A los 40
Dentro de unos días cumpliré 40 años. Es un fin de década, cosa que sólo me pasa una vez cada diez años. La última vez fue en 1997 y la próxima no se dará hasta el 2017. Hacerse viejo tiene sus problemas, pero en esta ocasión tiene un punto positivo: cuando cumples 40 te regalan un deportivo. Es una ley o algo así. Aunque yo desde hace un tiempo vengo pensando que a mi nueva situación de señor mayor se le ajusta mejor uno de esos Mercedes chulos de gama alta. Apenas puedo esperar.
Volviendo a la edad, lo que no tengo claro es cuándo empezará a cambiarme el carácter. Es decir, ya sé que no hay una fecha fija. Tengo amigos que eran viejos desde los 20 años y he conocido a personas de 70 años con mentes muy juveniles. Sin embargo, a la mayor parte de la gente parece acaecerle una mutación alrededor de los 40. Es un cambio que me resulta pelín desconcertante. Por ejemplo, a mí los 80 no me parece una década especialmente interesante y menos aún merecedora de ser recordada. ¿Cómo será eso de empezar a pensar que los 80 fue el mejor periodo de la historia de la humanidad y que el Renacimiento entero no se puede comparar a la producción musical de esa época? ¿Tan triste y patética será mi existencia tras cumplir los cuarenta que creeré que las hombreras marcaron un antes y un después? ¿Estaré tan ciego como para creer que la bazofia de televisión que nos metía la cadena única de entonces no la supera ni la Capilla Sixtina? Por increíble que parezca, parece que será así; el anuncio de Coca Cola me dejará de parecer una soberana tontería y pasaré a considerarlo un documental fiel reflejo de la vida en toda una generación.
¿Y cuándo voy a empezar a encontrarle el gusto a ir vestido con traje y corbata? ¿O a fumar puros? ¿Asistir a la ópera? No sé, ese mundo futuro de casi senectud se me antoja una especie de país desconocido. Hacerse viejo es un proceso muy extraño lleno de cambios increíbles.
Y luego están los jóvenes.
Los jóvenes son esas personas que se permiten la absoluta descortesía de tener menos años que nosotros. A los jóvenes les tengo mucho respeto, tanto que cuando están en grupo les trato de ustedes y si me los encuentro de noche en una acera, me cambio. Por el momento, asumo, además, que entre los jóvenes habrá de todo: tontos y listos, altos y bajos, guapos y feos, creativos y prosaicos. Es decir, en mi limitado contacto con ellos he llegado a la conclusión de que son básicamente como cualquier otro grupo de edad. Es más, en muchas ocasiones me descubro admirando el producto de algún joven o jóvena.
Pero una vez más, eso tendrá que cambiar. En algún momento decidiré que los jóvenes lo hacen todo mal por genética, por esencia, porque no pueden evitar hacerlo mal. No sólo mal, rematadamente mal. Tan absolutamente mal, que, por ejemplo, acabaré colocando en mi sitio uno de ese cartelitos tontos prohibiendo el «lenguaje sms». Y me parecerá totalmente logico.
Así podría poner muchos ejemplos más. Pero creo que se me entiende. Podría parecer triste, pero envejecer es un cambio que tengo más que asumido. Después de todo, bien pensado, anquilosarse es poco precio a pagar por haber sobrevivido. Acabar creyendo que cualquier tiempo pasado fue mejor no es más que otra magnífica ironía del mismo destino que te da simultáneamente los libros y la noche.