Juan Carlos Planells

Cuando empecé en la ciencia ficción, Juan Carlos Planells ya era una figura grande en ese mundo, un crítico de una finísima capacidad de análisis y una de esas personas que simplemente «lo sabía todo». No es que yo estuviese siempre de acuerdo con sus ideas y opiniones, de hecho, solía estar en desacuerdo, pero Planells poseía una de esas inteligencias con las que vale la pena discutir, una de esas mentes privilegiadas que vale la pena haber conocido. Murió a principios de este mes, pero no quiero dejar pasar la oportunidad de recordarle.

Colaboró muchas veces con BEM, pero en realidad sólo le vi en unas pocas ocasiones (memorables algunas; todavía recuerdo la cara que me puso cuando le dije que el volumen de los cuentos completos de Dick era una excelente almohada). Pero conocerle sólo por lo que escribía fue ya una suerte. Aunque tengo la impresión de que la ciencia ficción española nunca le reconoció debidamente y creo que fue una lástima. Una selección de sus escritos sobre el género sería todo un regalo y alguien debería ponerse a ello.

Y por lo demás, pueden leer el recordatorio de Juan Carlos Planells que ha escrito nuestro amigo común Joan Manel Ortiz.

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Tsutsumi

Leo, para eso está Internet, que el tsutsumi es el arte japonés de envolver. En este caso, un único trozo de tela que recubre el objeto:

Me fascina no sólo el nudo, sino también que gracias a la forma de plegar la tela se aprecia perfectamente que hay dos libros en su interior.

Evidentemente, los libros son los dos de 1Q84 de Haruki Murakami. El conjunto es el más que simpático obsequio de la editorial. Da mucha pena abrirlo. Por suerte, ya tengo los libros.

Actualización: Gracias a Yaiza Jimenez por contarme que hay incluso un vídeo:

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Ese 90%

Hace unos días empezó a correr por Twitter alguna referencia a que el editor de un libro se quedaba con el 90% del trabajo del autor. Creo que fue a propósito de la tontería de Lucía Etxebarría diciendo que dejaba de escribir porque le pirateaban sus libros. Dejando de lado la alegría que produce la renuncia a las letras de cualquier autor que sólo escriba por dinero (independientemente de la posición que uno pueda tener con respecto a la piratería), lo del 90% es algo que me quedó en la cabeza, como muestra de que a veces al mundo Twitter le cuesta entender los detalles. Yo no me dedico a la edición (aunque una vez estudié la posibilidad de montar una editorial y me olvidé de la aventura porque parecía muy mal negocio), pero sí que durante años estuve vinculado a ese mundo como traductor, así que digamos que por ósmosis acabé teniendo una imagen de cómo va el asunto.

En primer lugar, un par de detalles sobre los trabajos respectivos, los productos. El producto de un autor es un libro u otro texto. Es un producto que nadie le puede quitar, es suyo. Con él puede hacer lo que quiera. Puede meterlo en un cajón y hundirlo en el fondo del mar o llevarlo al banco y guardarlo en una cámara de seguridad. Puede tatuárselo en la piel o subirlo a un globo aerostático. Puede incluso quemarlo, y seguirá siendo suyo, porque en su momento lo escribió.

Sin embargo, es habitual que el autor quiera publicar. Y es también habitual, al menos hasta ahora y ya entraremos en eso, que para ello recurriese a un editor.

¿Cuál es el producto del editor? Pues, al menos hasta hace poco, el producto del editor era una serie de tacos de papel, habitualmente protegidos por láminas de cartón, el conjunto hábilmente unido de forma que las hojas no se caigan al suelo (aunque hay caso…).

Obsérvese que los productos son totalmente diferentes. El autor ha invertido su tiempo, y por tanto su dinero, en producir una obra. El editor ha invertido su tiempo y su dinero en producir una serie de ladrillos de papel que pesan bastante y que es preciso llevar físicamente de un lugar a otro. La relación entre esos dos “trabajos” se plasma habitualmente en forma de un acuerdo según el cual el autor cede al editor el uso de la obra durante un cierto periodo de tiempo y a cambio de cierta cantidad de dinero (expresada en forma de porcentaje sobre las ventas). Dentro de esas limitaciones, el editor produce libros, se asegura de que llegen a las librerías y luego esperar a ver si se venden.

Una cifra habitual, arriba o abajo, es que el autor se lleve un 10% del precio de venta de cada ejemplar (descontando IVA y tal). Por tanto, el editor se queda con un 90%. Pero obsérvese que no se lleva un 90% del trabajo del autor (que es un texto que sigue siendo de la persona que lo escribió), sino de su propio trabajo que son los tacos de papel que produjo como parte de su proceso editorial.

Pero ahí no acaba la historia, por supuesto. Hay más actores implicados en toda esta cadena. Y el editor tiene que compensar también a esos otros actores, con lo que ese fantástico 90% empieza a bajar a toda velocidad.

Como dije antes, un libro es un objeto físico que además pesa mucho (yo tengo en casa como 50 ejemplares de una novela mía y moverlos es siempre un suplicio). Llevarlos de un sitio a otro y asegurarse de cubrir más o menos la geografía de un país es un trabajo pesado del que se ocupan las distribuidoras. Encima, los libros no se venden solos y son las librerías las que se ocupan de esa labor. Evidentemente, distribuidora y librería aspiran a ser debidamente compensadas por sus esfuerzos y entre ambas se llevan más o menos un 50% (que se suele repartir en 30% para la librería y 20% para distribución).

Por tanto, los 90% del editor ya quedan en 40% del precio de venta. De ese 40% debe primero pagar lo que costó fabricar los libros y luego mirar si obtiene beneficios.

Pongamos un ejemplo.

