253 de Geoff Ryman
por Xavier Riesco Riquelme
253 vidas. 253 personas que viajan en metro en Londres durante menos de diez minutos en una fecha determinada. Todas descritas en 253 palabras cada una. Cada una de ellas ocupando una página (notas al pie aparte) y cada una convenientemente señalizada (diagramas explicativos inclusive, con la posición del pasajero en el vagón)
Salgo yo.
Al leer el libro uno no puede evitar encontrarse a sí mismo. No descrito como una sola persona, eso sería esperar demasiado, pero si como una amalgama de varias, cada una con un determinado rasgo del que se puede uno apropiar para construir un pasajero más que responda más o menos a la descripción de uno. En mi caso encontré: Mi nombre (Xavier), un fan de Bahuhaus, un lector de Vurt (una impresionante novela de Jeff Noon), la sensación de estar perdido en las calles de Londres y alguna que otra cosa más…
También sale usted.
Es evidente que si el libro funciona así para mí, también lo hará para cualquier otro lector. Pero eso es sólo una parte mínima del encanto de este libro. Reconocerse en la escritura no es nada comparado con lo que este libro ofrece, en su mayoría historias. Unas humorísticas, otras patéticas y otras absolutamente normales. Pero también son historias que se entremezclan entre sí. Fragmentos comentados sobre un personaje adquieren otro significado cuando otro pasajero relacionado con el primero pero, por ejemplo, en otro vagón, recapacita sobre el mismo asunto. Los pasajeros de 253 no son entidades cerradas en sí mismas: reparan en la existencia del resto y son alterados por o ignoran activamente lo que les rodea, dependiendo de si su historia les permite intervenir o les escuda contra la intervención. 253 tiene dos grandes tipos de historias: las que acaban en el andén o las que acaban en el vagón.
Y lo mejor de este libro es que pese a su estructura intencionadamente a-novelesca (parece un resumen de un resumen del Reader´s Digest hecho para estudiantes de literatura de primer año) es de hecho una novela magistral, de las grandes, de las que hacen reír o llorar depende de la intención del autor. La estructura del libro es -y lo saco de una de las propias frases del libro- una deliberada parodia de la interactividad informática, de Internet, de los menús de ayuda múltiple. Promete ante todo sencillez de manejo y el recordatorio constante de en que lugar de la narración se encuentra el lector. Elimina la narración descriptiva, causal y unificadora de la literatura tradicional y presenta en cambio un listado de nombres, cada uno dividido en tres secciones: apariencia externa, información interior, y qué piensa o hace.
Más simple imposible como forma de acabar con la literatura de una vez por todas, que diría Woody Allen.
Y, sin embargo, las cosas no son tan simples: ¿Qué hace el viejo William Blake colándose como pasajero en una de las notas al pie de página? ¿Quién es ese pasajero llamado ¿Quién? (Who?)?¿Por qué se empeña Ryman en decir que la siguiente nota al pie será errónea o deliberadamente falsa? Y lo peor de todo: pese a la aparente simplificación de trama, argumento y descripción (siempre recurre al tópico para explicar quién es quién), el lector comienza lentamente a hilvanar en su cabeza una compleja red de relaciones entre los personajes tan complicada, o más, que la de una novela tradicional. Después de todo, el conocimiento interno de los personajes que el lector adquiere tiene una contrapartida en el conocimiento externo de lo que está sucediendo alrededor de ellos: en cada vagón sucede algo que involucra a dos o más personajes o a sus percepciones sobre la realidad (el borracho vomitando, el tipo que enreda su reloj en el pelo de otra pasajera, la fiesta del último vagón)
Aparte de esta forma de narrar, Ryman no duda en insertar publicidad en su obra (como si de una página web se tratara), dar consejos al lector de cómo convertirse en escritor o hablar inglés coloquial o incluso de cómo usar el libro como una especie de I-Ching para consulta del lector (y posiblemente funcione tan bien como el Tarot o el mismísimo I-Ching). Y todo ello con un tono increíblemente sarcástico, deliberadamente post-moderno (hasta el punto de ser una parodia de las parodias) e insultantemente divertido.
Y luego están los dos últimos pasajeros, que convierten esta novela en algo más que una colección de nombres, fechas y números de asiento, pero sólo en la conclusión.
Pese a lo que pudiera parecer, esta novela tiene un final, una conclusión. De hecho hay toda una sección final dedicada a la conclusión: «El final de la línea». A los muy impacientes y/o aburridos se les recomienda que se pasen a ella directamente.
Pero entonces se perderían el libro de verdad y no descubrirían quien merece salvarse y quien no según la lista que el empleado del metro esta haciendo. Ni quién es exactamente el personaje que lee la lista.