Durante la última parte del año, se habló mucho de los perniciosos efectos que la ley de respeto a las personas que no fuman iba a tener en la hostelería. Durante mi viaje a Macaronesia, que se rige parcialmente por leyes españolas, pude comprobar efectivamente era así.
Dio la casualidad que me encontraba frente a un bar cuando el dueño ponderaba sus próximos actos. Con gran arrojo le vi colocar un cartel donde se informaba que en el local se podía fumar y que se prohibía la entrada de menores. Acto seguido, al no estar del todo seguro, llamó para informarse. Pues resulta que a él, por no se qué cuestión de metros, no se le aplicaba tal cartel, sino otro. Raudo, saltó sobre el cartel erróneo -evidentemente con la intención de evitar con su cuerpo que los inocentes pudiesen sufrir los efectos del aviso- y lo sustituyó de inmediato por otro que anunciaba que dentro se podía fumar y que si entrabas con menores pues allá tú, imbécil.
Tras lo cual, una ambulancia tuvo que venir a buscar al pobre propietario, que había sufrido un agudo caso de agotamiento físico y psíquico ante tanto trajín -casi cinco minutos de trabajo- con la dichosa ley. Es que no se puede tratar así a la gente.
Un detalle adicional. Al acercarme, pude comprobar que el cartel en cuestión era de una asociación de empresarios. Evidentemente, el coste de imprimirlo era tan oneroso, que ningún empresario individual podría permitírselo, y no dudo que la asociación, tras su magnánimo esfuerzo de reparto de carteles, quebrará prontamente.
Y así, tacita a tacita, nuestras ciudades, con ímprobo esfuerzo, se han llenado de locales donde se permite fumar, y si entras es que eres tonto y no te lo mereces. Terrible consecuencia, efectivamente.