Supongamos un libro que en librería vale 20 euros (sin IVA ni nada, para simplificar). Eso significa que posiblemente fabricar un ejemplar costó 4 euros (para hacer la cuenta del precio final he visto usar una hoja de Excel donde se introducen los datos relevantes: número de páginas, tirada, traducción, adelantos…). Si la tirada es de 1.000 ejemplares, el editor se ha gastado 4.000 euros en producirlos todos. Entre esos gastos se incluye también el adelanto (si lo hay) en concepto de derechos de autor que paga al creador de la obra. Pongamos que el editor entrega 1.000 euros como adelanto antes incluso de que el libro salga a la distribución.

Pues bien. Los libros salen de la imprenta y el autor tiene 1.000 euros y el editor −4.000. De los 20 euros, a distribución/librería le tocan 10, al autor 2 y al editor 8. ¿Cuándo deja de perder dinero? Pues al vender 500 ejemplares de este ejemplo. En ese punto, el editor ha ganado 0 euros, el autor sigue son sus 1.000. En este punto, empieza lo divertido. El autor ya ha cubierto el adelanto (2 euros por 500 ejemplares hacen esos 1.000 euros iniciales), por lo que empezará a cobrar más a partir de este momento. Si se vendiese el ejemplar 501, ¿cuánto tendría cada uno? Pues el autor 1.002 y el editor 8 euros. Y si se llegase a vender toda la tirada, el autor acabaría con 2.000 euros y el editor con 4.000.

Ahora imaginemos que el libro se ha vendido al completo en 3 días. El editor está encantado y decide fabricar más. Bien, hay gastos que ya no se aplican. El autor ya cobró su adelanto, el traductor (de haberlo) también, el libro está maquetado. El gasto real es sobre todo imprimir los ejemplares adicionales. A medida que hay ejemplares nuevos (si los gastos fijos se cubrieron) el editor va ganando un poco más.

El problema es que los libros no se venden todos por igual. Nada te garantiza que se vaya a vender toda la tirada. De hecho, nada te garantiza que se vayan a vender lo suficientes como para no perder dinero. Unos libros venden más que otros y hay libros que venden tan bien que permiten la publicación de libros que no venden tanto. Y con un sistema de equilibrios se va manteniendo el mundo editorial. Si hubiese que garantizar que los libros siempre den mucho dinero, sólo se publicarían nombres famosos y libros de cotilleo. Pero quien se dedica a la edición suele ser alguien amante de los libros y por tanto aspira a otra cosa.

La conclusión en todo caso es la siguiente. El autor invierte tiempo y dinero en hacer lo que hace. El editor invierte tiempo y dinero en hacer lo que hace. El editor precisa del autor, pero el autor también precisa del editor. El editor facilita un sinnúmero de procesos que serían tediosos para un individuo. Es una cooperación de beneficio mutuo, donde el editor puede arriesgar dinero sin saber si realmente lo va a recuperar.

Aunque claro, hoy hay otras posibilidades.

Mover libros es complicado porque son objetos físicos. El libro electrónico no requiere tanto trabajo. Además, en el libro electrónico no hay precio por copia. Si cuesta, por ejemplo, 2.000 euros maquetar un ebook (no tengo ni idea, es una cifra que me he inventado como ejemplo), es un pago único que es igual lo copies 2 veces o lo copies un millón. Además, la distribución es tan simple como enviarlo a la plataforma que correspondiente (Amazon o iBook), por lo que el margen para el autor es mucho mayor.

Hace años, la autoedición es un callejón sin salida porque el producto final seguía siendo un libro físico, por lo que la mayoría acababan repartidos entre familiares y amigos. Hoy en día, el ebook permite un modelo de autoedición muy diferente, lo que podría llevar a un cambio radical del ecosistema autor->editor->distribuidora->librería. Los dos últimos pasos podrían fusionarse en uno reduciendo la parte económica que les toca. Y los servicios que tradicionalmente ofrecían los editores podrían pasar a ser un clúster de actividades a las que el autor podría recurrir con un coste mucho menor.

Pero eso ya son otras cuestiones. Y para ello les recomiendo este vídeo de Mauro Entrialgo donde explica (en el mundo del tebeo, que es esencialmente igual) mucho de lo que he dicho aquí.

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Hay cosas que no pueden ser y además son imposibles

A todos nos han dicho que la ficción tiene reglas o, como mínimo, que sus reglas son más estrictas que las de la realidad, que la vida no está obligada a tener lógica, pero que la ficción debe someterse a cierta unidad. Como muchas verdades, que en este caso imagino se remonta a Aristóteles, es sólo cierta a medias. Hay mucha ficción que se recrea en la rotura de las reglas, que encuentra su justificación en subvertir todo lo que el receptor espera recibir. Y también hay mucha ficción que por su propia naturaleza, por una serie de imperativos externos al universo de ficción, tiene difícil trascender las reglas, incluso las que se impone a sí misma. En particular, aunque no exclusivamente, ésa es la situación de la ficción comercial, porque la necesidad de obtener un beneficio económico de la atención del receptor crea también la tentación de no superar ciertos límites, de no traspasar la línea de lo que puede hacerse, no vaya a ser que el interés y el beneficio correspondiente se evaporen (la hipótesis, por tanto, sería que aquellas obras que dan poco dinero, o que van a concluir, se sentirían más libres de dar la vuelta a sus premisas básicas). No es que el cambio sea imposible, pero muy rara vez es drástico. Es mucho más habitual una evolución gradual que va modificando lentamente tanto una obra concreta como el tipo y la forma de las obras que se pueden producir.

