Publicado en El archivo de Nessus, 2002.
Todos vamos a morir. Como mucho, podemos discutir el dónde, el cuándo y el cómo. Pero el final está claro de antemano.
Y por si eso no fuese poco, además, inevitablemente envejeceremos durante el proceso.
Ésta es la idea más importante de este libro, curiosamente titulado En busca de la inmortalidad, tanto, que sus autores la repiten continuamente, como si no estuviesen seguros de que haya calado en los lectores. Se equivocan, queda claro, muy claro, y desde hace años.
Aunque en realidad, para ser justos, no quieren tanto que aceptemos la idea de la muerte y el envejecimiento (sobre todo en una sociedad como la nuestra que está convirtiendo la vejez en un tabú), como que aceptemos que la muerte y la vejez existen por una razón, que comprendamos cómo se han conseguido las esperanzas de vida que disfrutamos hoy en el mundo occidental, y que aceptemos que no existe ningún remedio milagroso ni píldora de la inmortalidad para alargarla mucho más.
Empecemos por el principio.
Aparentemente, la vejez y la muerte son el precio que pagamos por el sexo. La combinación sexual de genes permite producir variaciones rápidas del genotipo que a su vez agilizan la carrera de armamentos contra todo lo que está dispuesto a matarnos. Pero al hacerlo, los genes se vuelven aún más importantes, y más que la supervivencia del individuo, prima la supervivencia de los genes. Por tanto, si un animal se reproduce con rapidez, poco importa lo que le suceda a posteriori con el contenedor de genes. Nuestros genes se vuelven inmortales a costa de que nosotros no lo seamos. ¿De qué serviría crear un animal inmortal si lo importante es que transmita los genes con la mayor rapidez posible? ¿Por qué desechar la cantidad asombrosa de recursos necesarios para crear un vehículo genético inmortal cuando es más simple hacer que se reproduzca y fabricar otro vehículo? Los autores lo aclaran usando el símil de un coche: al principio los coches van bien, pero con el paso del tiempo el coste del mantenimiento supera el coste de un coche nuevo. Es así de simple.
Atribúyelo a la entropía en acción. «La muerte es el precio que pagamos por la inmortalidad de nuestros genes», dicen los autores en la página 60.
Es más, después de la reproducción, el individuo queda fuera de la carrera evolutiva. Genes que afecten a un ser viva después de la reproducción y que afecten a su supervivencia no serán eliminados del acervo genético de la especie. Por tanto, no es de extrañar que en la vejez nos asalten numerosas enfermedades de origen genético que sólo se manifiestan a avanzada edad: «Los genes más perjudiciales para la supervivencia y la reproducción son metafóricamente ‘empujados’ por la selección natural hacia edades cada vez más tardías, donde influyen menos en la reproducción» (p. 65). Es más, quizá mucho de esos genes que provocan enfermedades a edad avanzada puede que sean importantes para la supervivencia durante la juventud (lo cual, por cierto, hace muy poco probable que por medio de ingeniería genética se pueda alterar el genotipo humano para alcanzar la inmortalidad -¿alteramos genes necesarios en la juventud para no morir de viejos?). Es decir, esos genes están ahí para ayudarnos a sobrevivir (cuando somos jóvenes), no para provocar enfermedades.
Y un detalle más. Si hoy parecen que han aumentado las enfermedades de la vejez, eso se debe simplemente a que hemos dominado muchas enfermedades que antes nos mataban en la juventud y por tanto ahora somos capaces de alcanzar edades avanzadas que antes nos estaban vedadas. Eso sí, todavía nos quedaría explicar por qué los seres humanos somos capaces de alcanzar edades que superan varias veces nuestra edad de reproducción y no morimos poco después de tener hijos. Quizá: «La resistente constitución que fue necesaria en el pasado para sobrevivir justo el tiempo suficiente hasta la procreación es lo que permite hoy a las personas sobrepasar las edades que nuestra biología define como años reproductivos» (p. 87).
Lo cual nos lleva a la segunda idea. ¿Cómo hemos alcanzado, en los países del primer mundo, una longevidad tan grande? Una segunda parte del libro se ocupa de esa cuestión, incluyendo una fascinante excursión por los métodos para estimar las esperanzas de vida y los esfuerzos realizados en la lucha contra las enfermedades infecciosas. Al final, se alcanzan dos conclusiones. La mejora de la esperanza de vida se ha producido por la drástica reducción de la mortalidad infantil y será muy difícil arañar años de esperanza de vida en el futuro. La razón es muy simple. Salvar a un niño de corta edad añade muchísimos años a la esperanza de vida. Conseguir que un anciano de 87 años sobreviva un año más aporta muy poco. La opinión de los autores es que asintóticamente nos acercamos al límite máximo que puede vivir un ser humano, y que poco podremos hacer para añadirle años a ese límite.
