Botchan viene de la ciudad, de la ciudad más grande de todas, de Tokio. La verdad es que el pobre no ha hecho mucho en la vida, porque es demasiado claro al hablar -tiende a decir lo que piensa- y tampoco es que destaque por su inteligencia. Es la ingenuidad con patas y según confianza él mismo, tiende a verlo todo en blanco y negro. Vamos, que Botchan es la imagen totalmente opuesta del urbanita típico, todo malicia y con más dobleces que una pajarita de papel.
A pesar de sus limitaciones, consigue terminar matemática (!) y se va al campo a dar clase en un instituto. Allí se tiene que enfrentar con los alumnos, una masa de animales de bellota sin cara ni personalidad, y, peor aún, los profesores, unos seres que pueden ser ladinos y traicioneros o también personas elegantes y encantadoras. Es decir, todo lo contrario de la vida en el campo, donde se suponía que todos eran más auténticos y sinceros.
Soseki con Botchan se ríe de la sociedad japonesa -tan obsequiosa ella, y tan alambicada, tan hipócrita- ofreciéndoles como protagonista un personaje tan libre de espíritu que todo japonés querría ser Botchan. Y luego se ríe de los que querrían ser como Botchan, porque éste, el pobre, es tan torpe, que no sólo pierde ante las maquinaciones de los demás sino que encima cree haber ganado. De hecho, en un momento dado el protagonista se pregunta se plantea que la honradez y decir las cosas claras siempre ganan, y uno no sabe si atribuir el comentario a la estupidez o a la ingenuidad.
Yo que en otra vida fui durante unos pocos años profesor de instituto, encuentro divertidas las peripecias de Botchan. Su empeño en que siempre se haga lo correcto es refrescante. Su rectitud un ejemplo. Su fracaso final, aunque él no lo sepa, una advertencia. En cuanto al instituto, me resulta curioso que las cosas cambien tan poco en una cultura completamente diferente y con 100 años de por medio.
El humor es irónico. No hay argumento como tal. En cierta forma, no puede haberlo. La naturaleza de un personaje como Botchan es que precisamente no aprenda nada por muchas cosas que le pasen. La narración es muy ágil; la novela se lee de un tirón. Y de vez en cuando, sobre todo en los personajes, Soseki va dejando caer lo que quiere decir.
Éste es uno de mis 50 libros del año 2005.
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