He recuperado Galicia

La perdí hace unos días, pero ahora la he recuperado. Me siento como alguien que hubiese perdido Galicia y luego la hubiese recuperado. O algo. Y ni siquiera he tenido que presentarme a las elecciones. Así tiene más gracia.

Verán, mi caída estaba muy exagerada. Los 107 puestos de descenso (a saber, todo lo contrario de subir) en el ranking de Alianzo se debieron a un problema con mi cambio, como no, a WordPress. Durante los primeros días tuve problemas para redireccionar la vieja fuente RSS a la nueva. Al final, los chicos de Bloglines hicieron el cambio a mano, pero me dijeron que el número correcto de suscriptores tardaría en aparecer. Y durante unos días sólo indicaba un suscriptor.

Y adivinen qué factor influye en el ranking. Pero los encargados del ranking lo corrigieron con rapidez. Parece ser que sólo he caído tres puestos. Pero tacita a tacita…

Pues eso. Que ya vuelvo a ser el número uno de Galicia. Al menos, hasta que Libro de notas me arrebate el puesto. Cosa que sucederá pronto si siguen escribiendo entradas de calidad. Así no se puede competir.

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Perdidos en una buena serie

Perdidos se ha convertido oficialmente en la mejor serie que sigo. La tercera temporada no sólo me ha encantado, sino que su segunda mitad ha ido mejorando progresivamente hasta quedar rubricada por un final espectacular, una delicia narrativa, una maravilla de historias exquisitamente bien contadas, donde todos los elementos dispuestos anteriormente se han ido engarzando de forma lógica y a la vez inesperada. Tanto es así que han logrado algo que me hubiese resultado imposible de creer hace sólo una semana: por primera vez creo que los guionistas de Perdidos tienen un final para la serie. Y no un final cualquiera, sino un final tan bueno y perfecto que catapultará a Perdidos al olimpo de las mejores series de la historia de la televisión. Se convertirá en una de esas series que se estudian y analizan, cuya estructura se contempla y se examina con asombroso, cuya múltiples capas se van retirando para mostrar complejidades aún mayores. En suma, se convertirá en un clásico.

perdidos

De los muchos elementos que podría destacar –y francamente, los hay a toneladas- me voy a quedar con uno. Un detalle distingue una gran obra de una obra mediocre. En una obra mediocre, todo sucede tal y como estaba previsto y todo acaba tal y como se sabía que acabaría. Y cuando se produce una sorpresa, su único efecto es ése, el de la pura sorpresa. No te afecta, no te conmueve, no vuelve del revés el mundo ficticio. En una gran obra, todo acaba como exige la narración, no necesariamente como uno quería. Y una de las mejores formas es dejar que los protagonistas consigan lo que quieren, pero que lamenten haberlo logrado.

Perdidos lleva tres temporadas ofreciéndome todo lo que pido a cualquier obra, en cualquier medio: que me asombre, que se me adelante, que me demuestre que me equivoco, que me ofrezca soluciones que a mí no se me habían ocurrido. Una de las cosas que me encanta de Perdidos es la delicada complejidad de estructura narrativa, sus giros cuidadosamente calculados, los detalles sembrados que parecen casuales y se revelan fundamentales, los héroes que resultan tener pies de barros y los personajes fallidos que encuentran el heroísmo en su interior, el uso de las referencias, las capas tras capas que dotan de densidad, el enfrentamiento continuo de la condición humana contra la frialdad y la indeferencia del mundo. En suma, cuando creo haber entendido Perdidos, la serie se las arregla para cambiar delante de mis ojos.

Y la serie se puede permitir todo eso porque a lo largo de tres años ha sabido construir un conjunto de personajes maravillosos, complejos, llenos de matices, capaces de sorprender, cuyos pasados no están tan claros como pareciese y cuyas actuaciones no siempre están determinadas. Tal es así, que estoy convencido de que un episodio de Perdidos donde todos se limitasen a desayunar sería un episodio apasionante. Nadie comería de la misma forma, cada uno comentaría cosas diferentes, cada uno discutiría de un tema concreto y nadie contaría toda la verdad.

En el último episodio descubrimos que Moisés puede abjurar de la tierra prometida. Pero no considero que ése sea el movimiento tectónico más impactante. Para mí ha sido otra cosa. Como dije antes, hasta ahora, creía que Perdidos era una serie de final imposible. Creía que no había forma de terminarla, que era inviable llegar al final y resolver satisfactoriamente aunque sólo fuese en parte. No me importaba nada. Fue algo que asumí a mediados de la primera temporada. Simplemente, hay obras que se disfrutan al final y hay obras que se disfrutan por el proceso. Los personajes, los juegos de los guionistas con la estructura de la serie, los paralelismos, los reflejos, las palabras del pasado que se manifestaban en el presente, los personajes gemelos, los padres siempre problemáticos… eso bastaba.

