Todavía estoy buscando la palabra exacta. No es frialdad o distanciamiento, porque implicarían falta de emociones. No es eso. En esta novela hay emociones a raudales, pero están manejadas de una forma diferente, con una nivel de reflexión asombroso, como si fuesen sólo el primer paso de un complejo proceso de exploración y análisis. El efecto es como leer la vida de alguien que no vive del todo en el mundo que uno conoce, que habita una sociedad no del todo igual a la mía. En cualquier caso, el resultado es extraordinario. Una de esas novelas que al leerlas comprendes por qué al autor le han dado el premio Nobel.
La novela se llama A quiet life, una vida tranquila, que debe ser uno de los títulos más exactos y mentirosos que ha dado la literatura. Exacto, porque efectivamente todo sucede con una tranquilidad total y absoluta. Mentiroso porque realmente pasan muchas cosas, algunas de ellas dignas de un buen alarido. Sin embargo, los personajes, todos, parecen poseer la capacidad de dejar que las cosas vayan fluyendo, siguiendo un ritmo interno peculiar y extraño.
La narradora es Ma-chan, desde cuyo punto de vista lo vemos todo. Es de una ecuanimidad casi patológica, e incluso los malvados merecen a sus ojos una reflexión. Sus padres se han ido a Estados Unidos a pasar una temporada y ella se ha quedado sola cuidando de su hermano mayor, Eeyore, que padece algún tipo de retraso mental pero está dotado para la música, y su hermano menor, O-chan, que está preparando sus exámenes, por ciencias, para entrar en la universidad de Tokio. El padre es un famoso escritor, identificado sólo la inicial K, que sufre ocasionales ataques de depresión, que sólo puede aliviar escapando. Este último ha sido tan grave que incluso la madre se ha ido con él.
Ma-chan lo va apuntando todo en un diario, diario que luego descubrimos es precisamente el libro que estamos leyendo. En él anota las situaciones de todos los días, y los acontecimientos más o menos extraordinarios: funerales, capturas de violadores, encuentros con personajes más o menos siniestros, el reparto de octavillas por la situación en Polonia… También reflexiona sobre su hermano mayor, analiza obras (hay largas discusiones sobre Stalker y Céline), considera la situación de su hermano menor, las labores de su madre y el tremenda figura de su padre. Así, poco a poco, van surgiendo los caracteres de todos ellos. Sobre todo del padre, que Ma-chan va dibujando en la distancia.
Tengo la tentación de decir que el libro está escrito desapasionadamente. Pero no es cierto. Es todo lo contrario. Ma-chan y todos los miembros de su familia invierten mucha pasión en todo lo que hacen, pero esa pasión se manifiesta con esa serenidad que simultáneamente me resulta tan atractiva y tan curiosa. Pasan cosas, pero es un poco como si no pasasen, o como si sólo importasen en la medida en que afectan al carácter interno de cada uno. Sea como sea, el estilo de la obra es perfecto. Y me hace sentir una envidia brutal. Ni siquiera entiendo cómo lo hace. No es que me sepa incapaz de escribir frases que logren ese efecto, es que ni siquiera sé cómo lo ha hecho Oë.
Curiosamente, hay varias referencias a la ciencia ficción. La protagonista describe uno de sus estados mentales como «robotizarse». Así mismo, hay toda una sección titulada «niños abandonados de este planeta», donde, partiendo de la situación personal de los hermanos, se acaba concluyendo que todos somos niños abandonados en este mundo. Ya he citado Stalker, con alguna referencia a la novela, que sirve para conectar con una reflexión continua sobre el cristianismo.
Quizá alteridad sea la palabra que busco. No lo sé.
Un detalle curioso. Cuando compré este libro lo empecé a leer y lo dejé al poco tiempo porque me resultaba imposible. Hace poco lo volví a coger, lo empecé a leer y me enganchó precisamente el estilo que en su día me había repelido. Una vez terminado, me parece un retrato minucioso del ser humano. No sé si cambié yo o cambió el libro.
Éste es uno de mis 50 libros de 2004.