Y por haber, hay toda clase de reglas. Por ejemplo, en cualquier historia policial la simple regla de «economía de personajes», la necesidad de no introducir más caracteres de los estrictamente necesarios para contar la historia, garantiza que el culpable será alguien que ya nos hemos encontrado en la narración. Incluso aquellas obras que parecen subvertir esa idea, como Seven, la cumplen. Se entiende que el receptor no puede aceptar el caos de un culpable externo a la trama, cosa que en la vida real podría darse sin problemas. Introducir de pronto un actor externo, un asesino que aparece en el último momento, parecería violar la unidad de la obra y probablemente sería rechazado por muy “real” (que no “realista”, porque en este contexto lo ajeno a la realidad parece más real) que fuese el recurso. Aunque un autor con gran habilidad puede aprovecharse de esa regla y llevarla hasta su consecuencia lógica, como hace Agatha Christie en El asesinato de Roger Ackroyd.

Otras reglas más variadas que dictan lo que puede suceder o no en la ficción comercial me vinieron hace poco a la cabeza al ver el final de temporada de algunas series y un capítulo en concreto de otra. Son de esos episodios en los que de pronto se platean situaciones que de seguir adelante provocarían cambios radicales en la narración. Cambios tan radicales que podrían incluso alterar fundamentalmente la naturaleza de lo que se está contando. Pero no todos los cambios son admisible ni igualmente probables.

Los finales de temporada fueron los de Castle y The Mentalist. En ambos se planteaba de pronto una situación que rompía la dinámica de la serie. En el primer caso, Kate Beckett, la detective co-protagonista, recibía un disparo en el corazón y la temporada terminaba con la posibilidad de que el personaje pudiese morir. En el segundo, Patrick Jane finalmente parecía matar a su Moriarty, el temible asesino en serie Red John. En los dos casos, de concretarse las posibilidades planteadas, las motivaciones de las series desaparecerían, debiendo ser sustituidas por otras o sufrir una considerable modificación. Castle no tendría detective a la que seguir y Patrick no tendría motivo para sus labores policiales.

Y sin embargo, no son situaciones exactamente iguales.

En el caso de Castle ya sabes que la muerte de la Kate es simplemente imposible. Si bien el personaje protagonista es Castle, y es su mirada la privilegiada, la serie sólo existe porque acompaña a la detective Kate Beckett. Sin la detective, Castle no es más que un escritor de novelas de misterio que de vez en cuando juega al póker con otros colegas. Sin Kate, la serie como tal simplemente no existe.

Por supuesto, todo se puede arreglar y será por falta de justificaciones. Kate podría morir y ser sustituida por otro personaje similar. Castle podría seguir queriendo jugar a ser policía y por tanto aceptar a la sustituta. Ya ha sucedido muchas veces. Pero, y esto es lo importante, ¿para qué cambiar lo que funciona? A menos que la actriz no hubiese podido volver (o se hubiese dado un caso Embrujadas o similar), era seguro que su personaje se levantaría de la cama del hospital. Y en cualquier caso, lo que se habría buscado es preservar la serie y no explorar cualquier nueva posibilidad abierta por la desaparición de ese personaje. Castle no iba a volver a su mesa y la serie pasar a contarnos sus aventuras como escritor.

En el caso de Castle el cliffhanger final no era tal. No podía ser. Pero el de The Mentalist era diferente.

Matando a Red John, Jane lograría su venganza. Sin embargo, no necesariamente eliminaría su motivación para seguir ayudando a la policía. Evitar que su tragedia se repitiese para otros podría ser justificación más que suficiente. Y la muerte de su némesis podría introducir interesantes dinámicas en el personaje, que ahora se encontraría «libre» pero no. ¿Sería suficiente la venganza? Desaparecido el demonio exterior, ¿ganarían fuerza los demonios interiores? Eliminada la razón de su existencia, ¿se enfrentaría Jane de cara con su tragedia?

Por tanto, si bien la posibilidad de Castle era totalmente imposible, en el caso de The Mentalist no sólo era posible, sino probablemente hubiese sido un elemento interesante para alterar la serie dejándola con la misma estructura. En el caso de Castle, la desaparición de la figura central de la detective habría provocado demasiados cambios, convirtiéndose la serie en algo totalmente diferente, situación que la ficción comercial no admite fácilmente, mientras que The Mentalist podría haber evolucionado lo justo.

Por desgracia, no fue. No sólo Jane no mató al verdadero Red John, sino que las consecuencias del disparo mortal se resolvieron en el primer episodio de la cuarta temporada y al segundo la serie seguía como si nada hubiese pasado. Fue un cliffhanger sin mayores consecuencias a pesar de ser mucho más prometedor.

Y llegamos a Dexter.

En el episodio “Nebraska”, durante una sexta temporada en la que se han hecho referencias a la luz y a la oscuridad interiores, Dexter pierde el «espíritu» rector de su padre y obtiene a cambio el «espíritu» nada recto de su hermano Brian. Hermano al que él mismo mató y que era además el temible Ice-Truck Killer. Fue un poco una situación de dibujos animados, cuando un personaje adquiere de pronto una versión angelical de sí mismo en un hombro y una versión diabólica en el otro. Si el padre de Dexter le recomendaba continuamente cautela, siendo la voz interior de la parte buena del alma de Dexter, su hermano le recomienda continuamente que se deje llevar por sus instintos más criminales. Con un golpe de guión, el oscuro pasajero, que durante tanto tiempo había sido anónimo, adquiere de pronto una cara. Una cara conocida, evidentemente, como dicta la regla comentada anteriormente.

Un detalle que me gustó fue que los mostraban de forma muy diferente. El padre de Dexter aparece como luminoso. Aquellas escenas en las que está presente se muestran como ligeramente difusas, como más abstractas, porque en realidad es una manifestación de procesos mentales de Dexter. Si la cámara se mueve y el padre desaparece, el escenario recupera su aspecto más terrenal. Es más, el padre de Dexter tiende a no interactuar con el entorno. Tiende a situarse pasivamente, ejerciendo de consejero. Henry, el padre, se mueve en la región de las ideas, de la planificación, de la cautela. A Henry le preocupa lo que debe hacerse correctamente, que es una preocupación más del futuro.