Ahora han logrado convencerme de que la van a acabar.

«Mira, tiene final», han dicho. «Pero no va a ser un final feliz».

Tres años quedan. Se van a hacer muy largos.

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En busca de la inmortalidad : Ciencia y esperanza de vida de S. Jay Olshansky y Bruce A. Carnes

Publicado en El archivo de Nessus, 2002.

En busca de la inmortalidadTodos vamos a morir. Como mucho, podemos discutir el dónde, el cuándo y el cómo. Pero el final está claro de antemano.

Y por si eso no fuese poco, además, inevitablemente envejeceremos durante el proceso.

Ésta es la idea más importante de este libro, curiosamente titulado En busca de la inmortalidad, tanto, que sus autores la repiten continuamente, como si no estuviesen seguros de que haya calado en los lectores. Se equivocan, queda claro, muy claro, y desde hace años.

Aunque en realidad, para ser justos, no quieren tanto que aceptemos la idea de la muerte y el envejecimiento (sobre todo en una sociedad como la nuestra que está convirtiendo la vejez en un tabú), como que aceptemos que la muerte y la vejez existen por una razón, que comprendamos cómo se han conseguido las esperanzas de vida que disfrutamos hoy en el mundo occidental, y que aceptemos que no existe ningún remedio milagroso ni píldora de la inmortalidad para alargarla mucho más.

Empecemos por el principio.

Aparentemente, la vejez y la muerte son el precio que pagamos por el sexo. La combinación sexual de genes permite producir variaciones rápidas del genotipo que a su vez agilizan la carrera de armamentos contra todo lo que está dispuesto a matarnos. Pero al hacerlo, los genes se vuelven aún más importantes, y más que la supervivencia del individuo, prima la supervivencia de los genes. Por tanto, si un animal se reproduce con rapidez, poco importa lo que le suceda a posteriori con el contenedor de genes. Nuestros genes se vuelven inmortales a costa de que nosotros no lo seamos. ¿De qué serviría crear un animal inmortal si lo importante es que transmita los genes con la mayor rapidez posible? ¿Por qué desechar la cantidad asombrosa de recursos necesarios para crear un vehículo genético inmortal cuando es más simple hacer que se reproduzca y fabricar otro vehículo? Los autores lo aclaran usando el símil de un coche: al principio los coches van bien, pero con el paso del tiempo el coste del mantenimiento supera el coste de un coche nuevo. Es así de simple.

Atribúyelo a la entropía en acción. «La muerte es el precio que pagamos por la inmortalidad de nuestros genes», dicen los autores en la página 60.

Es más, después de la reproducción, el individuo queda fuera de la carrera evolutiva. Genes que afecten a un ser viva después de la reproducción y que afecten a su supervivencia no serán eliminados del acervo genético de la especie. Por tanto, no es de extrañar que en la vejez nos asalten numerosas enfermedades de origen genético que sólo se manifiestan a avanzada edad: «Los genes más perjudiciales para la supervivencia y la reproducción son metafóricamente ‘empujados’ por la selección natural hacia edades cada vez más tardías, donde influyen menos en la reproducción» (p. 65). Es más, quizá mucho de esos genes que provocan enfermedades a edad avanzada puede que sean importantes para la supervivencia durante la juventud (lo cual, por cierto, hace muy poco probable que por medio de ingeniería genética se pueda alterar el genotipo humano para alcanzar la inmortalidad -¿alteramos genes necesarios en la juventud para no morir de viejos?). Es decir, esos genes están ahí para ayudarnos a sobrevivir (cuando somos jóvenes), no para provocar enfermedades.

Y un detalle más. Si hoy parecen que han aumentado las enfermedades de la vejez, eso se debe simplemente a que hemos dominado muchas enfermedades que antes nos mataban en la juventud y por tanto ahora somos capaces de alcanzar edades avanzadas que antes nos estaban vedadas. Eso sí, todavía nos quedaría explicar por qué los seres humanos somos capaces de alcanzar edades que superan varias veces nuestra edad de reproducción y no morimos poco después de tener hijos. Quizá: «La resistente constitución que fue necesaria en el pasado para sobrevivir justo el tiempo suficiente hasta la procreación es lo que permite hoy a las personas sobrepasar las edades que nuestra biología define como años reproductivos» (p. 87).

