Me ha pasado ya varias veces, por lo que uno creería que no debería pasarme más, pero la triste realidad es que mis circuitos neuronales de aprendizaje deben fallar y siempre me sorprende lo que no debería sorprenderme. Hablo de lo siguiente: cojo un clásico y empiezo a leerlo, e invariablemente temo que me va a ser difícil de entender y leer; sin embargo, suele suceder lo contrario, acabo descubriendo que el texto clásico en cuestión no es sólo una lectura agradable sino también extraordinaria.
Me ha pasado recientemente con La religión de los samurai de Kaiten Nukariya, un texto clásico de principios de siglo XX sobre el budismo mahayana, de su peculiar viaje desde India a China, cruzándose con el taoísmo, para acabar dando el zen en Japón. Pero no es un estudio en el sentido en que podemos entenderlo ahora, porque no hay nada de pretendido distanciamiento en este texto, todo lo contrario, el autor abraza el zen y se imbrica con lo que está contando. El estilo es apasionado y delicioso, sorprendiéndote con símiles y metáforas que no esperas (muchas de ellas con animales): «Los conejos no pueden confraternizar con los elefantes» o «la importancia del león sólo puede apreciarla el mismo león».
Comienza trazando dos historias: una del budismos desde India hasta su llegada a Japón, y luego la del zen en Japón, centrándose especialmente en las similitudes entre un monje zen y un samurai, pero también destacando la personalidad de los maestros originales. Luego ya se lanza a las posiciones más filosóficas y metafísicas, y es ahí donde se me rompe la pretensión de estar leyendo un libro sobre una religión. El capítulo 3 está dedicado a la escritura en el zen y empieza diciendo: «Las escrituras no son más que un montón de papel inútil» y señalando que «Las escrituras no son ni más ni menos que el dedo apuntando a la luna de la Budeidad. Cuando reconocemos la luna y gozamos de su benéfica belleza, el dedo ya de nada sirve» dejando bien claro que el zen se vive, no se piensa.
Pero lo verdaderamente curioso viene a continuación, porque no sé cuántos libros sobre «religiones» se lanzan de pronto a una entusiasta defensa de la verdad científica y a una denuncia de la superstición:
Creer ciegamente en las escrituras es una cosa y ser un devoto, otra muy distinta. ¡Con cuánta frecuencia las infantiles ideas de la creación y de Dios procedentes de las escrituras ocultaron la luz de las verdades científicas! ¡Con cuánta frecuencia quienes creían ciegamente en ellas frenaron el progreso de la civilización! ¡Con cuánta frecuencia las personas religiosas nos impidieron percibir una nueva verdad simplemente porque iba en contra del antiguo folclore de la Biblia! No hay nada más absurdo que el constante pavor que ciertas personas religiosas que afirman venerar la verdad y el espíritu de Dios en cuerpo y alma sienten ante los descubrimientos de nuevos hechos científicos que son incompatibles con el folclore bíblico. No hay nada más irreligioso que perseguir a los buscadores de la verdad para conservar las absurdidades y supersticiones de antaño. No hay nada más inhumano que la comisión de una «devota crueldad» bajo la máscara del amor de Dios y del hombre. ¿Acaso no es lamentable no sólo para el cristianismo sino para todo el género humano que la Biblia esté plagada de leyendas, de historias de milagros y de una primitiva cosmología que en algunas ocasiones entra en conflicto con la ciencia?
Y del budismo dice: «Las escrituras budistas también están llenas de supersticiones indias y una primitiva cosmología que se han hecho pasar por budistas». Y más, al hablar de las grandes figuras y la naturaleza para defender la superioridad del mundo real sobre las palabras, nombra a gente como Kant, Copérnico y Newton, y acaba comentando a Charles Darwin, del que dice: «Charles Darwin, cuya teoría cambió por completo la corriente del pensamiento del mundo, no era un asiduo lector de libros sino un atento observador de la naturaleza».
Tantas de las cosas que discute son en realidad posiciones filosóficas -la naturaleza última de la realidad o la condición última del ser humano- que me resulta difícil creer que son dogmas religiosos. Es concebible estar de acuerdo con esas posiciones y sin embargo no practicar el zen, que parece justo lo contrario de cualquier religión.
Ya antes de leer este libro tenía una imagen más o menos exacta del zen, pero me resultaba difícil saber si esa visión era una versión occidentalizada y moderna o hundía sus raíces en el pasado. La religión de los samurai me está aportando precisamente ese anclaje en el pasado (se escribió, después de todo, hace casi 100 años). Y encima es divertido de leer.