Sin embargo, al hermano (tan muerto como el padre) se le representa como si realmente estuviese presente (aunque con cierta tendencia a la oscuridad). Cuando va en el coche con Dexter es como si realmente fuese un acompañante más. Si la cámara se mueve, la imagen sigue teniendo el mismo aspecto. También se le ve comer, porque él es un espíritu que actúa, es la representación del impulso interior de Dexter, una parte de él que aspira a lo contrario de la cautela. No sólo se le ve interactuar con el entorno, sino que se le ve matar, aunque luego se revele que realmente el asesino fue Dexter. Brian está totalmente preocupado por el presente, por lo que se puede hacer aquí y ahora mismo. Su deseo es matar, como sea, sin que importen las consecuencias.

El hermano es como un impulso físico, algo que ansía intervenir en el mundo. No quiere ser el pasajero, quiere hacerse con el control. El padre, que curiosamente tiende a ser el pasajero del coche real de Dexter, tiene poco poder para limitar las acciones de su hijo, mientras que el hermano lo tiene más fácil para convencer a Dexter. El hermano es más terrenal mientras que el padre es más espiritual.

Por desgracia, al comprender el planteamiento del episodio ya sabes que esa situación no puede durar. Y de hecho, no pasa de ahí. Es simplemente imposible que Dexter se entregue al destino de su hermano, que abandone el recto camino de Henry por el frenesí del presente de Brian, aunque ambos conduzcan a la sangre. Dexter no se va a mudar de pronto a un pueblo perdido y no se va a poner a matar a los turistas. Estamos hablando de Dexter, no de Norman Bates o Henry.

Dexter la serie puede ser atrevida en cuestiones de sexo y violencia (que es la forma más conservadora de ser atrevida), pero no puede cambiar tanto sin poner muy en peligro su valor como producto comercial. En concreto, es preciso mantener al protagonista como un personaje «simpático», con el que el espectador pueda identificarse. Por tanto, Dexter no puede ponerse a matar gente sin ton ni son so pena de superar la línea de la simpatía. Dexter sólo puede matar a alguien «culpable» de algo, aunque esa culpabilidad sólo se descubra a posteriori. El espectador debe poder pensar que cada asesinato de Dexter es un acto de justicia, ya fuese porque Dexter no tuviese ninguna otra opción (una pelea) o porque la víctima fuese culpable de algo mucho peor. De hecho, los asesinato de Dexter tienden a adoptar la forma de ejecuciones… más todavía, de actos médicos, revistiéndose de la asepsia del plástico. Dexter recubre el escenario de sus ejecuciones como si fuese un quirófano en el que se aspira a contener el torrente de sangre que su intervención va a desatar.

Se entiende que en el código de Dexter, el impuesto por el padre, el propósito de esos preparativos es no dejar pistas y por tanto evitar que Dexter sea capturado. Pero sirven también como justificación racional de sus actos, como punto a su favor en el juicio del espectador. Si Dexter se entregase directamente al homicidio, estaría rindiéndose a sus impulsos (cosa que a veces se nos permite ver, para recordarnos quién es por dentro). Siguiendo ese guión en concreto, adoptado una estrategia que intenta distanciar el acto de sus consecuencias, adoptando un procedimiento que no es el simple ritual de los demás asesinos, Dexter domestica su instinto. Y el premio por «racionalizar» sus impulsos es poder matar al final. Situar a Dexter como “exterminador” le vuelve aceptable. Siendo metódico, especialmente en la elección de las víctimas, demuestra que no es totalmente un monstruo. O si lo es, un es un monstruo capaz de controlarse durante el tiempo que le lleva montar toda la parafernalia y verificar culpabilidades. El único ritual que se le consiente es conservar una placa con sangre, que aún así sigue remarcando que el procedimiento es casi “médico”.

Lo que hace tan interesante la aparición del hermano es la existencia de ese sistema que protege a Dexter de la policía y de su pasajero interior. El capítulo nos deja entrever cómo sería el otro Dexter, el que nunca podremos ver (de hecho, en un episodio posterior son los propios guionistas los que, refiriéndose a un videojuego, rechazan la opción de mostrar ese punto de vista). Y también permite recuperar el Dexter de la primera temporada, antes de que la serie se convirtiese en un culebrón, cuando Dexter era un elemento anómalo en una matriz realista, cuando todos parecían comportarse como personas normales, cuando Dexter era el monstruo que vivía oculto entre nosotros. Las temporadas posteriores han ido construyendo un universo donde Dexter es casi el personaje normal, lo que lo vuelve inevitablemente rutinario incluso considerando su comportamiento. A estas alturas de la serie ya sabes lo que Dexter va a hacer o no hacer. Y cuando no lo sabes, es la propia voz, sincera, del personaje la que te lo dice.

Mi única duda es saber por qué existe ese episodio con un road trip del hermano muerto con el hermano vivo, los dos hermanados por el homicidio. Me gustaría pensar que es para todo lo que he contado, para dejarnos ver cómo sería el otro Dexter, para mostrar de una vez a su oscuro pasajero, en lugar de mencionarlo continuamente. Digamos que para mostrar la enormidad del trabajo del padre, que realmente construyó un código tremendamente efectivo considerando las presiones que debe contener.

Pero sospecho que en realidad la función real de este episodio es cumplir con otra regla de la ficción comercial: es conveniente prefigurar las cosas. Si una pistola va a dispararse al final, es necesario haberla mostrado al principio, de forma similar a que el asesino deber ser un personaje conocido. En realidad ese episodio es una forma en que los guionistas, sin duda muy conscientes de la oportunidad de divertirse en medio de una temporada tan sosa, dieron a entender acontecimientos que se producirían posteriormente. Una gran revelación es menos grande si no se da primero una pista que todos pasen por alto, pero a la que todos podamos volver posteriormente y decir “mira, ya estaba aquí”.

