Los intelectuales y nosotros que los quisimos tanto

¿Cómo me entero yo de todos los detalles sórdidos de la telebasura en España? Pues no es viendo la televisión, porque casi no la veo.

(Y no porque no me guste. Soy un apasionado de las series de televisión -que me parece el género televisivo real- y he visto algunas que no creeríais. Por suerte, el vídeo y el DVD me permiten disociar ese gusto de las veleidades temporales de las televisiones. Por lo demás, me encantan los canales temáticos.)

No, me entero de esos detalles sórdidos por los periódicos, especialmente por medio de ese bastión de la cultura, defensor de los intelectuales y martillo de telebasureros que es El País. Hoy mismo, entre suplemento y periódico, me he encontrado con no menos de tres opiniones sobre la telebasura. ¿No es un poquillo excesivo? Para denunciar, ¿no basta con recordarnos los males de la programación televisiva actual una vez al mes para que no caigamos en la tentación? Pues no, los periódicos dedican látigos y látigos de tinta a flagelar a los seguidores de esos programas, y para demostrar la profundidad de la ignominia de esos productos resumen con deleite y fruición todos los detalles escabrosos de dichos programas mientras fingen condenarlos, de tal suerte que alguien como yo, que no ha visto ni un solo episodio de, por ejemplo, Hotel Glam no puede evitar enterarse de quiénes habitan tan peculiar establecimiento y conocer sus andanzas.

La situación hasta hoy me parecía extraña y paradójica. ¿A qué dedicar tanto tiempo a publicitar lo que estás denunciando? ¿No sería mejor, digo yo, hablar de otras cosas que pudiesen considerarse alternativas? Si los intelectuales tienen mejor gusto que nosotros los mortales, ¿no deberían demostrarlo guiándonos hacia productos mejores (esto último es coña)? Digo hasta hoy, porque precisamente hoy, gracias a «Apogeo de la vulgaridad» de Vicente Verdú he comprendido al fin: a los intelectuales les gusta y no saben cómo justificarlo. Incluso algunos, como el caso de Verdú, necesitan de la telebasura para poder escribir, hacer sociología de salón y llamar la atención. Si escribiese de cosas serias, si ofreciese argumentos, razonamientos o propuestas, ¿alguien le haría caso? Deben creer que no.

Por tanto, en lugar de aplicar su inteligencia -que le supongo- a elucidar la cuestión, a deleitar con su forma de escribir, a clarificar, definir o explicar, prefiere la mixtura, el batiburrillo, la confusión. De esa forma, a lo largo de dos páginas enteras de periódico -eso sí, profusamente ilustradas- consigue enhebrar Hotel Glam, Mortadelo y Filemón, la guerra de Irak, los Morancos, la extensión de la cultura americana por el mundo, la infantilización de la sociedad, las aventuras de Dinio y qué se yo cuántas cosas más en un discurso sin sentido, lleno de saltos de lógica, donde lo que cuenta es la secuencia de presentación de los fenómenos y no si éstos tienen alguna relación entre sí, se explican mutuamente, se complementan o se rehuyen. Da igual, lo que importa es la sociología barata, la denuncia por la denuncia pura, sin más armazón detrás que huero ejercicio intelectual de encadenar hechos aislados para que parezcan ser todos productos de una misma serie de circunstancias y sin jamás molestarse en contrastar el modelo resultante con la realidad.

Qué contraste cuando uno lee el artículo de un estudioso de verdad, de alguien sinceramente preocupado de estudiar, explicar, analizar, defender o rechazar con lógica y con verdadera comprensión, aunque se equivoque. Ayer mismo El País me ofertó un ejemplo (cómo me gusta ese diario): «Literatura y producto editorial» de Juan Goytisolo (sí, al final encontré el periódico de ayer; estaba detrás del sofá.). Se trata de otra denuncia de dos páginas, en este caso del mercado de los libros. Recurriendo a diversas citas de Azaña, denuncia la aparición de tantos títulos de actualidad que se publican única y exclusivamente para ganar dinero y vender ejemplares a costa de otros libros de genuino valor literario que podrían perdurar en el tiempo.

Lo interesante es que no estoy en nada de acuerdo con sus conclusiones. Me parece maravilloso el ejercicio de distinguir entre clásicos perdurables y obras de consumo, pero me parece eso, un ejercicio sin mayor interés. Simplemente, porque no creo que nadie sea capaz de ejecutarlo, o simplemente que exista un criterio objetivo para decir que una obra literaria sí tiene valor y otra no. Al final, estamos hablando de cuestiones de gusto y de quién puede defenderlos mejor. El único criterio que pueda seriamente considerarse, el de la perduración en el tiempo, es claramente tautológico: eres un clásico porque has perdurado en el tiempo y has perdurado en el tiempo porque eres un clásico. Lo que es basura para unos es, simplemente, obra maestra para otros. Por ejemplo, en esta información (vía Boing Boing) varios personajes importantes británicos escogen los peores libros que han leído. Se menciona algunos como El Ulises de Joyce, En busca del tiempo perdido de Proust o todos los libros de Harry Potter escritos por J. K. Rowling.

Pero eso es lo de menos. Lo importante es que el artículo me encantó, no por sus conclusiones, sino por su desarrollo. Puede que yo lo crea equivocado, pero Goytisolo razona con pasión y cariño, defendiendo su postura con argumentos y razonamiento, intentando ante todo comprender y hacer comprender. Y es más, lo realmente importante, me dejó con unas ganas terribles de leer a Azaña. ¿No es ésa al final la labor principal de un intelectual, transmitirte su pasión por esas cosas?

Por el contrario, el de Vicente Verdú me dejó unas ganas terribles de no volver a leer nada más de Vicente Verdú.

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El País y mi tarjeta

Andaba yo por el sitio de El País intentando encontrar el título de un artículo que publicaron ayer. Como incluso esa información parece que es de pago (aunque di dinero a cambio del periódico y al menos ese detalle podrían tener), acabé inevitablemente en la página de suscripción. Allí me encontré con un texto que aseguraba que si usaba mi tarjeta American Express para suscribirme tendría grandes ventajas. Como me gustan las ofertas por naturaleza y tengo una tarjeta de ésas pues pinché, porque nunca se sabe, incluso podría compensarme. Lo que no esperaba era encontrarme con una página donde lejos de indicarse cualquier posible ventaja se me invitaba a introducir el número de mi tarjeta para decirme qué maravillosa oferta me ofrecían.

Señores de El País, ¿son ustedes tontos? No se enfanden, sé que no. Sin embargo, comprendan mi frustración: ¿por qué siguen ustedes sin entenderlo?

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