Lo cual nos lleva a la segunda idea. ¿Cómo hemos alcanzado, en los países del primer mundo, una longevidad tan grande? Una segunda parte del libro se ocupa de esa cuestión, incluyendo una fascinante excursión por los métodos para estimar las esperanzas de vida y los esfuerzos realizados en la lucha contra las enfermedades infecciosas. Al final, se alcanzan dos conclusiones. La mejora de la esperanza de vida se ha producido por la drástica reducción de la mortalidad infantil y será muy difícil arañar años de esperanza de vida en el futuro. La razón es muy simple. Salvar a un niño de corta edad añade muchísimos años a la esperanza de vida. Conseguir que un anciano de 87 años sobreviva un año más aporta muy poco. La opinión de los autores es que asintóticamente nos acercamos al límite máximo que puede vivir un ser humano, y que poco podremos hacer para añadirle años a ese límite.

En ese aspecto, los autores se pueden considerar conservadores y pesimistas: «la duración de la vida human es un fenómeno de la herencia biológica que está sometido a limitaciones impuesta por programas genéticos de crecimiento, desarrollo y reproducción» (p. 111). Otros muchos defienden la posibilidad de alargar indefinidamente la esperanza de vida humana, aunque en ocasiones sea recurriendo a métodos que parecen más de ciencia ficción. En mi caso particular, siendo conocedor de la existencia de la entropía, tengo que inclinarme por el lado de Olshansky y Carnes, aunque ya me gustaría que los otros tuviesen razón.

Aunque calificarlos de pesimistas y conservadores no es justo. En todo caso, serían realistas, partiendo de la realidad de nuestra especie para intentar resolver los problemas de salud. Desde ese punto de vista, confían en que los avances biomédicos del futuro, que partirán de un profundo conocimiento de las enfermedades incluyendo su origen en nuestro propio cuerpo, para permitirnos alcanzar la vejez extrema en mejores condiciones. Quizá esos avances no nos otorguen la inmortalidad ni la juventud, pero ciertamente confían en que nos permitirán alcanzar todos nuestro potencial de longevidad y disfrutar mejor de la vida que nos quede.

Desde esa óptica se enfoca la última parte del libro, que analiza las técnicas, más o menos científicas, que se proponen para luchar contra el envejecimiento: desde los antioxidantes hasta el ejercicio pasando por distintas dietas milagro. Los autores no ven clara ninguna de ellas (llamando directamente fraudulento a más de un producto alternativo) y ni siquiera están seguros de que el ejercicio sirva para alargar la vida, después de todo que unas personas se beneficien de él no quiere decir que otras, con distintas características físicas y genéticas, lo vayan a hacer.

Valoración: 4 estrellas de 5

Mondadori. Barcelona. Noviembre 2001. Título original: The quest for immortality (2001). Traducción: Manuel Pereira. 304 páginas. PVP: 2.600 (15,63€). ISBN: 8425336252.

Al final, ofrecen su sencilla receta para la vida. En primer lugar, tomárselo con calma. No gastar fortunas en productos milagros que no surten efecto, mantener una dieta sana y equilibrada, no fumar, no consumir drogas y mantener la bebida controlada, y realizar ejercicio, porque claro, una cosa es que el ejercicio no aumente la esperanza de vida y otra muy distinta es negar que tiene efectos beneficiosos para la salud y un ejercicio bien planificado y practicado regularmente nos permitirá llegar en mejor estado a nuestros años dorados. Al final concluyen: «La lógica que origina estos consejos sensatos también nos lleva a una conclusión que parece contraria a la intuición: está bien adoptar un estilo de vida cada vez más relajado, menos riguroso, a medida que lleguemos a edades cada vez más avanzadas» (p. 270). Y una buena noticia, a medida que envejecemos nos podemos ir permitiendo cada vez más caprichos (chocolate, costillas a la barbacoa…), al ritmo de uno o dos por semana por cada década de vida. Después de todo, ¿qué es lo peor que nos podría pasar? ¿Morirnos?

Con la receta que ofrecen quizá no vivamos más, pero como ellos mismo admiten con gracia, se nos hará más agradable.

En busca de la inmortalidad es un libro claro, muy bien escrito, que presenta asuntos complejos con sencillez. Sus autores mantienen un punto de vista que no es agradable, que el envejecimiento y la muerte son inevitables, y que muchos no queremos oír. Pero ahí radica su interés. Parten de conocimientos biológicos actuales para defender su postura, y en el proceso exploran detalles fascinantes de la historia del envejecimiento (son especialmente buenas las dos primeras partes, dedicadas a la explicación genética y a la esperanza de vida). Quizá se equivoquen, supongo que ellos mismos serían los primeros en alegrarse, pero si no es así, será mejor seguir su consejo final y aprovechar la vida que tenemos en lugar de preocuparnos por obtener una vida que jamás conseguiremos.

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