Nada más.

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Confesiones de un joven novelista, de Umberto Eco

Este libro me resultó una decepción. Es la primera vez, la verdad, porque hasta ahora he disfrutado de sus libros de ensayo que he leído. Por otra parte, era inevitable que me decepcionase en algún momento, porque ningún autor convence al cien por cien.

El título de Confesiones de un joven novelista viene de que Umberto Eco se considera joven novelista (en oposición a novelista joven), porque a pesar de su edad, empezó a escribir novelas hace relativamente poco; la juventud se refiere a su carrera de novelista. Por desgracia, Umberto Eco no es tan joven como sus novelas y le cuesta escapar al síndrome del abuelo Cebolleta. Ya manifestaba esa tendencia en algún libro anterior, pero nunca como en este caso.

El libro reúne cuatro conferencias que impartió en Estados Unidos. Las dos primeras tratan sobre su propia obra literaria y su proceso creativo. Me resultaron especialmente aburridas por repetitivas, porque tenía continuamente la impresión de que me estaba contando cosas que ya me había dicho en otras muchas ocasiones (remontándose a las famosas apostillas) sobre la génesis y la estructura de sus novelas. Tal fue esa sensación de repetición, que incluso allí donde claramente estaba contando algo nuevo (porque hablaba de alguna de las últimas novelas) yo seguía teniendo la impresión de que ya lo sabía.

La cuarta conferencia trata sobre la fascinación con las listas, cosa que toma como excusa para citar una y otra vez lista tras lista. Como dice él mismo, “El único propósito verdadero de una buena lista es transmitir la idea de infinidad y el vértigo del etcétera”. Y tiene toda la razón, porque esta lista de listas es una parte del libro que se hace eterna. Confieso que mi única diversión fue preguntarme en qué punto mencionaría (juntos) a Borges y a Foucault (página 191).

El único texto que realmente me gustó fue el tercero, titulado “Algunas observaciones sobre los personajes de ficción”, que es el único que contiene elementos interesantes. Básicamente, trata de los mundos de la ficción (de cómo difieren del mundo real, como ya había tratado en otros libros) y de cómo acabamos considerando reales (como personas conocidas y cercanas) a los personajes de ficción: “La ficción sugiere que quizá nuestra visión del mundo real sea tan imperfecta como la visión que los personajes de ficción tienen del suyo”. Me gusta cómo lo cuenta y también la progresión de las ideas.

Pero un 25% del libro me parece demasiado poco. Seis paseos por los bosques narrativos (también conferencias) es una lectura mucho más recomendable.

[50 libros] 2011

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El improbable sistema del mundo: “La investigación”, de Stanisław Lem

Olvido siempre el nombre de la persona que dijo (o, quizá más exactamente, la persona a la que se lo leí por primera vez) que la novela de detectives era el más metafísico de los géneros literarios. Asume la existencia de un crimen, de un criminal y, quizá la parte más absurda, de un detective capaz de resolver el crimen. En La investigación (Impedimenta. ISBN: 978-84-15130-10-9. 248 pp. PVP: 18,95€) de Lem tenemos a este último personaje, colocado en el punto central de los acontecimientos y también eje de todas las reflexiones. Porque en este novela hay un detective, pero no está nada claro que haya un crimen, y de haberlo, tampoco queda claro que detrás haya un autor. Incluso se permite ir un paso más allá. Si la labor del detective es finalmente confirmar el orden del mundo, resolver la anomalía siguiendo un proceso que se parece mucho —en el modelo más clásico— al científico (aprovecharse en suma de las regularidades del universo), La investigación plantea la posibilidad de que la labor del detective sea totalmente imposible no por la ausencia de crimen o criminal, sino por la ausencia del mismo orden que se pretende restaurar.

En este caso, la anomalía son muertos que en el depósito de cadáveres se levantan, caminan un poco y vuelven a aparecer. Algunos cadáveres aparecen a las mismas puertas. Otros, mucho días después y más lejos. Esto sucede en la zona metropolitana de Londres —un Londres de novela clásica de detectives, donde todo se trata con lógica y precisión— y Scotland Yard está decidida a dar con el responsable. La inquietud de la trama no surge de ninguna modificación en el procedimiento, porque la policía investiga metódicamente y no se deja ninguna hipótesis sin evaluar. Es más, los personajes no dudan en charlar largamente y compartir sus ideas. El único elemento irracional es un extraño sueño del protagonista que en cierta forma refleja la trama de la novela.

Y no es tampoco que el fenómeno no admita una descripción precisa. La novela comienza con una reunión, donde diversos implicados (entre ellos, Gregory, el detective protagonista) realizan una minuciosa caracterización de las anomalías. Y es en esa reunión donde el científico Sciss presenta un modelo de lo sucedido, porque los «incidentes» se ajustan muy bien a una descripción más o menos matemática. Lo que su modelo no puede hacer es explicar lo sucedido y, en ausencia de explicación, él se convierte en el principal sospechoso. Después de todo, si alguien ha cometido esos actos, debe ser alguien inteligente y con un buen modelo de referencia. El científico investigador debe ser el responsable de la existencia del fenómeno investigado.

Pero ese modelo, ¿no es simplemente numerología? Combinando los mismos números ¿no podríamos obtener otro modelo igualmente creíble? O, alternativamente, como dice el propio profesor, quizá la perfección matemática del modelo indique la inexistencia del autor. Después de todo, ¿qué ser humano podría ser tan preciso? Pero cualquier hipótesis creíble, por falsa que pueda ser, tranquiliza. Es peor enfrentarse cara a cara con lo desconocido.

