#4 El oficio de oír llover de Javier Marías

08012006(002).jpgCuriosamente, nunca he leído una novela de Javier Marías. Una vez lo intenté y la dejé a las pocas páginas. No es el libro me pareciese malo, no lo leí lo suficiente para formarme esa opinión, sino más bien me resultó indiferente. Es decir, el libro no me estaba contando nada que a mí me resultase interesante leer. Ya decía Borges que hay libros que no están hechos para ti, y si el maestro lo decía… En esas condiciones, lo mejor es dejarlo y seguir con otro. Será por falta de libros para leer.

Pero lo divertido es que me encantan las columnas de Javier Marías. De hecho, me parece lo único potable e interesante de El País Semanal, o como se llame ahora (sí, compro el periódico los domingos básicamente para leer su columna; un poco caro por página sí que sale). Y no porque esté de acuerdo con él, que no me sucede siempre (incluso en alguna ocasión me ha puesto de mal humor). No sé, me entretiene y me divierte su forma de escribir las columnas. Incluso cuando se equivoca, hay siempre un cierto rigor subterráneo, una forma hilvanada de pensar. La mayoría de los intelectuales de prensa española razonan por analogía: encuentran varios fenómenos que externamente son similares, y los van encadenando como si las similitudes superficiales indicasen una unidad fundamental (véase cualquier columna de Vicente Verdú). Supongo que en el caso de Javier Marías le beneficia mucho el haber tenido un padre filósofo.

El oficio de oír llover recopila la primera tanda de columnas para EPS, las primeras que escribió allí después de su precipitada salida de aquel otro sitio. Son, como ya he dicho, textos divertidos, agradables, fáciles de leer y, lo más importantes, de releer; las ideas siguen estando ahí y la primera lectura no las ha agotado todas. Se agradece en una columna. Si tienen un defecto, es uno comprensible: Javier Marías cree que tener una columna periodística es un servicio público; una opinión que posiblemente fuese razonable cuando había muy pocas, pero más difícil de defender cuando ahora el arte de generar opinión está más diseminado. Eso le lleva a hablar mucho del gobierno de José María Aznar, detallando sus torpezas y falsos razonamientos. Está bien, supongo, tener un registro de lo que se dijo en esa época, y son ciertamente muy divertidas leídas años después. Pero columna tras columna es la parte que más cansa de libro.

Es mucho mejor cuando habla de nuestros vicios públicos y privados, cuando comenta nuestras pequeñas bajezas. Es ahí donde el rigor se le nota más y donde defiende una sociedad más tolerante y más justa. Mi ejemplo sería, «Incendiarios» (p. 146).

Pero confieso que soy un malvado: las columnas que me resultan más graciosas son las referidas a las leyes para limitar el consumo de tabaco. Ahí el hombre pierde totalmente los papeles y se lanza a hablar de esas prohibiciones casi como si estuviesen metiendo a los fumadores en campos de concentración para su posterior ejecución (cuando en realidad es difícil encontrar un bar donde no se fume). El derecho a fumar le parece un ejercicio de libertad y así lo repite en varias ocasiones (por ejemplo, en «Roben pero no fumen», página 227). Curiosamente, los deseos de libertad se le olvidan en «Como un mafioso» (p. 167), donde confiesa su admiración por Tony Soprano, que en un restaurante obliga a un tipo a quitarse la gorra de béisbol que lleva puesta; porque no hay mayor crimen -que merece incluso la intervención de un gangster- que comer con la cabeza cubierta. Pues eso, fumar delante de un bebé es un sano ejercicio de libertad, pero comer con la cabeza cubierta no (sí, ya sé que no defiende fumar delante de los bebés; es pura retórica por mi parte).

(En realidad, el texto es más irónico de lo he dado a entender. Al final, se pregunta si eso de identificarse con mafiosos no será peor que tenerle aversión a las gorras.)

Pero de contradicciones como ésas estamos hechos todos. Es lo que humaniza a los autores y a los lectores. En este caso, humaniza a Javier Marías y me humaniza a mí al preguntarme si no tendrá razón. Creo que seguiré sin leer sus novelas, pero aguardo pacientemente el siguiente libro recopilatorio para volver a leer sus columnas.

[50 libros] 2006

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#35 Parménides de César Aira

ParménidesEs curioso como los escritores están fascinados por la escritura. Mejor dicho, asumo que los fontaneros están profundamente fascinados por la fontanería, pero digamos que tienen menos oportunidades de manifestarlo al mundo. Los escritores, sin embargo, escriben, y hay pocos temas que les gusten más que el propio proceso de escribir. De ahí la gran cantidad de novelas sobre escritores, escrituras y libros.

Parménides entra dentro de ese grupo. Trata de un rico comerciante de una colonia griega, llamado Parménides -el comerciante, no la colonia-, que contrata a un escritor desconocido para que le ayude a escribir un libro. Un libro sobre el mundo y la naturaleza. Por desgracia, Parménides no tiene ni la más remota idea sobre lo que quiere contar y sólo sabe hablar en vaguedades. El escritor, Perinola, pasa así diez años de cómoda existencia cobrando por escribir un libro y, por supuesto, sin escribir ni una sola línea; ni suya ni de Parménides. Bueno, sí, dos veces. En dos arrebatos literarios, el escritor escribe de un tirón dos partes del libro. Una vez la principio de los diez años y otra justo al final. Los dos textos en cuestión son dos tonterías totales, una mezcolanza de lugares comunes, obviedades y claras contradicciones, cuya ilación viene dictada única y exclusivamente por las necesidades del metro poético.

Hay poco más en Parménides. Quizá algún comentario sobre la relación entre ricos y pobres -no tan simple como parece. Pero por lo demás, ni siquiera se esfuerza por fingir que transcurre en la época en la que está situada. Podría se Madrid en el siglo XXI o Madrás en el XVIII. Es, en ese aspecto, terriblemente insustancial. Pero esa insustancialidad es deseada y buscada por el autor. Esa insustancialidad es el punto fundamental de la obra. En el fondo viene a decir que la insustancialidad es el origen fatal y destino glorioso de toda literatura, que no hay obra literaria que no esté impulsada por el deseo vago de escribir algo -lo que sea- y que no venga dictada por las reglas del metro o la composición. Las ideas no son más que artefactos, sin mayor correlato con la realidad. Su única función en el texto es permitir la aparición de otras ideas preservando la lógica narrativa, que rara vez se corresponde con la lógica del mundo.

Parménides, al menos, sabe lo que quiere: su libro (y hablar de él). Perinola, gira y gira como una peonza, cómodamente, aspirando a un vago destino literario sin hacer nada. Poco sabe que la lógica de la narración de César Aira le tiene reservado un destino más irónico. Parménides es uno de esos libros escépticos de sí mismos.

[50 libros] 2006

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