En ese aspecto, los autores se pueden considerar conservadores y pesimistas: «la duración de la vida human es un fenómeno de la herencia biológica que está sometido a limitaciones impuesta por programas genéticos de crecimiento, desarrollo y reproducción» (p. 111). Otros muchos defienden la posibilidad de alargar indefinidamente la esperanza de vida humana, aunque en ocasiones sea recurriendo a métodos que parecen más de ciencia ficción. En mi caso particular, siendo conocedor de la existencia de la entropía, tengo que inclinarme por el lado de Olshansky y Carnes, aunque ya me gustaría que los otros tuviesen razón.
Aunque calificarlos de pesimistas y conservadores no es justo. En todo caso, serían realistas, partiendo de la realidad de nuestra especie para intentar resolver los problemas de salud. Desde ese punto de vista, confían en que los avances biomédicos del futuro, que partirán de un profundo conocimiento de las enfermedades incluyendo su origen en nuestro propio cuerpo, para permitirnos alcanzar la vejez extrema en mejores condiciones. Quizá esos avances no nos otorguen la inmortalidad ni la juventud, pero ciertamente confían en que nos permitirán alcanzar todos nuestro potencial de longevidad y disfrutar mejor de la vida que nos quede.
Desde esa óptica se enfoca la última parte del libro, que analiza las técnicas, más o menos científicas, que se proponen para luchar contra el envejecimiento: desde los antioxidantes hasta el ejercicio pasando por distintas dietas milagro. Los autores no ven clara ninguna de ellas (llamando directamente fraudulento a más de un producto alternativo) y ni siquiera están seguros de que el ejercicio sirva para alargar la vida, después de todo que unas personas se beneficien de él no quiere decir que otras, con distintas características físicas y genéticas, lo vayan a hacer.
Valoración:
Mondadori. Barcelona. Noviembre 2001. Título original: The quest for immortality (2001). Traducción: Manuel Pereira. 304 páginas. PVP: 2.600 (15,63€). ISBN: 8425336252.
Al final, ofrecen su sencilla receta para la vida. En primer lugar, tomárselo con calma. No gastar fortunas en productos milagros que no surten efecto, mantener una dieta sana y equilibrada, no fumar, no consumir drogas y mantener la bebida controlada, y realizar ejercicio, porque claro, una cosa es que el ejercicio no aumente la esperanza de vida y otra muy distinta es negar que tiene efectos beneficiosos para la salud y un ejercicio bien planificado y practicado regularmente nos permitirá llegar en mejor estado a nuestros años dorados. Al final concluyen: «La lógica que origina estos consejos sensatos también nos lleva a una conclusión que parece contraria a la intuición: está bien adoptar un estilo de vida cada vez más relajado, menos riguroso, a medida que lleguemos a edades cada vez más avanzadas» (p. 270). Y una buena noticia, a medida que envejecemos nos podemos ir permitiendo cada vez más caprichos (chocolate, costillas a la barbacoa…), al ritmo de uno o dos por semana por cada década de vida. Después de todo, ¿qué es lo peor que nos podría pasar? ¿Morirnos?
Con la receta que ofrecen quizá no vivamos más, pero como ellos mismo admiten con gracia, se nos hará más agradable.
En busca de la inmortalidad es un libro claro, muy bien escrito, que presenta asuntos complejos con sencillez. Sus autores mantienen un punto de vista que no es agradable, que el envejecimiento y la muerte son inevitables, y que muchos no queremos oír. Pero ahí radica su interés. Parten de conocimientos biológicos actuales para defender su postura, y en el proceso exploran detalles fascinantes de la historia del envejecimiento (son especialmente buenas las dos primeras partes, dedicadas a la explicación genética y a la esperanza de vida). Quizá se equivoquen, supongo que ellos mismos serían los primeros en alegrarse, pero si no es así, será mejor seguir su consejo final y aprovechar la vida que tenemos en lugar de preocuparnos por obtener una vida que jamás conseguiremos.