Hace ya un tiempo, reflexionando sobre el hecho de que pronto cumpliría 38 años, comprendí que mi vida adulta -medida a partir de ese cero convencional que son los 18 años- tendría ya dos décadas. Es decir, que habría muchas cosas que hice por primera vez hace veinte años. Un caso: fui a Estados Unidos con 18 años recién cumplidos y por mucho que me parezca que fue ayer, ha pasado ya ese tiempo que no es nada.
Uno ya sabe que la vida es así. Pasan los años con rapidez, y por muchos que sean en el montón, siempre parecen que no son nada. Pero una cosa es saberlo y otra experimentarlo, que es precisamente lo que me pasa desde hace unos meses. Por ejemplo, hacer BEM, que fue una experiencia de diez años con mis amigos Ricard de la Casa, Joan Manel Ortiz y José Luis González, encaja con facilidad dentro de mi vida adulta y todavía sobra sitio.
Por suerte, tengo tan buena memoria que se me olvida el pasado, porque el olvido no es más que la otra cara secreta de la memoria. Vivo con la extraña sensación de haber vivido siempre exactamente como vivo ahora, y así ha sido en todo momento de mi vida desde que tengo uso de razón. Es más, se me antoja raro pensar que las cosas fueron de otra forma, aunque si me concentro soy capaz de recordar el pasado con claridad. Pero no siento excesiva nostalgia precisamente porque cuando comparo épocas, ésta me parece sinceramente mejor.
En muchos aspectos, mi vida ha dado varios giros importantes en los últimos veinte años, pero en otros me sigo sintiendo un poco como si todavía tuviese dieciocho años. Por ejemplo, sigo sintiendo una tremenda curiosidad por lo que sucederá dentro de cinco años. Y por los cinco años siguientes, y por los de después. En cuestiones filosóficas y de pensamiento sí he cambiado, y también tengo la sensación de divertirme más ahora que entonces.
Supongo que todavía estoy dentro de esa edad en la que el mundo sigue siendo nuevo (aunque me acusan de ser un cínico y un hombre sin valores) y en la que los años te ofrecen sobre todo perspectiva. Un ejemplo más: los dibujos animados de ahora me parecen mucho mejores que los de mi niñez. Una industria de animación que puede producir Samurai Jack no puede ser mala, y ya me hubiese gustado tener cuando era pequeño maravillas como Las supernenas, La banda del patio o El laboratorio de Dexter (el otro día vi un episodio de Ed, Edd y Eddy y también me gustó) con esas combinaciones tan deliciosas de inocencia y crítica social. Pero me pregunto, ¿dentro de veinte años seguiré pensando que los dibujos animados del momento son mejores que los de mi infancia? O al contrario, ¿habré alcanzado el punto en que repita que eso lo hacíamos mejor en mi época?
Curiosamente, este cumpleaños viene acompañado de una coincidencia que de estar escribiendo una novela jamás plasmaría en el papel, precisamente por parecer demasiado artificial. Dentro de mi poco tiempo mi vida volverá a dar uno de esos giros copernicanos suyos, uno de esos que te obliga a redefinir toda tu visión del mundo. Llega justo en el momento oportuno, quizá, sospecho, porque cualquier momento hubiese sido igual de oportuno. No dudo que dentro de un tiempo se me hará cuento que la vida pudo ser de otra forma y creeré haber vivido siempre en la nueva órbita.
Una trivialidad. Comparto cumpleaños con Joss Whedon. Ahí terminan nuestras similitudes, que él es un genio y un hombre de provecho.