La investigación es su gran novela sobre la causalidad (de la misma forma que La fiebre del heno es su gran novela sobre la casualidad). Que unos sucesos se produzcan siguiendo cierta ordenación en el tiempo no implica que unos se deriven de los otros. A pesar de la posible estructuración matemática, la correlación no implica causalidad. Buscando una solución, a lo largo de la novela se van proponiendo sucesivas hipótesis para explicar los hechos, algunas más creíbles que otras. Pero todas tienen algún fallo importante que hace que no encajen con los hechos conocidos. Quizá, después de todo, la solución final es que el orden no existe, que se trata de una preferencia que los seres humanos imponen al mundo, que en realidad todo es una sucesión de elementos inconexos que ordenamos por conveniencia en una sucesión causal. Quizá debamos admitir que las cosas simplemente son, sin origen.

La investigación es mi novela preferida de Lem. Creo que pocas veces logró aunar tan bien sus temas habituales (en particular, la imposibilidad del conocimiento) con la estructura de una novela de género. Hay una tensión deliciosa entre el tema y la ambientación detectivesca inglesa, que como buena novela de ese tipo exige continuamente una resolución que no llega jamás. O quizá si se produzca, pero por un método que no es el más racional.

La novela viene a decir que es muy difícil vivir en la incertidumbre. Su triunfo es lograr que el lector la experimente. Y lo más asombroso es que lo logra sin apartarse del realismo, porque realismo no es lo mismo que realidad. Como ese mapa de la portada, tan preciso y tan claro, pero que no es el territorio.

[50 libros] 2011

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Todas las lenguas del mundo: “What Language Is (And What It Isn’t and What It Could Be)”, de John McWhorter

Allá por 1840, nos informa John McWhorter, los libros de historia natural tendían a dibujar la vida marina en la playa, animales inmóviles dispersos sobre la arena, por completo fuera de su entorno natural. El otro posible punto de vista, el de las profundidades, la visión bajo la superficie, les estaba vedado por comprensibles razones físicas. No fue hasta que la sociedad victoriana descubrió los acuarios que las ilustraciones cambiaron y empezaron a mostrar las criaturas marinas como seres animados, con complejos comportamientos que no eran inmediatamente visibles para los seres humanos.

Empleando el ejemplo histórico como metáfora, ésa es la situación en la que ahora nos encontramos cuando pensamos en la lengua. Tenemos una visión limitada, dice, muy de superficie, sobre todo cuando nuestros conocimientos se limitan a lenguas como el inglés o el español que han sufrido un considerable proceso de simplificación. La realidad bajo la superficie, el mundo en el que la lengua se muestra fluida, animada y cambiante, el mundo en el que se manejan los lingüistas, es muy diferente. El propósito de What Language Is es explorar ese mundo “submarino” y mostrar la asombrosa variedad, las formas rocambolescas y caprichosas que pueden llegar a alcanzar las lenguas del mundo.

En particular, What Language Is se centra en cinco características del lenguaje que el autor resume (empleando ese sentido del humor tan suyo que se encuentra en alguna intersección entre lo tonto, lo surrealista y lo genuinamente gracioso) en el acrónimo IDIOM. El lenguaje es: Ingrown, Disshevelled, Intricate, Oral y Mixed.

Ingrown: La capacidad de un idioma para volverse complejo y acabar indicando detalles totalmente innecesarios. Por ejemplo, la tendencia del español a indicar el género —y exigir la correspondiente concordancia— de casi todo lo que nombra, por innecesario que sea. Pero eso no es nada comparado con otras lenguas que no se convirtieron en mayoritaria y por tanto no sufrieron ningún proceso de simplificación.

Disshevelled: Las lenguas cambian siguiendo procesos que rara vez son lógicos. Lo que lleva a inconsistencias, a situaciones extrañas y a partes que no parecen casar con otras. Mucha gente reacciona a esa situación intentando forzar que el lenguaje se adapte a una marco estrictamente lógico, cosa que rara vez logran.

Intricate: A pesar de lo anterior, las lenguas tienen reglas, en ocasiones increíblemente complejas. Es decir, las lenguas tienen gramática, aunque la idea popular de gramática puede que no se corresponda con la de un lingüista.

Oral: Debería ser evidente que la lengua es algo oral y que la lengua escrita no es más que un invento muy posterior, un parche para fosilizar lo hablado. Sin embargo, hay mucha gente que cree que la lengua escrita es la “real” y la hablada no es más que una simple y burda aproximación.

Mixed: Toda las lenguas tienen influencias de otras lengua, tanto en su vocabulario como en su gramática. No existen las lenguas puras. Aunque, por supuesto, muchos programas de “limpieza” empiezan dando por supuesta esa pureza imposible.

Un detalle curioso de ese IDIOM es que lenguas como el inglés, el español, el francés o el persa son muy raras. Son más simples, nos dice el autor, que la mayoría. Explica que se debe a la cantidad de adultos que tuvieron que aprenderlas sin el beneficio de la inmersión infantil, lo que llevó inevitablemente a un proceso de limado de asperezas. La tendencia natural es a ir alcanzando un nivel cada vez mayor de complejidad. Por tanto, para mostrarnos la asombrosa variedad del lenguaje, explora lenguas como el chino antiguo, el navajo, el kikuyo, el keo, el archi, el twi, el black english, el shinhalese, el saramaccan y muchas más. Lenguas sin verbos regulares, lenguas donde hay que expresar cómo se sabe lo que se dice, lenguas con contadores para distintos tipos de formas y demás…

Mucho de lo que explica suena tremendamente raro. Estamos acostumbrado a una forma de hablar, y por tanto asumimos que la forma que emplea nuestra lengua es la forma “correcta”. Pero la cinco características IDIOM crean una variedad apasionante de formas de expresar las cosas. Al final pone como ejemplo, el berik, una de las lenguas que se habla en Nueva Guinea. Parece ser que tiene un número reducido de pronombres. Pero en cuanto llegamos a los verbos:

Berik verbs are some of the most ingrown on the planet. Person and number? That’s Berik baby food. A proper verb in this tiny language must also specify things like how big and object is, whether there was on, two, o three of them, whether it’s high or low, how far away it was, and the specific time of day!

