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El gran Jack Donaghy me diría, si se dignase a concederme un minuto, que estoy ya a medio camino de la muerte. Quizá un poco más, que ya corro por delante de los 40. No sé, digamos que estoy a un 63,4% del camino al hoyo. Aunque, como dice el poeta, espero que el árbol del que harán mi ataúd no esté todavía ni plantado.

Pero no se preocupen, que cumplir años no tiene nada de malo. Para empezar, es mejor que morirse, así que no nos vamos a poner quisquillosos. Cierto, la edad viene acompañada de muchos problemas físicos que estoy empezando a notar (mi rodilla izquierda, por ejemplo, ya está fallando y creo que quiere rendirse). Evidentemente, no morirse y seguir siendo joven sería mejor, pero eso me temo que sólo pasa en las novelas de ciencia ficción. Además, lo de envejecer ganó puntos el día que descubrí que los viejos pueden decir lo que les venga a la cabeza y la reacción es «qué viejecito tan encantador, las cosas que dice». Si llego a los 80 años, sentado en el banco del parque, apoyado en un bastón, les juro que me voy a resarcir de todos los sinsabores de la vida.

Pero en realidad, no me molesta demasiado porque de cabeza me encuentro más joven de lo que me siento físicamente. Podría objetarse que al estar dentro de mi propia cabeza no tengo muchos puntos de referencias y que por tanto, desde dentro, podría sentirme lo que quisiese y la experiencia sería igualmente válida (o inválida): podría sentirme rana, señor de Murcia o espeleólogo. Pero la verdad es que mantengo una serie de rutinas para comprobar periódicamente mi estado mental. Por ejemplo, soy sensible a cualquier cosa que salga de mi boca y empiece con «los jóvenes de hoy». Me permito alguna frase así de vez en cuando —más que nada porque suele producir risas— pero cuando me encuentre repitiendo continuamente que los jóvenes de hoy no saben hacer las cosas y los de mi generación sí («los jóvenes de hoy no entienden el estado de fase máquina… en mi época…»), entonces admitiré que soy un viejo mental. Aunque no todo es perfecto: el otro día leí sobre un artista que había nacido en 1974 y lo primero que pensé fue «qué joven». Un síntoma.

Otro punto positivo del paso del tiempo es que te puedes relajar y descansar. Por ejemplo, ya no tengo ninguna obligación de ser algo en la vida cuando cumpla 30 años. Es una meta que puedo tachar de la lista, junto con pilotar un avión comercial, comer 20 perritos calientes seguidos o correr una maratón. Son obligaciones que podía imponerme en otro momento. Ahora mis metas son más modestas: subir un tramo de escaleras sin que me duela la rodilla (¿recuerdan, la rodilla?), beber té en algún momento de la tarde o dormir poco por la noche. No sólo eso, también está todo lo que ya he hecho y no hace falta repetir: terminar la carrera, escribir un libro, afeitarse… No he plantado un árbol, pero mis escasos conocimientos de biología me llevan a pensar que de esa parte ya se ocupan ellos solos.

(Quizá sorprenda que no haya incluido lo de ser padre. La explicación es que desde mi punto de vista, la paternidad no es algo que yo haya hecho, sino una gracia que se me ha concedido).

Releyendo lo escrito, comprendo que puedo dar la impresión de tener mi mate lleno de infelices ilusiones. Nada más lejos de la realidad. Simplemente creo que aquel tango se equivocaba en el orden de magnitud y que la vida es mejor tomársela como se la tomaba la protagonista de Millennium Actress: el proceso es lo importante.

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