O eso podemos esperar.

E-books can’t be used for interior design.

Soy frívolo. Tanto, que ésta es la razón, de las cinco, que me parece más importante. Hay mucha gente haciendo todo tipo de cosas con libros en papel, deformándolos, moldeándolos y rompiéndolos para crear objetos extraordinarios y nuevos. Pasará mucho tiempo antes de que el libro en papel desaparezca, por lo que ese arte perdurará durante un tiempo. Pero algún día dejarán de poder crear esas obras.

Pero evidentemente, buena parte del impacto de esas creaciones se debe precisamente a su relación con la cultura libresca. Si el libro no tuviese el valor social que tiene, la cuidadosa exploración de las páginas, el juego de yuxtaposiciones, la serendipia de un corte que conecta dos puntos que no sabíamos relacionadas, perderían buena parte de su sentido.

(Aquí me he desviado. El artículo habla de diseño interior, mientras que yo lo he derivado hacia otra parte. Él habla de cosas como usar los libros para decorar, mostrar quiénes somos y demás. Lo que es, también importante para muchos lectores: si no puedes demostrar que has leído ciertos libros, leerlos pierde parte de su valor. Pero el mejor aspecto de los libros en este punto escapa a su contenido. Exponer una selección de títulos interesantes y llamativos como método de distinción no exige haberlos leído, de hecho, ni siquiera exige que estén impresos).

Continuar leyendoSi el libro en papel le ganase al libro electrónico quizá sería por esto…

El juego de los abalorios

Sobre el ritual de la cultura artística en Is the Tate too good for Danny Boyle?:

It’s because art galleries are smothered in snobbery. We check in our real cultural passions at the door, put on a clever face, and prepare for a couple of hours’ posing. Ah, a fine video work by Keiller, so restrained and boring – I mean profound. Art has to fulfil a set of criteria: to be reserved, abstract, conceptual – not because there is a modernist revolution going on (there isn’t) but because the ritual of visiting a gallery is a ritual of social definition and differentiation: a way of showing off. It is the opposite of a dark cinema where you become part of an egalitarian crowd.

Obviously I don’t think this is the whole truth about art and art galleries – but read Distinction by the French sociologist Pierre Bourdieu, who really did think it was the whole story. Looking at art should be and can be as passionate and genuine as enjoying a good film. But the culture of art-going gets in the way of that innocent eye. Art shorn of snobbery would look very different, and be a lot more fun. There might even be popcorn.

En realidad, sucede con todo lo que se puede convertir en marca para diferenciarse de los demás, y ni siquiera el cine popular está tan libre de elitismos como la comparación podría dar a entender. Y asombra la cantidad de fenómenos que puede entrar en ese apartado. Por ejemplo, la furia ortográfica que flamea a menudo en Twitter. Cualquier pequeño error se responde con una declaraciones que harían pensar en algún crímen de sangre, a pesar de que el error no ha impedido la comunicación. Pero la reacción se comprende cuando nos damos cuenta de que la ortografía es uno de esos recursos que empleamos para distinguirnos de los que no son dignos de nuestra condición, para reconocer a otros de nuestro nivel o para fulminar a aquellos miembros de nuestro grupo cuando su mal uso parece arrastrarnos también a nosotros —el peor de las crímenes—, no sea que nos confundan con alguien inferior.

Y volviendo a las artes, sí resulta un poco triste que en tantas ocasiones la cultura no se defienda por los placeres que pueda proporcionar, sino que se use más bien como arma arrojadiza para atacar a los que no son tan «cultos» como tú.

(vía @ahiebra)

Continuar leyendoEl juego de los abalorios