Diccionario de las Artes

No tengo palabras para expresar lo bien que lo estoy pasando leyendo Diccionario de las Artes de Félix de Azúa. Es un libro serio, en la medida que puede ser serio un libro que hable de las Artes (con mayúsculas), que se alegra de la muerte del concepto de Arte (una vez más con mayúscula) ?»El Arte ha muerto, vivan las artes» grita continuamente. Es divertido, contradictorio e irónico, todo deliberadamente. Pero tras la superficie juguetona, fluye esa pulsión de seriedad de la que he hablado antes.

Mi disfrute es, por tanto, estético y quizá este leyendo este libro como si fuese una obra de arte, lo que no sé si agradaría al autor. Como es un supuesto diccionario, podría leerse en cualquier orden; pero yo lo estoy leyendo en orden alfabético, más que nada para no saltarme ninguna entrada y también porque vivo bajo el convencimiento borgeano de que la alfabética es la ordenación más caótica.

La ironía abunda, y también el sarcasmo directo. En la entrada «artista», se apresta a derribar ese concepto y luego, para explicarlo mejor, previas disculpas a Popper, hace uso de una fábula: compara a los artistas con los oteadores de los trenes nazis cargados de judíos, que se subían a hombros de sus compañeros de pesadillas para narrarles lo que iban viendo, a través de las entradas de aire, del paisaje que atravesaban. Después de destacar la labor social de los oteadores, llamados a su tarea -porque no todo el mundo servía para el trabajo- por la voluntad de sus compañeros y ante todo para serviles, acaba añadiendo: «En ninguna de las memorias y diarios que he podido leer aparece jamás un oteador que exijiera ser mantenido por la comunidad de presos». Si eso no es una patada en los cojones…

Y qué decir de la deliciosa entrada «catálogo», que se enorgullece y discute el hecho de ser también un texto aparecido en un catálogo para revelarse al final que nunca llegó a aparecer en él. Y en la dedicada a «Eva y Adán» dice en un momento dado:

El lector habrá observado que elegimos la fórmula «Eva y Adán», en preferencia a la más usual «Adán y Eva», porque consideramos relevante el protagonismo de Eva. Fue ella quien persuadió a Adán para elegir la vía de la modernización, aunque no sepamos cómo lo logró. De no ser por ella, seguiríamos hablando con las vacas. Las mujeres han tenido muy mala reputación desde entonces, como inductoras al mal y a la galbana, pero creo yo que fue más bien todo lo contrario: nuestra madre quería mejorar y empujó a su marido, un hombre francamente acomodaticio, a luchar para abrirse camino. Es cierto, por otra parte, que sólo ellas han tenido acceso a la voz del Mal y eso levanta muchas envidias.

Y de la introducción:

Que el Arte ha muerto quiere decir que ese concepto ha perdido el papel soberano, trascendental y metafísico que le atribuyó la filosofía alemana, desde los hermanos Schlegel hasta Adorno. Aquel Arte, síntesis de todas las artes, arte de la Idea o arte Absoluto, al que Hegel consideraba una de las encarnaciones esencial del Espíritu y Marx un síntoma de la estructura económica, ha muerto por exceso de responsabilidad. La sacralización de un Arte convertido en religión secularizada de las clases medias y portador de valores eternos, ha acabado aplastándolo bajo una tarea que no podía soportar.

Y para acabar, un comentario de pasada:

Durante dos siglos las sociedades industriales precisaron de ciudadanos con amplia formación y cultura, capaces de tomar decisiones personales y usar su iniciativa crítica para la corrección de lo imperfecto. Ya no son necesarios.

Cualquiera que se haya relacionado con la ESO sabe que es estrictamente cierto.

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El viaje de Chihiro, de Hayao Miyazaki

El viaje de ChihiroPocas veces se sale del cine con la convicción de haber visto una obra maestra. Ayer me pasó al salir de El viaje de Chihiro, una mágica película de dibujos animados, fascinante y obsesiva, con dulzura, pero también con un fondo inquietante que encandilaría a David Lynch. Incluye además un mensaje ecologista sin sermonear, y se las arregla también para ser una especie de «Alicia en el país del capitalismo» con más de un comentario social y político.

Todo ello en un mundo fantástico al que Chihiro y sus padres penetran inadvertidamente al entrar en un túnel, mientras van camino a la nueva casa a la que se han mudado. Los padres se transforman de inmediato en cerdos (una lectura de la película podría plantearse quizá que los padres de Chihiro han muerto) y la hija se ve obligada a trabajar, firmando contrato y todo, para una peculiar casa de baño que atiende a ocho millones de dioses todas las noches y que está dirigida por una peculiar bruja de enorme cabeza.

Jugando con dualidad -no hay personaje en la película que no sea dual o al menos se comporte de dos formas diferentes-, referencias continuas -unos zapatos omnipresentes-, referencias ecologistas -un río contaminado que viene a la casa de baños- y una desbordante imaginación -que no dudo estará anclada en la tradición japonesa-, Hayao Miyazaki ha construido un mundo al otro lado del espejo, lleno de animaciones oníricas y de gran belleza (ese tren que corre sobre las aguas), sorprendentes e inquietantes, con cierto sabor a mundo industrial decimonónico.

Curiosamente, no sólo la protagonista, Chihiro, aprende algo a lo largo de la película. Mucho de los personajes, incluso la antagonista, aprenden y maduran a lo largo de la cinta. En una trama, además, imposible de prever, por sorpresiva, inventiva e ingeniosa. A mí me gustan las películas de Disney, pero El viaje de Chihiro se sitúa en la antípoda opuesta.

Es evidente que las aventuras de Chihiro tienen mucha relación con su situación vital actual -haber abandonado el lugar que conocía para mudarse a otro nuevo, encontrarse en esa edad en la que la niñez empieza a desaparecer, etc.- y si embargo, es innegable que sus aventuras tuvieron lugar realmente, en un juego de influencias entre el mundo fantástico y el mundo real.

Magistral.

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