What Language Is es un excelente libro de divulgación lingüística. No sólo está repleto de fascinantes detalles sobre la lengua, y muchas lenguas concretas, sino que lo explica todo con sencillez (en varias ocasiones, advirtiéndote en las notas al pie —cuando no hace una broma— de los detalles que faltan). Del mismo autor, The Power of Babel es mejor, una maravilla de libro que habría que leer varias veces, y si bien What Language Is no está a esa misma altura no se debe tanto a una limitación de este último como a la altura alcanzada por el primero. No sólo What Language Is merece ampliamente la pena, sino que deja ganas de leer más libros del mismo autor.

[50 libros] 2011

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La ciencia y los pingüinos de Madagascar

Los pingüinos y los lémures de Madagascar y continuación —vamos, los únicos personajes con personalidad de esas películas— ahora viven en el zoo de Central Park y protagonizan la serie de televisión Los pingüinos de Madagascar. Los pingüinos siguen con lo suyo, viviendo una vida de comandos tan capaces de derrotar hoy a un genio del mal como de recuperar mañana el globo rojo de un niño. Los papeles están más definidos que en las películas. Skipper es el jefe, el más machote de todos, que sueña con bombas y misiles, un pingüino dado a la paranoia que ve enemigos en todos los cubos de basura. Private es el más joven y el que tiene la cabeza llena de arcoiris y unicornios, aunque no por ello es menos capaz que sus compañeros (habla, además, con acento británico). Rico es… bueno, no sé qué es Rico: pero posee la capacidad de escupir de todo, incluso cartuchos de dinamita (con la mecha ya encendida… detalle fascinante). Y finalmente está Kowalski, el científico del grupo, uno que hoy transfiere cerebros, mañana fabrica una máquina del tiempo y que siempre sueña con tener un coco todavía más grande.

Es Kowalski el que habitualmente se pasa los episodios defendiendo la ciencia y sus certidumbres. Sus inventos tienden a fallar de las formas más insospechadas, pero eso es lo habitual en nuestro mundo. Su tendencia es ofrecer planes de batalla fantásticamente complicados y luego, al presentar alguien una versión mucho más simple, quejarse de que la otra opción es demasiado “fácil”. Fiel al estereotipo, eso de las emociones no se le dan nada bien, a pesar de estar enamorado de una delfín. Puede que sus inventos fallen, pero sus ideas también tienden a funcionar y resolver el problema (por ejemplo, el final de “Command Crisis”). Unas veces pone en peligro a sus compañeros pero en muchas otras es el salvador final. Y más de una vez, es preciso aclararlo, si el invento tiene consecuencias funestas, se debe al defecto de carácter de algún otro personaje (te estoy mirando a ti, rey Julien).

(En un episodio, Skipper le pregunta a Kowalski si alguna vez ha inventado algo que no acabase amenazando con destruir el mundo. Tras pensárselo, Kowalski responde que no; una respuestas sincera pero bastante injusta).

Es decir, como representación de la tecnociencia en una serie de humor, Kowalski no está mal, sobre todo porque habitualmente tiene razón y es, casi por definición, el personaje más imaginativo de la serie. Kowalski es una representación bastante positiva y un miembro más que valioso del grupo. No podría ser de otra forma, ya que a los cuatro pingüinos se les presenta como personajes que actúan persiguiendo el bien (no por nada son los héroes de la serie) y aunque tienen defectos, esos defectos son motores de las historias y no les hacen ser menos capaces en sus habilidades. Aunque la fe de Kowalski en el intelecto es excesiva, esa fe no mengua su considerable capacidad intelectual (es, de hecho, el pingüino más listo del mundo; en una ocasión incluso se vuelve más listo que él mismo).

(La serie cuenta con su propio científico loco. El doctor Blowhole (Espiráculo creo que lo llaman en doblaje), que es básicamente el Blofeld de los pingüinos. Como no podía ser de otra forma, Kowalski envidia el material del que dispone Blowhole).

Pero hay un episodio –“Otter Things Have Happened”– llamativo por el tratamiento que hace de la ciencia. Resulta que Marlene —una nutria hembra que vive con ellos en el zoo y que es la única presencia femenina (exceptuando a la cuidadora) regular (es decir, es la Pitufina)— no tiene novio. Los pingüinos deciden corregir esa situación y Kowalski utiliza la ciencia para fabricar un detector que permita localizar a su compañero ideal (el detector es una lata de sardinas con una pantalla de radar, porque Kowalski tiende a usar todo tipo de artículos cotidianos. El detector en realidad se ha creado para aprovechar sus grandes posibilidades militares. Posibilidades que no quedan nada claras en el episodio). Localizado el individuo, descubren que se trata de una ardilla de Central Park. Después de varios intentos de despertar el romance la cosa fracasa, situación que Kowalski no puede comprender, porque la elección ha sido totalmente científica y por tanto correcta. Como en su universo conceptual la ciencia no puede equivocarse, Kowalski arroja el aparato a la papelera mientras grita “Ciencia, ¿por qué me has abandonado?”.

En otra serie, el episodio terminaría aquí, con alguna referencia a “La ciencia no lo sabe todo y demás”, que suele ser el mensaje habitual. Pero en este episodio, el aparato sigue funcionando, indicando el mismo lugar. Lo que se descubre al final es que en ese mismo lugar del parque vive una nutria macho (conocida de la ardilla y con la que conversa brevemente) que sería, por su aspecto y aficiones, el compañero ideal de Marlene. Es decir, Kowalski tenía absolutamente toda la razón y la ciencia le había indicado el lugar correcto. El problema fue, digamos, un fallo de ejecución, una metedura de pata, pero la solución científica era más que exacta.

