Perdidos se ha convertido oficialmente en la mejor serie que sigo. La tercera temporada no sólo me ha encantado, sino que su segunda mitad ha ido mejorando progresivamente hasta quedar rubricada por un final espectacular, una delicia narrativa, una maravilla de historias exquisitamente bien contadas, donde todos los elementos dispuestos anteriormente se han ido engarzando de forma lógica y a la vez inesperada. Tanto es así que han logrado algo que me hubiese resultado imposible de creer hace sólo una semana: por primera vez creo que los guionistas de Perdidos tienen un final para la serie. Y no un final cualquiera, sino un final tan bueno y perfecto que catapultará a Perdidos al olimpo de las mejores series de la historia de la televisión. Se convertirá en una de esas series que se estudian y analizan, cuya estructura se contempla y se examina con asombroso, cuya múltiples capas se van retirando para mostrar complejidades aún mayores. En suma, se convertirá en un clásico.
De los muchos elementos que podría destacar –y francamente, los hay a toneladas- me voy a quedar con uno. Un detalle distingue una gran obra de una obra mediocre. En una obra mediocre, todo sucede tal y como estaba previsto y todo acaba tal y como se sabía que acabaría. Y cuando se produce una sorpresa, su único efecto es ése, el de la pura sorpresa. No te afecta, no te conmueve, no vuelve del revés el mundo ficticio. En una gran obra, todo acaba como exige la narración, no necesariamente como uno quería. Y una de las mejores formas es dejar que los protagonistas consigan lo que quieren, pero que lamenten haberlo logrado.
Perdidos lleva tres temporadas ofreciéndome todo lo que pido a cualquier obra, en cualquier medio: que me asombre, que se me adelante, que me demuestre que me equivoco, que me ofrezca soluciones que a mí no se me habían ocurrido. Una de las cosas que me encanta de Perdidos es la delicada complejidad de estructura narrativa, sus giros cuidadosamente calculados, los detalles sembrados que parecen casuales y se revelan fundamentales, los héroes que resultan tener pies de barros y los personajes fallidos que encuentran el heroísmo en su interior, el uso de las referencias, las capas tras capas que dotan de densidad, el enfrentamiento continuo de la condición humana contra la frialdad y la indeferencia del mundo. En suma, cuando creo haber entendido Perdidos, la serie se las arregla para cambiar delante de mis ojos.
Y la serie se puede permitir todo eso porque a lo largo de tres años ha sabido construir un conjunto de personajes maravillosos, complejos, llenos de matices, capaces de sorprender, cuyos pasados no están tan claros como pareciese y cuyas actuaciones no siempre están determinadas. Tal es así, que estoy convencido de que un episodio de Perdidos donde todos se limitasen a desayunar sería un episodio apasionante. Nadie comería de la misma forma, cada uno comentaría cosas diferentes, cada uno discutiría de un tema concreto y nadie contaría toda la verdad.
En el último episodio descubrimos que Moisés puede abjurar de la tierra prometida. Pero no considero que ése sea el movimiento tectónico más impactante. Para mí ha sido otra cosa. Como dije antes, hasta ahora, creía que Perdidos era una serie de final imposible. Creía que no había forma de terminarla, que era inviable llegar al final y resolver satisfactoriamente aunque sólo fuese en parte. No me importaba nada. Fue algo que asumí a mediados de la primera temporada. Simplemente, hay obras que se disfrutan al final y hay obras que se disfrutan por el proceso. Los personajes, los juegos de los guionistas con la estructura de la serie, los paralelismos, los reflejos, las palabras del pasado que se manifestaban en el presente, los personajes gemelos, los padres siempre problemáticos… eso bastaba.
Ahora han logrado convencerme de que la van a acabar.
«Mira, tiene final», han dicho. «Pero no va a ser un final feliz».
Tres años quedan. Se van a hacer muy largos.