Es curioso comprobar como los efectos especiales ayudan a contar mejor una historia. En la película de Peter Jackson, King Kong ha perdido en alteridad, pero ha ganado mucho en empatía. El gigante se mueve y se agita, mostrándonos sus emociones y sus sentimientos. No habla, pero tampoco le hace falta. King Kong cobra vida, y sus escenas son realmente prodigiosas. Impresiona cuando lucha contra tres dinosaurios a la vez, pero impresiona aún más cuando se sienta, casando tras la batalla, a ver una puesta de sol. El gran acierto de la película es precisamente permitirle a King Kong los mismos momentos que se concederían a un personaje humano.
King Kong cuenta la historia de un viudo, que quizá ya sea madurito, que un día conoce a una rubia que no sólo es guapa, sino también simpática; una mujer moderna que está dispuesta a mirar más allá del aspecto exterior. Los dos están solos y cada uno vive en una isla que, a su modo, está repleta de peligros. Los abismos de Skull Island repletos de insectos gigantes no son tan diferentes a las calles de Manhattan. Entre los dos nace una relación de amor recíproco en el que cada uno encuentra en el otro lo que le faltaba. Él mata dinosaurios y ella para aviones, lo típico; incluso tienen enfados, como cualquier pareja.
Un detalle separa a esta película de la misma producción en otras manos. Peter Jackson sabe perfectamente que está contando una historia y no sólo encadenando efectos especiales. Cuando hace correr a los personajes bajo las patas de los dinosaurios, la escena es emocionante y estremecedora. Pero luego, no le importa parar la película para dejar un respiro a los amantes, para mostrarles retozando tranquilamente. Sí, también son efectos especiales, pero usados para contar la historia, no en sustitución de la historia. Como cuando los amantes patinan tranquilamente sobre el hielo.
Al final de la película se recrea una isla de Manhattan espectacular, con cuidado y con atención a los detalles. Nuevamente, son los efectos especiales empleados para contar la historia. Si King Kong debe morir, debe hacerlo conservando el orgullo. Si va a encaramarse a un rascacielos, la vista desde allí debe reflejar su majestad. Y si su amada debe verle morir, que sea una muerte digna de un rey mitológico.
La película es visualmente espectacular. A pesar de tres horas están contada con economía: al director le basta con encadenar cuatro planos rápidos para dejar clara una situación; la tristeza se muestra con apenas un gesto cuidadosamente escogido, y el pasado del simio con un detalle del escenario. Tiene escenas escalofriantes y sobrecogedoras, milimétricamente confeccionadas para provocar el efecto justo y preciso. Jack Black, como director de la película dentro de la película, canaliza a Orson Welles. Y Naomi Watts crea una Anne Darrow que está a la altura de su compañero.
Pero lo más asombroso de King Kong es ser una historia de amor. Y Peter Jackson lo sabes. Y es lo que cuenta.