Libros en el aeropuerto

En Barcelona compré algunos libros, lo cual, como me recuerda Víctor Ruiz, no deja de ser un poco absurdo. Es decir, ¿voy a conseguir leerlos todos? Es muy poco probable. Si empezase ahora, tardaría muchos años en leer todos los libros que andan corriendo por la casa. Pero, ¿y si un día me apetecen y ya no los encuentro? ¿No es mejor comprarlos y tenerlos por ahí por si acaso?

Lo cual, claro, debe ser un razonamiento digno de un consumista nato. Soy un peligro con una tarjeta de crédito en la mano y un ligero estado de hipomanía, e incluso sin hipomanía. Aunque, meditándolo más seriamente, he descubierto que sólo me interesan comprar dos cosas: libros y cacharritos de alta tecnología (cuanto más alta, mejor), con cierta peligrosa tendencia reciente a comprarme trajes. Al menos, mi universo de consumo está limitado.

Lo de este viaje, sin embargo, fue curioso. Compré un libro en la puerta de embarque del aeropuerto. Es mi primera vez, lo juro, porque es la primera vez que veía un puesto de venta de libros en la puerta de embarque. En el aeropuerto de Barcelona, generalmente los libros están en sus tiendas y las puertas de embarque están ligeramente apartadas en módulo. Pero ese día, había una mesa y un par de estanterías formando un puestecillo que en total vendería como mucho treinta libros diferentes (quizá menos) y que estaba situado ni a diez metros de la puerta de embarque.

Para los curiosos, fue Diccionario de las artes de Félix de Azúa. No me pregunten por qué. Simplemente leí un par de entradas y me parecieron divertidas.

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