El episodio “Out of the Groove” también llamativo por su comentario, reducido en este caso, sobre la ciencia. El rey Julien —el lemur más egoísta— pierde su marcha que, por arte de magia (o no), acaba en el cuerpo de Skipper. Skipper —el pingüino más serio de todos— se descubre de pronto capaz de bailar. Cuando se resuelve la situación del episodio, quedan dos opciones: existe la magia o Skipper lleva un bailarín dentro (que mantiene totalmente reprimido y que sólo despertó por, digamos, sugestión, el mismo mecanismo por el que el rey Julien perdió originalmente la marcha). Kowalski defiende la fría ciencia, negando cualquier posibilidad de magia. Sin embargo, Skipper decreta que la magia existe y la ciencia se equivoca, porque aceptar la alternativa va totalmente en contra de la imagen que Skipper tiene de sí mismo. Es una curiosa situación en la que la ciencia no falla (o se da a entender que no falla), sino que se decide que la opción científica no gusta.

Por supuesto, también hay algún episodio donde Kowalski es el científico loco. En “Meneos”, deseando producir algo después de un largo periodo sin ninguna gran creación, excepto un rayo para encoger, Kowalski logra fabricar un cruce entre blob y flubber. El monstruo, como lo llaman todos menos su padre, crece desmesuradamente hasta estar a punto de devorarlos a todos, incluyendo a su creador. Kowalski comienza su relación con la criatura defendiéndola, manifestado raras muestras de preocupación paterna y empleando todos los trucos retóricos para justificar o excusar lo que está sucediendo. Pero por desgracia, al final debe aceptar que la cosa se ha desmadrado y tras entonar “el problema lo creo la ciencia y la ciencia debe resolverlo” se ocupa personalmente de rectificar la situación.

En el epílogo, los pingüinos reunidos en la base secreta (una base construida en secreto bajo su hábitat, que contiene múltiples niveles con armas de todo tipo y con ingenios científicos de lo más variado. Viene equipada también con un generador de energía tan avanzado que si se fracturase, como está a punto de suceder en «Work Order», podría destruir la estructura del espacio tiempo. Lo inventos más peligrosos de Kowalski tienden a acabar en las entrañas más profundas de la base) comentan que la ciencia nos da grandes cosas -entre ellas, tostadoras y colorantes artificiales- pero que la locura es algo muy diferente y que se debería evitar. Kowalski lo admite, aunque luego, cuando queda solo, descubrimos que no destruyó a Meneos, sino que, como si de un Quartermass se tratase, usó el rayo para reducir su creación a dimensiones mucho más cómodas y manejables, eliminando el problema sin tener que renunciar a su “prole”. Meneos será un monstruo, pero es su monstruo.

Y es que después de todo, Kowalski es humano. Bueno, quiero decir, es pingüino.

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[Recibido] 1Q84. Libro 3, de Haruki Murakami

Por fin está aquí 1Q84. Libro 3 (Tusques Editores. ISBN: 978-84-8383-355-1. 416 pp. 22,00 €), la esperada continuación de 1Q84. Como dije en mi reseña anterior, el final ya parecía perfecto, por lo que siento mucha curiosidad por saber cómo sigue la historia.

De la contraportada:

A las voces de Aomame —la enigmática instructora de gimnasia y asesina— y Tengo —el profesor de matemáticas y escritor—, se suma, en este tercer libro de la novela 1Q84, la de un nuevo personaje, un detective llamado Ushikawa. Su última misión, encargada por Vanguardia, el misterioso culto religioso, consistió en comprobar si Aomame era digna de confianza para trabajar para el líder. Ushikawa dio el visto bueno a la joven, pero ésta los traicionó a todos, cometió un nuevo asesinato y luego desapreció. Si el detective no logra encontrarla, la venganza de la secta se abatirá sobre él. Entretanto, Aomame y Tengo, cada uno a su modo, siguen deseándose en la ausencia, buscándose —en el más puro estilo de Murakami— casi sin moverse de su sitio, aislados, quizás a punto de experimentar un giro radical en sus vidas y esperando un reencuentro que los redima… en el mundo de 1984, o en el de 1Q84, ese fantasmagórico universo con dos lunas.

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La imagen más importante

Hoy Applesfera me pidió una opinión sobre la presentación ayer de Apple. Si la leen verán que soy uno de los que está contento con lo visto. En particular, creo que Siri tiene un gran potencial para cambiar la telefonía móvil. Hace mucho que el móvil tiende hacia el concepto de familiar y Siri me parece uno de los grandes pasos en ese sentido.

También hice referencia a otro detalle de la presentación que me llamó mucho la atención. Ahora me gustaría ampliarlo un poco más.

Creo que ésta es la imagen más importante de la presentación de ayer:

Muestra la cuota de mercado del iPhone, un 5%, en el mercado global de la telefonía móvil. Como dejó claro el propio Tim Cook, no entre los smartphones, sino entre todos los teléfonos, porque desde el punto de vista de Apple todos los teléfonos móviles aspiran a la condición de smartphone. Si a eso sumamos que destacó las nuevas tiendas en China, el hecho de que ya son seis en total y que pensaban abrir más, queda claro el mensaje de esa imagen: Apple, al contrario que Alejandro, tiene todavía mucho mundo por conquistar.

En muchos aspectos es una gráfica muy ambiciosa y también una indicación de dónde tiene Apple situada la mira. En ese contexto, las discusiones entre Android, iPhone y demás carecen de sentido. Poco le importa si alguien ya ha optado por otro tipo de teléfono, porque lo que le importa es que el recién llegado a los smartphones escoja un iPhone. Ahí es donde ve el enorme potencial de crecimiento. Y también donde se encaja todo intento de simplificar la interacción con el móvil. Es decir, Siri. Un teléfono cuya potencia se puede controlar con facilidad es un teléfono más fácil de vender.

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